LA ORACIÓN PERSEVERANTE

Por P. Raniero CANTALAMESSA, OFMCap

Estamos aquí haciendo un Retiro y nos parecemos a los apóstoles y a los discípulos que hicieron también ellos un largo Retiro con María en preparación a la primera Asamblea Carismática de la Historia de la Iglesia, la de Pentecostés. También nosotros estamos aquí «para ser revestidos del poder de lo Alto» y poder después ayudar a los hermanos a ser revestidos también ellos de este Poder.

Los Hechos de los Apóstoles nos dicen cómo se prepararon ellos a la venida del Espíritu. «Todos ellos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús».

Su preparación fue, por tanto, con una oración unánime y perseverante. Quiero hablaros precisamente de la oración perseverante, en qué consiste y cómo se practica.



¿Qué es oración perseverante?



El término "perseverantes en la oración" indica una acción tenaz e insistente. Significa estar ocupados con asiduidad y constancia en alguna cosa. Se podría traducir también "tenazmente aferrados a la oración" o "asiduos en la oración". Esta palabra es importante porque es la que aparece con mayor frecuencia cada vez que en el N. T. se habla de la oración. En los Hechos de los Apóstoles vuelve a aparecer cuando se habla de los primeros creyentes después de Pentecostés, que habían acogido la fe y que acudían "asiduamente" a la enseñanza de los apóstoles, a la fracción del pan y a las oraciones.

También San Pablo comenta que hay que ser "perseverantes en la oración", en la carta a los Romanos. En un pasaje de la carta a los Efesios se lee «Estad siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia».

Lo esencial de esta enseñanza proviene de Jesús, el cual contó un día la parábola de la viuda importuna, precisamente para decir que es necesario orar siempre sin desfallecer. La mujer cananea es una ilustración viva en el Evangelio de esta oración insistente que no se deja desanimar por nada y que, al final, precisamente por esto, obtiene aquello que desea. Ella pide una vez la curación de su hija y Jesús - está escrito- «ni siquiera le dirigió la palabra». Insiste y Jesús le responde que "no ha sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel". Se postra a sus pies y Jesús le responde que "no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos". Había suficiente razón como para desanimarse, pero la mujer cananea no se rinde y dice: «Sí, pero también los perritos, Señor...». Y Jesús exclama feliz: «Mujer, grande es tu fe, que te suceda como deseas».

Pero, ¿por qué ha de ser perseverante la oración y por qué Dios no escucha enseguida? ¿Tal vez Dios ama hacerse rogar, como los hombres? ¿No es él mismo quien en la Biblia promete escuchar de inmediato, apenas se le invoca; aún más, todavía antes de haber acabado de orar? «Antes de que me llamen - dice en el profeta Isaías -, Yo le responderé. Aún estarán hablando y los habré escuchado». y Dios confirma: «¿ y Dios no hará justicia a sus elegidos que están clamando a El día y noche y les hará esperar? Os digo que les hará justicia pronto». ¿No desmiente clamorosamente la experiencia estas palabras? No. Dios ha prometido escuchar siempre y escuchar enseguida nuestras oraciones y esto es lo que hace. Somos nosotros los que debemos abrir los ojos. Es bien cierto que El mantiene su palabra. Al retrasar la ayuda, El ya nos está socorriendo. Aún más, este retraso es ya en sí mismo un venir en nuestro auxilio. Y esto es así para que no suceda que por escuchar demasiado aprisa a la voluntad del orante, no pueda procurarle una perfecta salud. Hay que distinguir entre socorrer según la voluntad del orante y socorrer según lanecesidad del orante. Esta última es su verdadera salvación. Dios socorre siempre y de inmediato según la salvación del orante, no siempre socorre según la voluntad del orante, ya que dicha voluntad puede que no sea buena.



¿Cómo nos escucha Dios?



A veces, también nosotros decimos con los Salmos: «Escucha oh Dios, atiende, presta oído a mi súplica, Señor», y nos parece que Dios nunca escucha. Pero si te fijas bien, te darás cuenta de que te ha escuchado; si continúas orando es porque te ha escuchado, si no fuera así no rezarías. Dios ha prometido dar siempre cosas buenas, el Espíritu Santo, dice Lucas, a quien ora. Ha prometido hacer cualquier cosa que le pidamos según su Voluntad, añade Juan. No nos da lo que no es según su Voluntad o lo que no es bueno para nosotros y que podría hacernos daños. Si el hijo pidiera a su padre pan ¿le daría acaso una serpiente? No, ciertamente. Pero si el hijo le pidiese al padre una serpiente quizá sin darse cuenta de lo que le está pidiendo ¿acaso se la daría el padre, aunque el niño llorase, patalease o le acusara de no amarle? No. Preferirá ser injustamente acusado antes que darle lo que sería venenoso para él. ¿No es así? Así pues, Dios escucha hasta cuando no escucha. Su demora en conceder las cosas buenas es también eso un escuchar y un acudir un nuestro auxilio. El, en efecto, al retrasar su auxilio, hace crecer nuestra fe y nos ayuda a pedir mejor. Nosotros, normalmente, al principio nos presentamos ante Dios para pedir pequeñas cosas, para las pequeñas necesidades de la vida presente. No conocemos las cosas que son verdaderamente importantes. Retrasando la escucha, surgen poco a poco en nosotros las verdaderas necesidades. Surge la necesidad de Dios, la necesidad de tener fe, paciencia, caridad, humildad... antes que cualquier otra cosa material. y así, al final, Dios habiendo dilatado nuestro corazón, lo puede llenar con una medida digna de sí mismo.

A este propósito, un antiguo Padre del desierto decía esta anécdota: Un campesino recibió la noticia de que el Rey quería darle una audiencia. Era la ocasión de su vida, ¡podía presentar su petición directamente al Rey! El se preparó bien y cuando llegó la hora de la audiencia se presentó al Rey y ¿qué pidió? Pidió cien kilos de estiércol para sus campos. Había perdido la ocasión. Podía haber pedido cosas mucho más dignas... Sí, dice, así somos nosotros. Tenemos una audiencia con el Rey y la gastamos pidiendo cien kilos de estiércol para los campos.

Veamos el ejemplo de la cananea. Si Jesús la hubiera escuchado en seguida a su primera petición, ¿qué hubiera sucedido? Su hija hubiera sido liberada del demonio, pero lo demás hubiera continuado igual que antes y madre e hija hubieran concluido sus vidas como todos. En cambio, al retrasar su escucha, Jesús permitió que su fe y su humildad crecieran y crecieran hasta arrancarle aquel grito de alegría: «¡Mujer, grande es tu fe!». Cuando ella regresa a su casa, no solo encuentra curada su hija, sino que ella misma ha sido transformada, se ha convertido en una mujer que cree en Cristo. Ella,

que es una mujer siro-fenicia, es decir, pagana, se convierte en una de las primeras creyentes en el Evangelio. y esto permanece así por toda la eternidad. Esto es lo que ocurre cuando no se es escuchado «en seguida, a condición de que se continúe orando».



A veces, cuando se persevera en al oración, especialmente si la persona tiene una vida espiritual seria y profunda, como tendrían que tenerla los servidores, los animadores de los grupos de oración, sucede algo extraño que es importante conocer para no perder una valiosa ocasión. Las partes se invierten. Dios se convierte en Aquél que ora y tú en aquél a quien se ora. Me explico: Te pones en oración para pedirle algo a Dios y una vez en la oración poco a poco te das cuenta de que es Dios quien te tiende la mano a ti pidiéndote algo. Fuiste a pedirle que te quitara la espina que tienes clavada en tu carne, esa cruz, esa prueba, la liberación de determinada carga, de una determinada situación, el alejamiento de alguna persona concreta con la cual no estás de acuerdo... y he aquí que Dios te pide precisamente que aceptes esa cruz, esa situación, esa carga, a esa persona...



Hay una poesía de Tagore que me parece puede ayudarnos a comprender esto que estoy diciendo. Se trata de un mendigo que cuenta su experiencia. Dice más o menos así: «Iba yo pidiendo de puerta en puerta por el camino de la aldea, cuando a lo lejos apareció un carro de oro. Era el carro del hijo del Rey y pensé que mis días malos se habían acabado y me quedé aguardando a que me fuera ofrecida una limosna sin ni siquiera pedirla, es más, esperando que los tesoros fueran derramados a mi alrededor... Pero cuál fue mi sorpresa, cuando al llegar cerca la carroza se paró, el hijo del Rey se bajó y extendiéndome su mano me dijo: «¿Puedes darme alguna cosa?» ¡Ah, qué ocurrencia la de Su Realeza, pedirle algo a un mendigo!. Confuso y sin saber qué hacer, saqué despacio de mi saco un granito de trigo, el más pequeño, y se lo di. ¡Qué tristeza por la noche cuando, buscando en mi saco, encontré un pequeño grano de oro, uno sólo. Lloré amargamente por no haber tenido el valor de darle todo!». Que no nos suceda también a nosotros en el atardecer de nuestra vida, tener que llorar por no haber dado todo aquello que Dios nos pedía. ¡Qué gesto tan divino por parte de Dios! El se hace mendigo para permitir que nosotros seamos de esos que tienen algo que darle. El caso más sublime de esta inversión de papeles lo encontramos en Jesús. Jesús en Getsemaní ora para que el Padre separe de El su cáliz. El Padre le pide a Jesús, en cambio, que lo beba. El Padre mendiga. Es necesario que lo haga para recuperar, a todos los demás hijos. Jesús dice: «Que no se haga mi voluntad, sino la tuya», y da al Padre lo que esperaba: le da no una, sino hasta la última gota de su Sangre. Y, ¿qué encuentra Jesús después de haber vaciado su cáliz? Encuentra al Padre, que también en cuanto Hombre, ¡lo constituye en Señor, le da el Nombre que está por encima de cualquier otro nombre, lo glorifica eternamente!



. Los modos de la oración perseverante



Después que los apóstoles con María hubieran recibido el Espíritu Santo, se lee de nuevo que «perseveraban en la oración», esto después de Pentecostés. Sin embargo, algo parece haber cambiado ahora, ha cambiado el objeto y la calidad de la oración. Ellos ahora ya no hacen más que anunciar las grandes obras de Dios. Al sentarse a la mesa para compartir la comida, lo hacían - está escrito - «con alegría y alabando a Dios». Su oración se había convertido en una oración de alabanza, ya no es solamente de petición, se repite así en la Iglesia lo que había sucedido anteriormente en María. También Ella, después de recibir el Espíritu Santo en su Anunciación, glorificaba al Señor, se alegraba en su Dios y proclamaba las maravillas que en Ella había realizado.

La venida del Espíritu Santo, por tanto, no pone fin a la oración asidua, sino que la enriquece y amplía su horizonte, eleva la oración a sus formas más altas y dignas de Dios, que son la alabanza, la adoración y la proclamación de su grandeza y de su santidad. El Nuevo Testamento no habla de perseverancia sólo cuando se trata de pedir algo, sino también y sobre todo cuando se trata de alabar y de dar gracias y de bendecir al Señor. En el mismo contexto recordado más arriba, se lee en la carta a los Efesios: «No os embriaguéis con vino, que es causa de libertinaje. Llenáos, más bien, del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados, cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre en nombre de nuestro Señor Jesucristo». Esta es una oración perseverante, pero de alabanza, de bendición. Se diría que éste es el verdadero fin por el que somos impulsados a invocar y a esperar el Espíritu Santo. Para poder después, llenos de El, adorar a Dios en Espíritu y Verdad, como decía Jesús.

Pensando en esta «oración en el Espíritu» hecha de invocación y sobre todo de alabanza, como Pablo ha formulado; el principio de la oración continua o incesante, destinada a tener una gran resonancia en la historia de la espiritualidad cristiana, dice: «Estad siempre alegres, orad constantemente y en todo dad gracias»: «Orad constantemente y en todo dad gracias». Orad «constantemente» o se puede traducir también por «incesantemente», en la 1ª carta a los Tesalonicenses.

Esta oración es el eco de aquel dicho de Jesús, según el cual «es preciso orar siempre sin desfallecer». Con este principio se supera una cierta concepción ritualista y legalista de la oración, ligada a tiempos y a lugares determinados. Hay cristianos todavía que se acusan en la Confesión de no haber recitado las oraciones de la mañana y de la noche, como si, fuera de estos dos tiempos, no hubiera otra posibilidad de orar al Señor.

¿Cuántas veces hay que perdonar? Jesús responde: siempre. Preguntarse cuántas veces hay que orar sería como preguntarse cuántas veces al día hay que amar a Dios. La oración, como el amor, no soporta el cálculo de las veces. Se puede ser más o menos conscientes del grado de amor con el que se ama, pero no se puede amar a intervalos más o menos regulares. Imaginaos una esposa que ama a su esposo a intervalos, según tiempos precisos del día; así nosotros tenemos que amar y adorar y alabar a Dios siempre. De diferentes maneras, pero siempre. Algunos lo hacen a intervalos regulares.



. «La oración de Jesús»



Este ideal sublime de la oración continua se ha realizado de diversas formas en Oriente en la Iglesia Ortodoxa y en Occidente, en la Iglesia Latina. La espiritualidad oriental ha practicado la así llamada «Oración de Jesús», escrita y explicada en un libro famoso «La Filocalía». También Occidente ha formulado con San Agustín el principio de una oración continua, pero de un modo más flexible que el del Oriente, de forma que pueda ser propuesta no a todos, sino sólo a aquellos que hacen profesión de vida monástica. San Agustín dice que la esencia de la oración es el deseo. «Si continuo es el deseo de Dios, continua es también la oración»: Sin éste, aunque se grite todo lo que se quiera, para Dios es como si se estuviera mudo. Ahora bien, este deseo secreto de Dios, hecho de recuerdo, de atención constante hacia su Reino, y de nostalgia de Dios, puede permanecer vivo también mientras se está obligado a hacer otras cosas. «No puede considerarse inútil, dice San Agustín, y vituperable entregarse largamente a la oración, siempre y cuando no nos lo impidan otras obligaciones buenas y necesarias, ni hay que decir, como algunos piensan, que orar largamente sea lo mismo que orar con vana palabrería. Una cosa, en efecto, son las muchas palabras y otra cosa el afecto perseverante y continuado del corazón. Orar, en cambio, prolongadamente, es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de Aquel que nos escucha. Un autor medieval, anónimo, ha escrito un libro muy famoso, que se titula «La nube del no saber» se inserta en esta misma línea de San Agustín y dice: «No debes, pues, descuidar esta obra de contemplación. Procura también apreciar sus maravillosos efectos en tu propio espíritu. Cuando es genuina, es un simple y espontáneo deseo que salta de repente de tu corazón hacia Dios, como la chispa del fuego. Es asombroso ver cuántos bellos deseos surgen del espíritu de una persona que está acostumbrada a esta actividad en el breve espacio de una hora. Ese impulso no es otra cosa que un puro anhelo de Dios»: Puro o desnudo, porque no desea otra cosa más que a Dios en sí mismo. Anhelo o impulso porque es el acto mediante el cual la voluntad tiende hacia Dios. Del mismo modo que el mar no se cansa de empujar sus olas grandes o pequeñas hacia la orilla, así también el alma en esta oración no se cansa de empujar sus pensamientos y los impulsos de su corazón hacia Dios. El cuerpo participa de ello repitiendo ininterrumpidamente una palabra como «Dios mío», Dios, Dios, Jesús, Jesús, o como dicen nuestros hermanos orientales «Jesús, hijo de Dios vivo, ten piedad de mí» o cualquier otra brevísima invocación, una frase de un salmo, por ejemplo, «mi alma tiene sed de Ti, mi alma está sedienta de Ti».

El cuerpo participa repitiendo ininterrumpidamente una palabra o una frase que sirve sólo para mantener la mente centrada, dándole tan sólo lo indispensable para mantenerla inmóvil. No hay nada que ver ni nada que sentir en esta oración. Esta es una oración que podemos definir con un término que me viene de una experiencia de Italia. Vosotros conocéis que en Italia hay una región que se llama «el Carso», está muy cerca de la Eslovenia, y en esta región hay un fenómeno geofísico muy interesante. Los ríos, tan pronto salen a la superficie como se hunden y no se ven más y recorren el subsuelo. Cuando encuentran un cierto tipo de terreno liso salen a la superficie y si encuentran un tipo de terreno distinto, poroso, descienden y continúan su curso invisible hasta que emergen de nuevo. Nuestra oración puede imitar estos ríos y ser una oración cársica. A veces, cuando cesa la actividad y estamos libres para orar, esta plegaria aflora a la superficie, se hace oración consciente de alabanza, de adoración, de petición. Otras veces, cuando la actividad nos absorbe, la oración desciende hasta el fondo de nuestro corazón y allí continúa en secreto, como una inclinación invisible, inconsciente, de amor a Dios, dispuesta a reavivarse apenas sea posible. De este modo, ésta puede continuar durante el sueño, como dice la Esposa en el Cantar: «Yo dormía, pero mi corazón velaba». He conocido personalmente personas, incluso obreros, obreros metalúrgicos, con un trabajo bastante duro, que tenían el don de esta oración durante largos períodos, incluso de la noche. Por lo tanto, ella, con la gracia de Dios, no despertaba por la noche y tenía la impresión de que su alma estuviese orando porque no hacía más que continuar rezando. Una vez despierto, quería volver a dormirse pensando en lo que le esperaba al día siguiente por la mañana, pero no era capaz de interrumpir una experiencia tan dulce, decía. y por la mañana, al levantarse se daba cuenta de que estaba fresco y descansado como si hubiese dormido toda la noche.



. Los tiempos de sequedad



Sería un grave error cultivar la llamada «oración continua» y descuidar la dedicación de tiempos concretos y específicos a la oración. Es una ilusión cultivar una oración llamada «continua, del Corazón» si no damos tiempos regulares y específicos a la oración. Jesús pasaba noches enteras en oración, pero después se sabe que subía al templo, iba a la sinagoga, para orar junto con los demás, y esto tres veces al día: al amanecer, por la tarde durante los sacrificios vespertinos y al ponerse el sol.



Debemos guardarnos, hermanos, de simplificar demasiado el discurso sobre la oración, hay siempre este peligro de reducir la oración a algo establecido, mecánico. No. No se puede pensar que una vez descubierto un cierto tipo de oración o una cierta técnica o método podemos continuar con él hasta la muerte. No. La oración es como la vida y por lo tanto está sujeta a altibajos. Sin embargo, hay una estación determinada que, tarde o temprano, siempre llega, es el invierno. No nos hagamos ilusiones, se acerca el tiempo en que la oración, como la naturaleza en invierno, se queda desnuda, aparentemente muerta.



Ponerse a orar en estas condiciones de aridez es como salir a mar abierto con una pequeña barca que hace agua, se emplea todo el tiempo en tratar de achicar el agua de la barca que amenaza hundirse. Así, pues, no puedes cruzarte de brazos y contemplar el cielo; cuando llegue el momento de regresar a la orilla te das cuenta de que ni siquiera has podido observar con tranquilidad el azul del cielo y la grandeza del mar que habías venido a contemplar. y que no has pescado ni un sólo pez, sino que lo único que has hecho ha sido achicar agua de 1a barca. Explico el sentido de esta parábola. Nos ponemos en oración para gozar de Dios, para contemplar sus maravillas, escucharlo, descubrir cosas nuevas de El y de nosotros, pero nuestra mente se desvanece y no hace más que llenarse de distracciones, como la barca de agua. Así toda la oración se transforma en una lucha extenuante contra los pensamientos vanos y no hay salida. Es necesario esforzarse fatigosamente. Cuando la lucha es contra las distracciones hay que armarse de paciencia y valor y no caer en el error de creer que entonces es inútil estar allí orando. Es necesario adaptarse humildemente, como hacían los santos, incluso Santa Teresa. Hacer oraciones más breves, tratando de decir aprisa, casi de carrerilla, todo lo que nos urge decirle a Dios. Por ejemplo, «Jesús te amo. Señor, creo y espero en ti. Me arrepiento de mis pecados, perdona todo. Gracias por el don del Espíritu Santo. Gracias porque estás aquí y me escuchas». ¿Cuánto tiempo pensáis que he empleado? Tan sólo unos pocos segundos, ¿verdad? y sin embargo, he dicho lo esencial y Dios ha escuchado. Es necesario redescubrir la hermosura de las así llamadas «oraciones jaculatorias», que ligeramente significan «oraciones breves arrojadas con rapidez como dardos».

Otros, sin embargo, encuentran útil en estas circunstancias repetir lentamente las palabras de oraciones particularmente queridas. «Alguna vez - escribe Santa Teresita del Niño Jesús - si mi espíritu se encuentra en un estado de aridez tan grande que me resulta imposible obtener un sólo pensamiento para unirme al buen Dios, recito muy lentamente un Padrenuestro y después el Angelus. Entonces, estas oraciones raptan y alimentan mi alma mucho más que si las hubiera recitado precipitadamente un centenar de veces».

¿Veis que hay métodos muy diferentes, según las diferentes almas? Cada uno tiene en esto su propio método, que nunca será perfecto y bueno, precisamente porque este es el tiempo del desafío, el tiempo en que debemos tomar conciencia de nuestra radical impotencia para orar y reconocer que, si a veces hemos conocido la oración fervorosa del pasado, ésta era solamente obra de Dios y de su Espíritu.

Es importante, decía, no rendirse, abandonando poco a poco la oración pensando que "se saca bien poco con ello» y empleando el tiempo en el trabajo. Cuando Dios ,"no está" es importante que, al menos, su lugar permanezca vacío y no sea ocupado por ningún ídolo, por ejemplo, por el ídolo del trabajo. Para impedir que esto suceda, es bueno interrumpir de vez en cuando el trabajo para elevar, al menos, un pensamiento a Dios o, sencillamente, por lo menos para ofrecerle algo de nuestro tiempo. Para Dios esta es la flor de la oración, aunque para nosotros sea un comer el pan de nuestros sudores.

En la vida de los Padres del desierto se lee la siguiente anécdota de Antonio el Grande, un maestro de la oración. El santo abad Antonio estando en el desierto, cayó en la acedía (tristeza espiritual, pereza también), ya la vez sufría una gran oscuridad en su alma. y decía a Dios: «Dios, quiero salvarme y no me lo permiten mis pensamientos, ¿qué debo hacer con esta tribulación, cómo me salvaré?». y salió fuera y vio a otro monje que se le parecía mucho, que estaba sentado trabajando, luego se levantaba de su trabajo y oraba. Oraba al modo de los monjes haciendo grandes inclinaciones. y de nuevo se sentaba, tejía una estera de palmas y se levantaba otra vez a orar. Era un ángel del Señor que había sido enviado a Antonio para corrección y salvaguarda y oyó la voz del ángel que le decía: «Antonio, haz esto y te salvarás». y con estas palabras le llenó de alegría y de confianza y obrando así encontró la salvación que buscaba. Antonio había comprendido que no pudiendo rezar largamente sin distracciones debía, al menos de vez en cuando, interrumpir el trabajo para hacer pequeñas oraciones. Quizá aquel ángel nos dice también a nosotros en este momento lo que le dijo a Antonio aquel día: «Haz esto y te salvarás».

Todo esto, decía, no es inútil. ¿Acaso tiene necesidad el Señor de nuestro fervor o de nuestros éxtasis o recibe, tal vez, consuelo de ellos? ¿Qué añaden a Dios nuestros éxtasis? Nada. El necesita y ama nuestra sumisión, humildad y fidelidad. y todo esto lo hace posible precisamente la oración cuando ésta se convierte en una lucha extenuante.



. La lucha con Dios



Existe otro tipo de oración de lucha mucho más delicado y difícil y es la lucha con Dios. No con la propia mente, sino con Dios. Esto sucede cuando Dios te pide algo que tu naturaleza, tu voluntad humana no está preparada para darle y cuando el obrar de Dios se hace incomprensible y desconcertante. Conoció Jesús esta lucha en Getsemaní. "Él - está escrito sumido en angustia, en agonía, insistía más en la oración". Atrapado por la angustia, Jesús no deja de orar, sino que ora con más insistencia. Se convierte en el más sublime ejemplo de la oración perseverante.

En esta situación de aridez y de lucha, es necesario descubrir un tipo especial de oración que podemos llamar «oración violenta». Leo un pasaje de una mística, Angela de Foligno. Dice: «Es algo bueno y muy agradable a Dios que tú ores con el fervor de la gracia divina, que veles y te afanes en el cumplimiento de toda acción buena. Pero es más agradable y satisfactorio para el Señor si, faltándote la gracia, no reduces tus oraciones, tus vigilias, tus buenas obras. Actúa sin la gracia (es decir, sin el fervor) como lo harías cuando la poseías. Haz tu parte, hija mía, y Dios hará la suya. La oración forzada, violenta, es muy grata para Dios», dice. La oración de Jesús en Getsemaní fue una oración violenta. «El - está escrito - se postró rostro en tierra, se levantó, fue adonde estaban los discípulos, se arrodilló nuevamente y sudó sangre». A este momento se refiere la afirmación según la cual Jesús durante los días de su vida mortal ,"ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas".

Esta es una oración que se puede hacer más con el cuerpo que con la mente. A menudo, la voluntad manda sobre la mente y no es obedecida. Por ejemplo, la voluntad manda a la mente perdonar, olvidar una ofensa, y no es obedecida. En cambio, la voluntad manda sobre el cuerpo y el hermano cuerpo tal vez es más dócil que la hermana mente. Hay una secreta alianza entre la voluntad y el cuerpo y es necesario usarla para reducir la mente a la razón. A menudo, cuando nuestra voluntad no puede mandar sobre la mente para que tenga o no ciertos pensamientos, puede mandar sobre el cuerpo. Puede ordenar que las rodillas se doblen, que las manos se unan, que los labios se abran y digan ciertas palabras, como por ejemplo ,"Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo". No hay que despreciar esta oración corporal que a veces es la única que queda. Hay en ella un secreto. Cuando dentro de ti, por ejemplo, todo es un grito de rebeldía o una multitud de pensamientos o de sentimientos hostiles hacia los hermanos, tú vas ante el Sagrario o ante el crucifijo y te pones de rodillas sencillamente delante de El. ¿Qué has hecho? Has puesto a todos los enemigos de Cristo por escabel de sus pies. Simplemente poniéndote de rodillas. Levántate, ya has vencido.

Hay un dicho de Isaac el Sirio, un gran maestro del espíritu, de la antigüedad, que me parece muy hermoso, dice: «Cuando el corazón está muerto y ya no tenemos la más mínima oración ni súplica alguna, ojalá el Señor cuando venga pueda encontrarnos postrados rostro en tierra por siempre». El simple estar con el cuerpo en la Iglesia o en el lugar que has elegido para tu oración, el simple "estar en oración" es entonces el único modo que nos queda para continuar perseverando en la oración.

Dios sabe que podríamos irnos y hacer cientos de cosas más útiles y que serían más gratificantes para nosotros, pero si permanecemos allí "malgastando el tiempo" destinado a El por nuestro propósito, esto es para El perfume de oración.

A un discípulo que se lamentaba de no poder orar a causa de los pensamientos y las distracciones, un monje anciano al cual se había dirigido para pedir consejo, le respondió: «Que tu pensamiento vaya donde quiera si no alcanzas a detenerlo; bien, pero que tu cuerpo no salga de la celda». Es un consejo que sirve también para nosotros. Cuando nos encontramos en una situación de distracciones crónicas, que ya no depende de nosotros el poder controlar, que nuestro pensamiento vaya donde quiera, pero que nuestro cuerpo permanezca en oración. y si no puedes hacer otra cosa, pon de rodillas a tu pobre hermano cuerpo y alzando los ojos al cielo di a Dios: «Señor, mi cuerpo te reza».



. Orando con María



Con todo este esfuerzo aparentemente inútil se obtiene en realidad el Espíritu Santo más que en la oración fervorosa, porque aquí no hay otra cosa más que fe, pura fe. En estos casos debemos recordar que tenemos una Madre que es maestra de oración, María. Hace unos años pasé un tiempo en un pequeño convento de capuchinos en Suiza. Había una niña en el lugar de cinco años, era hija de una mujer que ayudaba en la casa, que venía a menudo a ponerse de rodillas junto a alguno de los frailes que veía orando en el coro, unía sus manitas y mirándole a los ojos decía con toda seriedad: "Venga, hazme rezar". Nosotros podemos imitar a aquella niña pequeña, ponernos en espíritu junto a María y decirle: «Por favor, hazme rezar».

Pidamos a María que sea para nosotros la madrina fuerte y amable que nos prepara al Bautismo del Espíritu (como lo hizo con los apóstoles) y a un nuevo Pentecostés, porque todos necesitamos de un nuevo Pentecostés. Si leemos los Hechos de los Apóstoles, veremos muchos Pentecostés. Ojalá, por su intercesión, pueda ser realidad también para nosotros aquella promesa de Jesús: «Vosotros seréis bautizados dentro de pocos días». Amén. .