EL PADRE NUESTRO

"Es cosa para alabar mucho al Señor cuán subida en perfección es esta oración evangelical, como ordenada de tan buen Maestro, y así podemos, hijas, cada una tomarla a su propósito. Espántame ver que en tan pocas palabras está toda la contemplación y perfección encerrada, que parece no hemos menester otro libro, sino estudiar en éste. Aquí nos ha enseñado el Señor todo el modo de oración y de alta contemplación". (Sta. Teresa, Camino de Perfección, 37,19.)



"Padre Nuestro"

FRANCISCO ARIAS, O,P.

JESÚS fue EL ORANTE. Su estar vuelto al Padre, en comunión íntima con Él, se prolongó en su vida terrena. "El Misterio escondido" lo fue manifestando en su vivir y en su orar.

Engendrado desde siempre, "imagen de Dios invisible", pudo afirmar: El Padre y yo, somos uno (Jn 10,30); procedía de Él (Jn 7,29). La Trinidad "vestida de belleza y majestad, y envuelta de luz como de un manto" (Sal 103,1) es su Familia. Nadie tan Padre como Dios, nadie tan hijo como el Verbo, nadie tan Amor como el Espíritu Santo.



De la Familia de Dios a la familia de los hombres, de la Familia Trinitaria a la de Nazaret, no fue un largo recorrido. Sin dejar de ser el Unigénito (J n 1,14) vino a ser el Primogénito de los hijos de Dios, el hermano de todos los hombres, con un Mensaje: Su Padre es nuestro Padre (Jn 20,17), de quien participamos por medio de Él (Jn 4,20)



Sus pasos de hombre los inició en la familia más rica en sabiduría divina. En ella aprendió la ternura de Dios para con su pueblo elegido, al que libró de la esclavitud llevándolo por el desierto de la mano, dándole de comer, estrechándolo contra su mejilla con gran amor (Jer 31,20). De ellos aprendió el Shemá (Deut 6,4) como hijo del Dios vivo.(Oseas, 2,1). Oraba en casa y en la sinagoga. Oró con los discípulos y entre la gente, en soledad, en lugares retirados, en largas noches de oración y desde la Cruz. Su corazón es un secreto, como lo es su vivir cara al Padre, transparente e ilusionado, desde la pobreza.



El único Padre.



Los hombres religiosos se dirigieron a sus dioses con el nombre de padre. Pero a unos padres lejanos, desentendidos de su vivir, desamorados. No querían hijos, sino esclavos. El terror regulaba sus relaciones. Pero Jesús, Hijo predilecto del Padre (Mt 17,5) nos enriquece con una filiación verdadera (Gal 4,4), para que seamos hijos en el Hijo, amados con amor eterno (Jer 31,3).



Ser Padre es darse, amar antes de que seas hijo, amar gratuitamente. Nosotros somos hijos, no esclavos. El esclavo, teme. El hijo, ama.





"Padre nuestro".



184 veces empleó Jesús el nombre de Padre (siempre ABBA) en tonos y circunstancias diferentes. Su Padre es el Padre de Abraham, Isaac y Jacob (Mc 12,26). El Padre que abarca la historia en su amor. Revelándole, Jesús cumple su misión. EL Padre nos ama (Jn 16,26).

San Pedro asegura: Somos engendrados de una semilla incorruptible (1 Pe 1,23) y participamos de la divina naturaleza (2 Pe 1,4). Y San Juan: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos (1 Jn. 3,1-2).



Oración de hijos



Nos la enseñó Jesús. Preocupado por el Padre (Lc 2,42), nos ofrece su ABBA con la novedad de algo inaudito, con palabras que impactaron profundamente. ¿Con que' acento invocaría Jesús al Padre, para suscitar en los discípulos el deseo de orar así? Era un modo de orar nuevo, brotado del corazón, bañado en la confianza filial, en el abandono. Vosotros, orad así, (Mt 6,19). Cuando se trata de realidades fundamentales, de algo particularmente querido por Jesús, manda: Haced ésto en memoria mía; orad así.



Un regalo.



Jesús no impuso su oración, la ofreció como precioso regalo, cargado de contenido y con sentimientos de Hijo (Jn 17,8). El Padre nuestro solamente se puede rezar como regalo. El mismo lo recita desde nosotros, llevándonos del corazón, como una madre lleva de la mano a su hijo cantándole al corazón.



ABBÁ - ¡Padre!



Es una revelación preciosa de Jesús que manifiesta la intimidad de quien se hizo pobre, niño, que invita a todos los pequeños a entrar en su casa, para participar del ambiente de familia. Como niño, su Papá es fuerte y providente (Mt 6,26), compasivo (Lc 7,36), santo (Jn 10,21), porque es bondadoso, glorioso, para el que todo es posible. Es el Padre atento, enamorado, que está en los cielos.



En el ABBÁ, Jesús lo decía todo. Lo manifestado por los profetas, el Dios santo que llena las páginas de la Biblia de providencia y ternura y la relación de intimidad y gozo que Él vivía para con el Padre y que proclamaba con alborozo como medio para dirigirse a Él. Pero solamente lo entenderán los que pongan su corazón de hijos en el del Hijo predilecto y amado, en el que habita la plenitud de la divinidad.



¿Audaz?



Y asombroso el dirigirnos a Dios como niños, con más mimo que palabras, con ternura confiada y viva. ¿Dónde queda el Dios terrible del Sinaí, el Dios de los ejércitos? Saberlo cercano, como un papá, era demasiado. Como lo es para los que temen a Dios más que lo aman. Pero el Padre es Amor (1 Jn 4,8). El que nos amó, nos está amando, nos amará en su amor siempre nuevo. Hay que entrar en esta dinámica del amor para poder llamar Padre a Dios en espíritu y en verdad. Conocerlo, será dedicación eterna, exultante. Amarlo, gozosa tarea a realizar desde ahora. ¿Quieres conmover a Dios? Llámale Padre. Pero con Jesús. Como Él.



Tiempo nuevo, oración nueva



Jesús estrena un tiempo nuevo y definitivo. No restaura fórmulas. Vivifica palabras, inundándolas de ternura para con el Padre que nos ama y nos cuida como a las pupilas de sus ojos. Él es el que corrió al encuentro del hijo desfigurado en los andrajos del pecado y envolviéndolo en el abrazo del perdón y en la fiesta del regocijo (Lc 15,20).



No mantengamos el corazón en la Antigua Ley del temor ya que Cristo nos ha introducido en la del amor. La liturgia nos alienta a que seamos audaces para llamar a Dios Padre. Sólo en el Espíritu se puede recitar el Padre nuestro. Él pone los sentimientos filiales en los que se atreven a ser niños en la Casa del Padre. .

"Que estás en los cielos"

J. ESTEBAN

AL vez por esa trascendencia y grandeza del Dios Padre - presente en toda la creación el judaísmo acuñó esa expresión maravillosa, que Jesús repite con amor: "Que estás en los Cielos" (Mt 5,16-45). Este recuerdo reverencial que sitúa al Padre en lo más alto, se repite a lo largo del Evangelio. Con Jesús quisiéramos proclamar: "Padre, eres inmensamente superior a nosotros. Te ocultas en la gloria deslumbrante de tu divinidad y de tu cielo maravilloso, que aún no poseemos. Pero cuando lo poseamos contigo, te veremos cara a cara, tal cual eres (1 Jn 3,1) ya sin el velo de la fe.



Aunque estés en los cielos, Tú, Padre celeste, no eres ajeno a las necesidades de tus hijos en la tierra. Jesús, tu Unigénito, nos dijo que lo que dos de nosotros pidiéramos .puestos de acuerdo- lo conseguiríamos de su Padre que está en los Cielos (Mt. 18,19). También nos dijo que en medio de los que se reunieran en su nombre estaría él (Mt. 18,20). Te damos gracias, Señor, por tener el cielo tan cerca, porque cuando los hermanos nos amamos allí está Dios: "ubi cáritas et amor, Deus ibi est". Tú estás donde tus hijos se quieren de verdad. Ese es tu cielo de Padre. Ese es también nuestro cielo.



Te damos gracias por tu respuesta generosa, por el poder de tu gloria que llega a lo más alto del cielo y a lo más profundo de nuestra miseria. ¡Gracias, Padre!

Para el teólogo Joaquín Losada, la invocación que sitúa al Padre "en los cielos" parece, a primera vista, una localización de lejanía, pero no es así. En realidad es la afirmación más honda de su trascendencia y, por tanto, de su plena proximidad. "Los cielos" es la afirmación de una última y más profunda dimensión de la realidad, en la que se encuentra el origen de todo, el Dios Padre, y el término de todo, al que apunta el deseo y la petición del cristiano. Es el horizonte que, como los cielos, envuelve a todo cuanto existe (Hch 17,28).



Para algunos esa expresión podría recordarnos que aquel a quien hablamos está muy lejos, junto a las más altas estrellas y que tan sólo alguna vez nuestra oración puede abrirse paso hasta él. Santa Teresa no lo cree así. Nos recuerda, con decisión, que Dios está en todas partes y sugiere que el cielo en que hemos de buscarle es el silencio de nuestras propias almas.



El Antiguo Testamento, dice Knox, situaba a Dios "en los cielos" para diferenciarlo de los dioses paganos, que tenían sus santuarios en la tierra. Eran dioses protectores de las colinas, bosques y ríos. Nosotros tenemos nuestros propios ídolos, afectos, prejuicios, preocupaciones, que nos distraen de la adoración, atando nuestros pensamientos a la tierra. Por eso hemos de comenzar nuestra oración pidiendo a nuestro Padre que "está en los Cielos", al Dios que está por encima de tantas pequeñeces y tensiones que nos eleve también a nosotros por encima de ellas y nos deje vivir con él al menos durante el tiempo de la oración- en los altos cielos, solos, libres de lazos, atentos, únicamente, a él.



Ese Padre nuestro de los cielos - que, como ellos, lo envuelve todo -, es de una grandeza y de una proximidad misteriosa, que sólo se puede entender desde el amor. .



"Santificado sea tu nombre"



Mª TERESA SIERRA



La Santidad de Dios no es una cualidad o un simple atributo, sino la Esencia misma de su propio SER. Dios, "El que Es" (Ex. 3,14) es el SANTO y fuente de toda Santidad, indefinible como Dios mismo, misteriosa e insondable es, a la vez, revelación y cercanía: "yo manifestaré mi Gloria y mi Santidad y me daré a conocer" (Ez. 38,23).



Dios revela su Gloria y su Santidad por medio de su Presencia liberadora y de su Amor tierno, infinito e incondicional.



Moisés le pide en lo alto del monte: "Déjame ver tu Gloria" (Ex. 33,18) y el Señor pasa delante de él como Presencia amorosa, musitando: "yo Soy Dios clemente y misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad" (Ex. 34,6) y contagiado por la Santidad de Aquél que ha pasado cerca, el rostro de Moisés queda radiante, como una teofanía de la Presencia de Dios (Ex. 34,29).



"Los cielos narran la Gloria del Señor" (Sal.19,2) y la creación entera canta su alabanza: "Santo, Santo, Santo" (Is. 6,1-11; Ap. 4,8) porque Santo es el Padre, el Hijo y el Espíritu, comunidad de AMOR efusivo, que se expande como fuente de vida por todo el universo y como energía creadora.



Jesús es el Santo de Dios.



A Dios nadie le ha visto jamás, sólo el Hijo que está en su seno (Jn. 1,18) solo Él le "conoce" y lo puede revelar (Lc. 11,22) con palabras de vida eterna (Jn. 6,69).

"He manifestado tu Nombre a los hombres y se lo he dado a conocer" (Jn. 17,6), y el Nombre sorprendente del Padre que Jesús revela es el de "ABBA" como alabanza que sale del fondo del corazón es la mejor forma de santificar el Nombre Sagrado.



Jesús es "el Santo de Dios" (Lc. 1,35): "Cuando sea levantado en alto atraeré a todos hacia mí" (Jn. 3,14).



Como bandera plantada en medio de la historia, como mástil en el centro del universo, Jesús crucificado es foco de Amor que ilumina a toda la humanidad y muestra el rostro, la sabiduría y la santidad de un Dios capaz de entregarse por los hombres hasta el extremo (1 Cor. 1,24; Jn. 14,18).



"¡Contempladle y quedaréis radiantes!" (Sal. 34,6), porque la santidad de Jesús es contagiosa y quien le mira, descubre la Gloria de Dios (Jn. 1,14). "De su plenitud todos hemos recibido la Gracia y la Verdad" (Jn. 1,16).



Santificado sea tu nombre.



Del Amor del Señor está llena la tierra (Sal. 33,5). En esta primera petición rogamos que todo el universo sea alabanza gozosa a su Creador, que su Santidad se desborde en todas sus criaturas, "entonces nadie hará daño, ni nadie hará mal, porque la tierra estará llena del conocimiento de Dios, como las aguas cubren el mar" (Is. 11,9).



Como frasco de perfume que se rompe, del costado de Jesús atravesado por la lanza, se derrama la fragancia de su Santidad a toda la creación. Cuando decimos "santificado sea tu Nombre", pedimos que el corazón de cada hombre se abra a su Presencia, a su Acción Santificadora, para ser transformados por Él: "ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal. 2,20).



Rogamos que el agua que fluye del corazón abierto de Cristo, sea fuente de limpieza y de sanación llena de vida y de esperanza para toda la humanidad (Ez. 47; J n. 19,29-30).



"Si alguno tiene sed que venga a mí y beba, y de su seno correrán ríos de agua viva" (Jn. 7,38). Esto decía refiriéndose al Espíritu que habían de recibir.



Sólo el Espíritu de Dios, el Don de Jesús (Jn. 4,10), el gran regalo de la Pascua, es el Santificador, que canaliza el agua que brota del corazón de Cristo (Jn. 19,29-30). "Sed Santos como vuestro Padre" (Mt. 5,48), dejaos ungir de su Santidad.



"Brille así vuestra luz delante de los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt. 15,16). .



"Venga a nosotros tu Reino"

AMANDO SANZ s.j..



Al enseñarles el "Padre nuestro" a los Apóstoles, Jesús no nos dejó una fórmula para recitar o rezar, sino más bien los puntos principales que teníamos que tratar con Dios o pedir nos los concediera. La segunda petición es: "Que venga tu Reino". En ella hay dos aspectos a considerar. Uno es el escatológico, es decir: el establecimiento del Reino de Dios después del Juicio Final. De ese aspecto no queremos tratar ahora. El otro aspecto es: La venida del Reino de Dios a cada cristiano durante la vida presente. A este sentido nos vamos a referir en el presente artículo.

El Reino de Dios que pedimos es el vaticinado constantemente por los profetas en el Antiguo Testamento. "Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono estará firme eternamente" 2 S 7,16. "Suscitaré a David un vástago legítimo; reinará como rey prudente..." Jer 23,5.

La espera del reino de Dios constituye también el elemento esencial de la literatura judía no canónica. Con frecuencia se concreta esta espera en forma política: se espera la restauración del reino davídico por el Mesías. Pero las almas más religiosas saben ver en ello una realidad esencialmente interior. A esta esperanza fuerte, pero ambigua va a responder el Evangelio del Reino.

Esta esperanza recoge la predicación de Juan Bautista y de Jesús: "El Reino de Dios viene sin dejarse sentir..." Lc 17,2021. "Creían ellos que el Reino de Dios aparecería de un momento a otro" Lc 19,11. "No estás lejos del Reino de Dios" Mc 12,34. "Que esperaba también el Reino de Dios" Mc 15,43; y también la escena de la entrada en Jerusalén Mc 11,10.



El reino está cerca.



Es innegable que hablando del Reino de Dios, Jesús echó mano de un tema familiar a sus oyentes. El hecho en sí no es ninguna novedad. Lo nuevo y lo que constituye el Evangelio, es decir la Buena Nueva que Jesús anuncia y encomienda a los Apóstoles, es la afirmación de que: "se ha cumplido el tiempo" y que el Reino está ya cerca; "Convertíos porque el Reino de los Cielos ha llegado" Mc 1,15; Mt 3,2. "Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca" Mt 10,7. Otras citas: Lc 10,9.11; Lc 21,31. Por lo tanto, el momento futuro que predicaban los profetas está a punto de convertirse en realidad.



Jesús anuncia el Reino con su Palabra: "También a otras ciudades tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino, porque para esto he sido enviado" Lc 4,43, "Ysucedió a continuación que iba por ciudades y pueblos proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino" Lc 8,19; "La Ley y los Profetas han llegado hasta Juan; desde ahí comienza a anunciarse la Buena Nueva del Reino de Dios, y todos se esfuerzan por entrar en él", Lc 16,16.

Normalmente Jesús predica por medio de parábolas; pero su predicación va acompañada de obras: cura a enfermos, arroja demonios, realiza actos de poder: milagros, signos.



Jesús no es sólo predicador del Reino, es a la vez el Reino mismo. Donde está Jesús, allí está el Reino. Jesús, al predicar el Reino, se predica a sí mismo. El Evangelio no es sólo el mensaje de Jesús, sino también el mensaje sobre Jesús, y por eso la entrada en el Reino está absolutamente condicionada por la fe en Jesucristo.



La entrada en el Reino. El problema está en saber si se entra o no se entra en el Reino; si viene a tí, o no viene el Reino. No es una simple proclamación o noticia, la del Reino, sino también una llamada al arrepentimiento y a la fe. "Arrepentíos y creed en el Evangelio" Mc 1,15. El arrepentimiento lleva consigo el gran cambio, la transformación del hombre, el abandono de su propio reinado y el de su justicia personal para reconocer la realeza de Dios y su justicia.



Hacerse como niños.



El Reino de Dios se consigue por medios absolutamente distintos de los medios de este mundo. Aquí se utiliza el ingenio propio, el esfuerzo propio, las influencias humanas, el poder, el dinero... El Reino de Dios, por el contrario, se regala como un don; por eso Jesús nos enseña a pedirlo todos los días: "Padre, que venga tu Reino" El Reino de Dios tiene que venir todos los días, porque mientras vivimos en este mundo siempre estamos tentados a utilizar nuestro propio reino y a salirnos del Reino de Dios.

San Pedro cuando se apoyó en el Reino, en Jesús, anduvo sobre las olas; cuando se apoyó en sí mismo se hundió. Cuando echó las redes en el nombre de Jesús las llenó. Cuando los Apóstoles predicaban en nombre de Jesús, expulsaban demonios y sanaban enfermos.

El Reino de Dios se concede a los que lo esperan, lo buscan y aspiran a él como a su único tesoro; se concede a los pobres: "...vuestro es el Reino de Dios" Lc 6,20; a los humildes y pequeños: "si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos" Mt 18,3; al que nace de lo alto, de agua y de Espíritu. Cfr. Jn 3,3-5; al que ha dejado todo por Él: "Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo por mi parte dispongo un Reino para vosotros..." Lc 22,28-29; al que está dispuesto a seguir a Jesús por el camino de la renuncia y del sacrificio. "Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios". Lc 9,62.

Pero no todos entrarán en el Reino, porque si todos son llamados, no todos serán elegidos; se expulsará al comensal que no lleve el vestido nupcial, - que no acepta las reglas del juego, o que tiene sus propias reglas -, Mt 22, 11-14; habrá separación de la cizaña y del buen grano Mt 13,24-30; selección de peces Mt 13,47-50; rendición de cuentas Mt 20,8-15; todo ello exige una vigilancia hasta el final Mt, 113. El Sermón de la Montaña es el compendio de la Nueva Ley del Reino practicado y predicado por Jesús. La entrada en el Reino se identifica con la fe en Jesús.



"Hágase tu voluntad "



PILAR SALCEDO



Vivir con Dios, como una persona amada, supone una constante entrega, por amor, a su voluntad. ¿Lo quieres, Señor? ¡Yo también lo quiero! No se puede seguir a Cristo sin estar, como Él, entregados en cada momento a la voluntad del Padre.



Apenas toma Jesús nuestra carne, brota enamorado el primer saludo: ¡Padre! "He aquí que vengo a cumplir tu voluntad" (Hbr 10,9). Al final, sintiendo cercana la muerte, nos dirá en su despedida: "Ya no hablaré muchas cosas con vosotros... pero ha de saber el mundo que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn 14,30-31).



Este comienzo y final encierran toda la vida de Jesús, absolutamente dedicada a cumplir la voluntad de su Padre. Sus palabras últimas nos dan la clave: Hago lo que el Padre me ha indicado, es decir, realizo la misión para la que el Padre me ha enviado al mundo. Como Jesús, todos tenemos una misión que cumplir y hemos sido enviados para realizarla. Esto es hacer la voluntad de Dios.



Alimentarnos del querer de Dios



Dios, que nos ama, que quiere que participemos junto a Jesús en su vida trinitaria, nos trae al mundo para prepararnos a este destino maravilloso. Y es esto lo que da pleno sentido a nuestra vida. Estamos aquí para cumplir esta voluntad de Dios sobre nosotros. Y es lo único que debe importarnos, pues de nada servirá hacer lo que queramos, por grande y heroico que sea, si no es lo que Dios quiere de nosotros. Es como si, tratando de dirigirnos a Bilbao, cogemos el AVE de Sevilla.



A pie corría Jesús los caminos y, cansado y hambriento, se sentó en el brocal del pozo de Sicar. Los apóstoles le trajeron pan, pescado en salazón y alguna fruta: "Maestro, come". "Yo tengo una comida que vosotros no conocéis... Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4,31-34).



Hacer lo que Dios quiere que hagamos debería ser el único alimento de nuestra vida. Oiríamos así ese elogio estremecedor con que Jesús nos presenta a la multitud que le rodea: "Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumple la voluntad de mi Padre Celestial ese es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,48-50). Que el hacer lo que Dios desea, nos una a Él con ese lazo maternal, tan entrañable, es algo que conmueve hasta el infinito.



Lo que Dios nos pide

La voluntad de Dios se manifiesta en nuestra vida de dos modos diferentes: aquello que depende de nosotros y lo que nos viene dado. En el primer caso, la voluntad de Dios se realiza a través de nuestras actuaciones, haciendo lo que Dios pide de nosotros, dentro de las circunstancias concretas de nuestra vida. Por eso hay que estar muy atentos a todos los deberes. La palabra deber - que suena hoy tan mal hasta en gentes de bien - no quiere decir más que esto: hacer lo que Dios nos pide. Sería caer en un error, que se llama "quietismo", no hacer las cosas que dependen de nosotros pretextando un abandono absoluto en Dios. Ocurre que Dios cuenta con nosotros y, poniendo los medios que El nos ha dado, hacemos también su voluntad. Si enfermamos, por ejemplo, desea que busquemos al médico para que nos cure y no que nos dispongamos a bien morir. Algunas personas, prefieren recibirlo todo en directo de Dios, como caído del cielo, sin más. Pero Dios, que nos quiere humildes, suele emplear las causas segundas, usar otras criaturas y, de donde menos lo esperamos, nos llega su voluntad. Por eso hay que estar atentos y mirar también por el suelo, escoba en mano, por si se esconde allí la dracma de nuestra vida.



Siempre desconcertados



Otro lugar donde Dios nos espera es en el momento presente, en lo que tenemos entre manos. El pasado se nos fue y el futuro aún no ha llegado. Sólo el presente es nuestro y es lo único que podemos dar a Dios cumpliendo lo que en ese momento nos pida. Y pide bastante. Pero ésto nos da mucha paz: todo lo que esta fuera de las posibilidades reales del presente, está fuera de lo que Dios quiere de nosotros. No nos llamará el Señor por ahí. Los santos se hicieron santos viviendo las realidades que Dios puso en su vida real- no soñando caminos raros. Son innumerables los que pasaron inadvertidos para los que vivieron junto a ellos.



Como somos muy poca cosa, sólo una pequeña parte del ancho mundo que nos envuelve depende de nosotros. Lo demás nos viene dado. Entonces, lo que se impone es acoger. Aceptar. Abrirnos a todos los imprevistos, a todo lo que echa por tierra nuestros planes... En "El coraje de tener miedo" Molinié lo dice bien claro: "Dios no deja de desconcertarnos hasta que le veamos la cara. Los santos son eso, gentes que un buen día aceptaron estar siempre desconcertados".



Sin querer, ha salido la palabra santos. Realmente es desconcertante esa voluntad de Dios para con nosotros, tan claramente manifestada a pesar de nuestra pequeñez: "Sed santos, porque Yo soy santo". Fue el lema, aún en vigor, de la última Asamblea Nacional. ¡Ser santos! ¡Santos con la santidad de Dios! Algo nos sobrecoge, algo que da vértigo... y podríamos caer en el error de lanzarnos a lo grandioso. Para curarnos en salud, nos vamos a Nazaret, un pueblo, entonces pequeñísimo, donde todos se conocían. Por eso los vecinos se asombran al oír hablar a Jesús en la Sinagoga: " ¿De dónde le viene esto? ¿ Y qué sabiduría es ésta? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María...? (Mc 6,23). Treinta años había vivido Jesús con ellos. Treinta años alimentándose de la voluntad de su Padre, haciendo la obra que Dios le había mandado... y nadie notó nada. Fue sólo un hijo de familia, ayudando a sus padres con su trabajo de carpintero.



Cazando leones



Porque olvidamos esto, llenos de la mejor voluntad, queremos hacer por Dios grandes cosas. Nos pasa como al protagonista de una novela de Daudet que, apasionado por los safaris, se ponía el salacot, cogía la escopeta y salía a cazar leones al pasillo de su casa... y no encontraba ninguno. No suele haber leones en nuestras casas, pero sí muchas de esas pequeñas cosas que se dan en todas las familias: discusiones, facturas, paro, el tener que cocinar todos los días, ese callar a tiempo tan difícil, el teléfono que nadie coge, los nervios, el cansancio. En todo eso está Dios. En todas las circunstancias de nuestra vida. En todos los adverbios de lugar, tiempo, modo, compañía... y si acogemos ahí la voluntad de Dios, si mantenemos el tipo y la sonrisa, habremos cazado más de un león. Por eso no estaría de más que - al levantarnos cada mañana tratemos de acoger lo que nos trae el día, oteando con amor nuestra selva particular: "¡Leones a mí!". Estas invisibles y humildes cacerías dan mucha gloria a Dios, muy poca a nosotros y hacen felices a los que viven a nuestro lado.



En realidad no hacemos la voluntad de Dios soñando con grandes proyectos, sino acogiendo con amor lo que el presente nos trae cada día. Sea lo que sea. Bueno o malo. Por eso alguien ha dicho con razón: "Todo lo que sucede es adorable".

"Danos hoy nuestro pan de cada día "

JOSÉ Ma BAZ. S.J..

PADRE nuestro... "El pan nuestro". Oración sencilla, transparente, filial, fraterna, siempre actual. Los primeros cristianos la rezaban tres veces al día, pidiendo el pan de cada día, el pan corporal y el espiritual, sin distinguir mucho cuál era el primero y cuál el segundo porque los dos son necesarios.



- El "pan" es un tema vivo y vital en los evangelios. Marcos lo cita hasta 21 veces. Es el símbolo más apto para significar fa plenitud de todos los dones de Dios. Todo está santificado: "hacer nacer la hierba para las bestias y las plantas para el servicio del hombre, para sacar de la tierra el pan" (Sal. 104,14)



- El pan representa no lo superfluo, sino lo necesario; es un medio de subsistencia: al que le falta el pan le falta todo: "Si Yahvé está conmigo y me protege en mi viaje y me da pan que comer... Yahvé será mi Dios" (Gen. 28,20).



- El pan en abundancia es bendición de Dios; "no vi abandonado al justo ni a su prole mendigar el pan" (Sal.37,25); y su carencia es castigo del pecado; "Con el sudor de tu rostro comerás el pan" (Gen. 3,19).



- El pan abarca más que la comida. Es también el trabajo, la cultura, la fraternidad, el amor; es la Palabra de Dios, alimento del alma, que vence las tentaciones (Lc. 4,1-13); es la vida de Dios, su Cuerpo hecho "eucaristía", y es también "comunidad", relación humana y hasta evangelización. Todo lo que el hombre, hijo de Dios, necesita para vivir, desarrollar su vida y comunicarla a los otros, todo es el "pan de cada día".



Pedir el pan.



"Danos el pan de cada día". Es el grito de confianza del hijo al Padre que lo puede todo y no da una piedra o una serpiente en su lugar, sino que nos da hasta el Espíritu Santo, don supremo del Padre.



Es la súplica que implica una lección de sobriedad -¡no lo tenemos!- y de solidaridad con nuestro mundo que pasa hambre. Si Dios nos ha dado la vida, necesitamos que nos la sostenga. Y nuestro Padre nos pide que pidamos no sólo mi pan, sino nuestro pan; el que no llega cada año a más de 40 millones de hermanos nuestros que se mueren por falta de él.



Hambre del pan de la tahona y hambre también de la Vida de Dios, de su Palabra. Para estas dos hambres: "Danos el Pan que Tú sembraste y que haces Eucaristía en tu Hijo. "Porque no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4).



Pan "nuestro", el de mis hermanos, no sólo el mío, para mí, sino el de todos "con el que somos agraciados por Dios mediante su siervo Jesús" (Didajé, 10,3). Dánosle para que nos sintamos hermanos, al recibirlo de Ti, que eres Padre de todos. Tu "dar" forma familia, une, nos hace abrirnos a los demás. Comer el pan con otro es ser su amigo, casi su íntimo: "El que come mi pan levantó contra Mí su calcañal" (Jn.13,18).



Pedir pan es pedir la capacidad de producirlo, pero también la generosidad de distribuirlo. Para lo primero intervienen las manos, la inteligencia, la técnica; para lo segundo, el corazón, el amor, la gratitud a Dios.



Dios nos lo da.



Y el dar de Dios la glorifica, porque Dios es amor y el amor exige comunicarse, compartir la que se es, la que se hace, la que se nos ha entregado.



Dios nos la da en abundancia (2R. 4,42-44); lo multiplicó en manos de Jesús:

- para saciar el hambre de los que le seguían sin provisiones para escuchar su Palabra (Mt. 14,20).

- para romperlo en sus manos la noche del Cenáculo y repartirlo entre los suyos - entre nosotros- hecho Pan de Vida, presencia sacramental, viático para llegar al banquete eterno.

- para "descubrirse" en Emaús y hacer recobrar el entendimiento de las Escrituras, la esperanza perdida, la vuelta a los hermanos.



El pan es Jesús.



"En verdad... es mi Padre el que os da el verdadero pan de cielo, porque el pan de Dios es el que bajó del cielo y da la vida al mundo"(Jn. 6,32-33). "Yo soy el pan de Vida. El que venga a Mí no tendrá hambre" (6,35). "Si uno come de este pan vivirá para siempre y el Pan que Yo le voy a dar es mi carne para la vida del mundo" (6,51).



"Pan", "carne" dada, entregada, rota, repartida, ya como Palabra, ya como víctima ofrecida en sacrificio. Cada día Cristo, cada día el Pan de su Cuerpo, su vida que es nuestra vida, nuestro alimento. Jesús es el Pan que - como el maná (Ex.16,1-36)- se convierte en el sustento de su pueblo en el desierto y en el alimento del festín mesiánico de los elegidos (Jr.31,12), en el don supremo de la época escatológica (Is.30,23).



Jesús es el Pan que las primeras comunidades cristianas "partían por las casas y tomaban con alegría y sencillez de corazón" (Hch,2,46).



Jesús es el pan-ofrenda, agradable a Dios no sólo cuando lo depositamos en el altar, sino también cuando, hecho hogaza, lo ponemos en la mesa de los hombres, en las manos de los pobres. El pan que se transubstancia en el Cuerpo de Jesús y que, a su vez, se convierte, por amor, en el pan que nos piden los Lázaros de todos los tiempos (Lc.16,19-31) y el que nos va a colocar a la derecha el día del juicio (Mt.25,31-46). .



"Perdónanos nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden"



M" ELISA IGLESIAS.



Esta petición es sorprendente. Si sólo comprendiera la primera parte de la frase: - "perdona nuestras ofensas -, podría estar incluida, implícitamente, en las tres primeras peticiones de la Oración del Señor, ya que el sacrificio de Cristo es "para la remisión de los pecados". Pero, según el segundo miembro de la frase, nuestra petición no será escuchada si no hemos respondido antes a una exigencia". (Catecismo de la Iglesia Católica n° 2838).



Ayúdanos a perdonar



Transformada esta petición en respuesta sería: "Te perdono, si tú perdonas a los que te ofenden". Es una condición que el Señor nos pone para recibir su perdón. Recordemos la parábola del siervo sin entrañas (Mat 18,23 y 55). En ella el Señor recrimina a este siervo que, tras ver perdonada su deuda, exige a sus deudores que le paguen lo que le deben y, al no poder hacerlo, les castiga duramente.



"Siervo malvado, yo te perdoné toda la deuda porque me lo suplicaste; ¿no debías tú compadecerte de tu compañero del mismo modo que yo me compadecí de tí?



El Señor le entrega a los verdugos. "Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano.

¿Quién está limpio de pecado? Al rezar esta petición nos confesamos pecadores, "deudores" con el Dios Amor, el Dios del Perdón, con aquél que le contestó a Pedro cuando le preguntó: "Señor ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?" (Mat. 18,21-22) "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete".



Señor, ayúdanos a perdonar como Tú, a olvidar como Tú, a disimular una ofensa como Tú, que desde la cruz concediste un indulto universal: "Padre, perdónales que no saben lo que hacen" (Lc. 23,34) Y a la mujer adúltera le dijiste: "Nadie te ha condenado?" "Nadie, Señor". "Tampoco yo te condeno"(Jn 8,10-11).



Y nosotros, ¡cuántas veces hemos cometido adulterio que, en suma, no es otra cosa más que idolatría! ¡Cuántas infidelidades!, Y para mí, para tí, quienquiera que seas, son estas palabras en el eterno presente del Dios Amor: "Yo tampoco te condeno".



A la pregunta del escriba" ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?" Jesús le contesta: "Amarás al Señor tu Dios... (Mc 12,28-30), y aunque le preguntó por el principal, Jesús quiso dejar claro que había otro muy importante y necesario: "El segundo es, amarás a tu prójimo como a tí mismo" (Mc 12,31).



Perdón incondicional



Por si esto fuera poco, amar al otro como a mí mismo, y, en consecuencia, disculparle, perdonarle como a mí mismo, nos da ese mandamiento novedoso que nos compromete a la hora de juzgar a los hermanos: "Os doy un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros como yo os he amado". En esto se conocerá que sois discípulos míos, si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,3435).



Con este mandato nuevo no debe quedarnos duda de que el amor y, en consecuencia, el perdón deben ser incondicionales, porque yo no puedo amarme ni perdonar mis fallos, si no me acepto como soy y, por tanto, no aceptar ni perdonar a mi hermano; pero el Señor va más allá: "Como yo os he amado"; y ¿cómo nos amó?: entregando su sangre para el perdón de nuestros pecados (Mt. 26,28).



¡Y tú y yo y tantos y tantos sintiéndonos ofendidos por cosas más o menos graves, que nos cuesta perdonar y, sobre todo, olvidar!



Cuando tu corazón se siente herido en algún momento por el odio, la indiferencia, el desprecio, el no ser tenido en cuenta... recuerda: Setenta veces siete tienes que perdonar y gritarle a Dios: Padre, ayúdame a perdonar, y esto una y otra vez. Siempre que te venga el recuerdo que te hiere; alaba al Señor por la persona que te ha ofendido y también por la ofensa recibida.



Perdón y reconciliación.



"No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión". "El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí". ( Catecismo de fa Iglesia Católica n° 2844).



Cuando Jesús enseña a orar a sus discípulos con la oración del Padre nuestro, añade: "Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas" (Mt 6,14-15).



Pasar por la vida perdonando es hacer Evangelio con Jesús, disimulando ofensas, acortando distancias, vendando heridas, en una palabra, AMANDO con ese AMORde que nos habla Pablo en la 1 a Corintios 13: "El amor es paciente, servicial, todo lo excusa, todo lo perdona".



Así y solo así podremos comulgar con Dios y con nuestros hermanos y, al recitar el "Padre, perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden", habrá fiesta en el cielo, porque el Señor se complace de que sus discípulos se amen.



"No nos dejes caer en la tentación "



CONCHA BRIZ



¿Hay algún santo que no haya sido tentado? El primero de ellos, San José, no escapó a la prueba. Una aplicación matemática nos llevaría a la regla de tres simple y directa: a más santo, más tentado. S. Jerónimo, Santa Teresa, S. Francisco... podríamos llenar páginas con el nombre de tantos y tantas. Sus vidas tendrían un denominador común: TENTADOS, pero no aniquilados. Y es que tentación no supone necesariamente caída, muerte. Por el contrario, puede engendrar vida y vida abundante.



¿Pediremos entonces a Dios que nos ponga a prueba, que nos bendiga con la tentación? Si recorremos la historia individual del hombre y la mujer, o de la comunidad social cristiana o no cristiana, su debilidad humana se pone inmediatamente de manifiesto, por la que es preciso gritar: ¡NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACION! Esta petición que nos enseñó el mismo Jesús, descubre nuestra impotencia, pero también nuestra confianza en Dios que "no permite que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas". El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa así: "...pedimos a Dios que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate entre la carne y el Espíritu; imploramos el Espíritu de discernimiento y de fuerza" (no 2846).



Hay que huir de una comprensión moralizante de las tentaciones para llegar a su raíz: la propia naturaleza humana. El pecado es una realidad histórico-humana. Toda la Biblia da testimonio de cómo los hombres y mujeres de cualquier época, cultura o situación, son sometidos a prueba, a tentación. Efrem Bettoni en uno de sus libros comenta: "No me maravillo de que nuestros primeros padres se hayan dejado seducir por las astutas proposiciones de Satanás, sino de cómo el autor bíblico, con trazos ingenuos, ha logrado delinear con exactitud sorprendente, el drama eterno del hombre colocado entre Dios y Satanás. Cuando Dios creó al hombre libre, en cierto sentido se expuso a un riesgo, porque dejar a una criatura en libertad para convertirse, mediante la obediencia y el amor, en hijo suyo, significa aceptar también la posibilidad de hacer de él un rebelde". Efrem deja al desnudo nuestra pobre condición.



Cómo librarnos de la tentación



Urge no ser ingenuos. Es hora de tomar entre nuestras manos lo que somos, y aceptar que a la largo de la vida, todos y cada uno, mantendremos una batalla intentando "no dejar resquicio al diablo" - Ef 4,27- que "como león rugiente anda buscando a quien devorar" por eso el apóstol nos advierte: "resistidle firmes en la fe" - I Pe 5,8-. Si sucumbimos en la lucha, podemos ponernos de nuevo en pie rogando humildemente: "haznos volver a ti, Señor, y volveremos" - Lm 5,21a-. Pero que no nos asuste esta realidad, porque el mismo Jesús fue tentado y "sometido a la prueba" - Heb 2,18- por lo que "ofreció a Dios oraciones y súplicas a gritos y con lágrimas" - Heb 5,7-. Se enfrenta con Satanás personificación del tentador y del Maligno y aparece como un radical desenmascarador del "padre de la mentira", por eso dirá: "yo soy la verdad" - Jn 14,6- y pondrá al descubierto la tiniebla: "yo soy la luz del mundo, el que camina en mi no anda en tinieblas".



¿Cómo librarnos de la tentación si sabemos que "el discípulo no puede ser más que su maestro, ni el siervo más que su Señor?" Está claro que no nos libraremos de tentaciones mientras dure nuestra existencia, pero la actitud de Jesús nos aporta luz para conformar nuestra vida a la voluntad del Padre. "Se despojó de su condición divina" - Filp 2,7- de ese modo nos capacita para "el despojo". La tentación le quería inducir a que exteriorizase su esencia, a que transformase su existencia en poder, a dominar, a ser "extraordinario". Pero eligió ser pequeño, quiso ser hermano para todos, amigo de los atribulados. "No pecó" - Heb 4,15- pero quiso hacerse solidario del pecador. Luchó contra el pecado en favor del pecador.



Si nos adentramos en las tentaciones de Jesús, podemos quedar sobrecogidos. Sólo la fe arrodillada puede contemplar este misterio. Es importante percibir a Jesús como el que va delante viviendo lo que nosotros estamos llamados a vivir. La tentación puede ser también para nosotros motivo de renuncia a los éxitos, a la fama, a la autosuficiencia, a... para estar como Jesús, cerca de todos y, ¿cómo no?, la ocasión para un amor humilde, perseverante, un amor recompensado. Dice la Escritura "feliz el hombre que soporta la prueba, porque superada la tentación recibirá la corona de la vida que ha prometido Dios a lo que ama" - Stg 1,12-. Es también Santiago quien nos invita a la alegría a causa de la tentación: "Considerad como un gran gozo el estar rodeados por toda clase de pruebas" - Stg 1,2-. Para nosotros es muy difícil, no así para el Señor atento siempre a nuestro grito de socorro. "Te acercaste el día que te invoqué, dijiste: ¡no temas!" - Lm 3,55-57-.



Dejar a Dios ser Dios



Jesús cargó con nuestra pobreza y oró por nosotros: "Padre, no te pido que los saques del mundo sino que los protejas del Malo" - Jn 17, 15-. La oración de Jesús alejaba al tentador. Oraba con insistencia y confianza. Nos enseñó a orar para no poner la confianza en nuestras fuerzas, sino en Dios: "Velad y orad para no caer en tentación porque el espíritu está pronto pero la carne es débil" - Mt 26,41-. ¡Velad y orad! El libro "Sabiduría de un pobre" nos recuerda esto con mucha fuerza: "...no llegarás a ello luchando sino adorando". Adorar que es orar humildemente, dejando a Dios ser Dios.



Posiblemente desde nuestro cansancio, pero sobe todo desde nuestra confianza, oramos: Padre nuestro, NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACION de:



* Olvidar que nuestro adversario ronda buscando a quien devorar.

* No reconocer las tentaciones allí donde se encuentran.

* Olvidarnos que somos débiles y que necesitamos constantemente tu ayuda

* No creernos capaces de hacer lo que cualquier hombre o mujer hace, por baja que nos parezca su conducta.

* Olvidar que hay una ley en nuestros miembros que nos empuja al mal.

* Darnos por vencidos ante lo prolongado de la lucha.

* Desanimarnos por experimentar tentaciones... que todos tendremos hasta la muerte.



Juan Pablo II en su Encíclica Christifideles Laici ora así a María: "...en tu corazón de Madre están siempre presentes los muchos peligros y los muchos males que aplastan a los hombres y mujeres de nuestro tiempo... Virgen Madre, guíanos, sosténnos para que vivamos siempre como auténticos hijos e hijas de la Iglesia de tu Hijo". Ella que no conoció pecado, suplica por los pecadores, con Cristo es Mediadora. La sombra de pecado nos acompañará a lo largo de la vida hasta la muerte, pero Santa María, la gran intercesora, sin duda ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte para que Dios NO NOS DEJE CAER EN LA TENTACION. AMEN.



"y líbranos del mal. Amén".

CEFERINO SANTOS, s.j.

Hacemos la última petición a nuestro Padre del cielo: La séptima petición del Padre nuestro: "Líbranos del maligno". Y la hacemos porque Cristo nos lo pide y porque el mal EXISTE. "Esta petición concierne a cada uno individualmente, pero siempre quien ora es el "NOSOTROS", en comunión con toda la Iglesia y para la salvación de toda la familia humana" (Catecismo de la Iglesia Católica, n° 2850).



El ámbito de la séptima petición



Con referencia al sujeto que ora, esta súplica alcanza a toda la comunidad de creyentes de todos los tiempos y a toda la Iglesia orante con Cristo a través de los siglos y hasta el final de la historia. Con respecto a sus destinatarios, esta petición abarca a toda la familia humana, necesitada de salvación. El objeto o término de esta súplica incluye todo tipo de males a los ojos de Dios: males del orden espiritual y moral, deterioros psicológicos y fisiológicos, males exteriores e internos, provenientes de la naturaleza material, de los hombres y de los demonios, males pasados, presentes y futuros.



Para San Cipriano, en su tratado De oratione dominica (año 251), esta "última invocación recoge brevemente todo lo que habíamos pedido antes: ¡Mas líbranos del mal!".



La liberación del mal en su sentido originario



El "Catecismo de la Iglesia Católica" (1992) subraya el sentido directo y primordial de esta petición: "En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El "diablo" ["dia-bolos"] es aquel que "se atraviesa" en el designio de Dios y en su obra de salvación cumplida en Cristo" (Cat IC 2851).



Cristo mismo oró por los suyos para que fuesen liberados de la actuación destructora: del Maligno: "Simón, Simón, le dice a Pedro antes de su Pasión -; mira que Satanás ha querido cribaros como al trigo. Pero yo he pedido por ti para que no pierdas la fe" (Lc 22,31). Satanás se presenta como un ser personal maligno. Por eso, cuando Cristo ora al Padre por sus discípulos antes de la Pasión, debemos entender en un sentido personal el "guárdalos del Maligno" (Jn 17,15), en vez de "guárdalos de la maldad". "Al nacido de Dios, nos dice San Juan, no le toca el Maligno ['o poneròs, masculino singular] (1 Jn 5,18)1. La oración de liberación del maligno en el Padrenuestro tiene un alcance inacabable, pues "el mundo entero está en poder del maligno" (1 Jn 5,19). Hay que orar por todos los hombres atacados por el diablo en las más diversas formas: tentaciones, obstáculos, opresiones y obsesión, de origen demoníaco, infestaciones, ataduras y posesiones diabólicas.



Otras liberaciones



El campo del mal es amplísimo en el mundo en que vivimos. Las desdichas que rodean a la humanidad son innumerables. Y pedimos liberación de todas. Líbranos, señor, del mal definitivo del infierno, "del lago de fuego y de la muerte segunda" (Ap 20,14). Pedimos también la liberación de la muerte primera, a la que estamos sometidos por el pecado, a través de la victoria sobre la muerte por la resurrección en Cristo: ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? (1 Cor 15,55). Y cada día pedimos liberación del gran mal del pecado que nos aparta de Dios. La victoria la tenemos por medio de nuestro Señor, Jesucristo (1 Cor 15,57). Pedimos también no morir en pecado grave, esclavos de Satanás.



La tradición cristiana de la liberación de la enfermedad, como mal, quedó reflejada en la añadidura al texto de los Hechos de los Apóstoles (5,15), cuando se nos dice que el Señor utilizaba la sombra de Pedro para que los enfermos "quedasen liberados de sus enfermedades". Podemos, pues, pedir la liberación de la enfermedad en el Padrenuestro.



Los maravillosos efectos de la petición de liberación.

San Juan Crisóstomo conocía los efectos de esta oración de liberación, que el Padrenuestro nos enseña: "Tú verás - nos dice en sus Catequesis- milagros más grandes y más fulgurantes que cuando los judíos salieron de Egipto. No viste al Faraón ahogado con sus ejércitos, peor has visto al demonio sumergido con los suyos. Los judíos traspasaron el mar; tu has traspasado la muerte. Ellos se liberaron de los egipcios, tu te has visto libre del maligno. Ellos escaparon de la esclavitud en un país extranjero; tu has huido de la esclavitud del pecado, mucho más penosa todavía" (Catequesis,3,24).



Hay personas, a las que "un espíritu las tiene enfermas" (Lc 13,11), nos dice S. Lucas, el evangelista médico. No se trata de una enfermedad fisiológica o psicológica. Para que el reino de Dios se manifieste, podemos orar: "Espíritu de enfermedad, te ordeno en el nombre de Jesús, que salgas y dejes libre a este hijo de Dios... y te prohibo que vuelvas a molestarlo porque es hijo de Dios y nada de él te pertenece". Este modo de orar lo usaba S. Pablo, cuando alejó de una mujer en Filipos a un espíritu de adivinación: "En nombre de Jesucristo, te mando que salgas de ella" (Hch 16,18). Entonces, la palabra de Cristo: "En mi nombre expulsarán demonios" (Mc 16,17) se hace realidad visible. No basta mandar salir en nombre de Cristo. Él mismo nos enseñó a decir a los demonios: "Te mando que... no vuelvas a entrar en é1" (Mc 9,25). Se puede hacer oración de autoliberación. El oprimido de obsesiones de suicidio, de temores ilógicos, de odios o sexualidad invencible, puede orar: 'Espíritu de suicidio... yo te ordeno en el nombre de Jesús que te alejes de mí y te vayas a los pies de Jesús para que disponga de ti como Señor universal'. La Iglesia con el poder de Cristo ora por la liberación en los casos raros y extremos de posesión diabólica con la fórmula oficial y litúrgica de los exorcismos, reservada al Obispo o a un sacerdote delegado por él. El 'líbranos del Maligno' se ha realizado en la Iglesia y en los creyentes, siempre a través de los siglos de modos sencillos y maravillosos con el poder salvífico de Dios.



Oremos por liberación sin cesar



Quien descubra el poder del mal en todas sus dimensiones, desatado por el mundo, tendrá que unirse a la petición de todos los creyentes: ¡Líbranos del mal en todas sus dimensiones! Señor, comenzamos el Padrenuestro con la invocación dulcísima de tu paternidad divina y luminosa. "Padre nuestro", te deseamos y te elegimos como nuestro bien y nuestro fin eterno y renunciamos libremente al sometimiento a la paternidad oscura, esclavizadora y opuesta a la tuya, propia de Satanás. Líbranos, Señor, de este mal horrible y definitivo para que sean tuyos por siempre el poder, el honor y la gloria en todos sus redimidos. Amén.



("Nuevo Pentecostés", nº 31)