LOS CARISMAS (Segunda parte)

¿CUÁNTOS CARISMAS HAY?


Por Rodolfo Puigdollers, Sch. P.

Hemos visto ya que la palabra "carisma" es una palabra griega que emplea san Pablo para designar el "don de trabajar al servicio de los demás" por la fuerza del Espíritu. Se trata del dinamismo mismo de la vida cristiana que hace que se manifieste el Espíritu Santo, la presencia activa de Jesús y la acción de Dios Padre en medio de la comunidad cristiana y en medio del mundo.

Hablar de "carisma" es hablar de "acción", de "servicio", de "don gratuito". El hecho que el Espíritu Santo haya sido derramado sobre nuestros corazones no quiere decir que sus dones hayan sido acogidos con docilidad y se mantengan vivos. Por eso san Pablo exhorta a los tesalonicenses a que "no ahoguen el Espíritu" (I Ts 5, 19). El Espíritu Santo se manifiesta de forma estable en gracias para la comunidad que se convierten en "ministerios" y de forma esporádica en gracias "momentáneas". Tanto un modo como otro de manifestarse el Espíritu es un "carisma". Las gracias "momentáneas", precisamente por su misma naturaleza, se acostumbran a presentar siempre con toda su vitalidad, ya que de lo contrario no se presentan. Así, por ejemplo, una curación, una palabra llena de sabiduría, una profecía. Aunque también pueden perder su fuerza carismática, como vemos en la oración en lenguas o en la profecía si no se emplea adecuadamente. Las gracias estables que implican un "ministerio" son gracias carismáticas, aunque a veces esta dimensión puede quedar ahogada. El hecho que un ministerio no se realice carismáticamente no quiere decir que el ministerio en sí no sea un "carisma" y que la fidelidad misma al ministerio requiera esta recuperación de su dimensión carismática.

Si por una parte hay que abrirse a todas las gracias "momentáneas" del Espíritu, no menos urgente es el reconocimiento de la dimensión carismática de cada uno de los ministerios dentro de la Iglesia. Hablar de Renovación carismática es poner el acento en los dos puntos.

Mn. A. Uribe Jaramillo ha indicado muy certeramente que "la posición negativa que tienen muchos respecto a los carismas obedece, en parte, a los criterios erróneos o exagerados que se emiten frecuentemente cuando se habla de ellos" (Los carismas en San Pablo, Bogotá 1976, p. 12). Entre estos criterios erróneos o exagerados señala tres: 1) llamar carisma solamente a los dones extraordinarios y sensacionales, como la glosolalia, las sanaciones y las profecías; 2) limitar los carismas a los nueve que enumera san Pablo en el capítulo 12 de su primera carta a los Corintios; 3) afirmar que los carismáticos en la Iglesia son unos pocos privilegiados.

Es cierto que san Pablo en la primera carta a los Corintios pone una lista de nueve carismas, pero ya hemos indicado en otro lugar que en ese texto, san Pablo está hablando de una forma concreta sobre lo que ocurre en la Asamblea eucarística de la comunidad, y que su modo de hablar no es restrictivo, sino, al contrario, intenta abarcar todo lo que ocurre dentro de la comunidad bajo el nombre de "carismas". Por eso, si queremos tener en cuenta la dinámica interna del texto de san Pablo, podríamos traducir 1 Co 12, 7-10 del siguiente modo: "En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común; así, mientras uno recibe del Espíritu un hablar con sabiduría, otro recibe un hablar con ciencia según el mismo Espíritu, y los demás la fe, por el mismo Espíritu. Mientras unos reciben por el mismo Espíritu esas manifestaciones de la gracia que son las curaciones, otros reciben la fuerza de compartir sus bienes según sus posibilidades. Mientras unos reciben una profecía, los demás reciben el saber discernir su inspiración. Mientras unos reciben el orar en lenguas, otros reciben el orar de modo inteligible. Es el mismo y único Espíritu el que lo hace todo, repartiendo a cada uno en particular como a él parece".

El Papa Pablo VI dijo el año 1975 a los miembros de la Renovación Carismática que la enumeración que hace san Pablo sobre los carismas "es larga, pero sin pretender ser completa" (19-V-1975). Por eso Mons. Uribe, hablando sobre los textos de las cartas de san Pablo, dice que "los carismas no son únicamente los citados en aquellos textos, sino que son incontables, pues la generosidad del Espíritu es infinita y nuestras necesidades no tienen límite" (op. cit., pp. 12-13).

Teniendo en cuenta la doctrina de san Pablo sobre los carismas tomamos conciencia de que toda la vida del cristiano tiene una dimensión carismática. Si hablamos de carismas concretos es para ayudarnos a descubrir la acción del Espíritu en medio de nosotros, para abrirnos más al Espíritu, para recuperar la dimensión carismática allí donde puede estar ahogada. No es para limitar los carismas, sino para ayudar a comprender que todo es carisma y que por lo tanto en todo se ha de manifestar la fuerza carismática. (1) En nuestro lenguaje corriente sería muchas veces conveniente no utilizar tanto la palabra carisma e intentar descubrir más la dimensión carismática, La Renovación carismática debe ayudar a abrirnos a carismas momentáneos a los cuales normalmente las comunidades cristianas están cerradas y a recuperar la dimensión carismática de otros muchos dones que ya están presentes, pero que se ejercen sin la fuerza del Espíritu. Nuestro espíritu de fe nos hace descubrir que los dones principales son aquellos que continúan presentes en medio de la Iglesia; la recuperación de la dimensión carismática de estos dones principales es el trabajo más urgente, sin olvidar la apertura a algunas gracias momentáneas prácticamente olvidadas. Esta misión de la Renovación carismática es la que ha sido señalada de un modo muy claro por el Papa Juan Pablo II al final de su exhortación sobre la catequesis: "La renovación en el Espíritu será auténtica y tendrá una verdadera fecundidad en la Iglesia, no tanto en la medida en que suscite carismas extraordinarios, cuanto si conduce al mayor número posible de fieles, en su vida cotidiana, a un esfuerzo humilde, paciente y perseverante para conocer siempre mejor el misterio de Cristo y dar testimonio " (CT 72).

En este sentido de ayudar al descubrimiento de la dimensión carismática de la vida cristiana, señalamos a continuación algunos puntos:

CARISMA DE LOS APOSTOLES Y DE SUS SUCESORES

El Señor Jesús eligió a doce discípulos para que viviesen con él y para enviarlos a predicar el reino de Dios; a estos Apóstoles los instituyó a modo de "colegio", es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro. Los envió primeramente a los hijos de Israel, y después a todas las gentes, para que, participando de su potestad, hiciesen discípulos de él a todos los pueblos, los santificasen y los gobernasen; y así propagasen la Iglesia y la apacentasen, gobernándola, bajo la dirección del Señor, todos los días hasta la consumación de los siglos. En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés, según la promesa del Señor: "Recibiréis la virtud del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra". Este carisma fundamental de los apóstoles de la comunidad cristiana es colocado siempre en primer lugar por san Pablo cuando habla de este tema. (2)

Como esta misión confiada por Cristo a los apóstoles ha de durar hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20), los apóstoles se cuidaron de establecer en la comunidad cristiana quienes continuasen este carisma, son los obispos. Así los obispos han recibido este carisma con sus colaboradores, los sacerdotes y diáconos, para que presidan en nombre de Dios la grey, de la que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes de la liturgia y ministros en el gobierno. Y así como permanece el oficio que Dios concedió personalmente a Pedro para que fuera transmitido a sus sucesores, así también perdura el carisma de los apóstoles (cf. LG 20). De este modo, los apóstoles "por la imposición de las manos, han transmitido a sus colaboradores este carisma" (LG 11).

Sobre este carisma habló de un modo impresionante el Papa Pablo VI durante una misa de consagración de obispos el 13 de febrero de 1972: "Hoy escuchamos la voz del carisma de la potestad pastoral conferido a los obispos en la Iglesia de Dios según la expresa voluntad de Cristo y la disposición del Espíritu Santo (cf. Hch 20, 28); el Espíritu Santo os ha constituido obispos para apacentar a la Iglesia de Dios. El carisma interior y exterior del obispo es, pues, el de estar llamado a ponerse al frente de aquella parte de la grey que le ha sido confiada, y que pertenece a la única Iglesia, y se explica en el ejercicio de la triple función pastoral: de magisterio, de ministerio y de guía. Hemos recibido el Espiritu Santo, que en la misión episcopal se manifiesta de este modo, en esta simbiosis simultánea de magisterio, auxiliado por la luz del Paráclito, de ministerio, santificado mediante su gracia, y de régimen, en la caridad del servicio: son éstas, facultades del obispo y dones del Espíritu Santo".

Es cierto que este don no siempre se mantiene con toda la fuerza carismática que seria de desear, pero esto no quiere decir que no exista siempre latente el carisma. La postura carismática es saber ver, reconocer y despertar la gracia del Espíritu allí donde ha sido derramada, aunque en un caso concreto esté escondida. Esta es la postura de san Pablo con Timoteo cuando le escribe: "Te recuerdo que reavives el carisma de Dios que recibiste cuando te impuse las manos; porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio" (2 Tm 1, 6-7).

CARISMA DE PASTORES

Aunque los pastores son en primer lugar los obispos, nos referimos aquí a los que tienen una responsabilidad pastoral a niveles más reducidos. Hablamos, por lo tanto, en primer lugar de los sacerdotes y diáconos, pero también de los responsables de grupos, dirigentes. etc. (3)

"El mismo Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función, de entre los mismos fieles instituyó a algunos como ministros, que en la comunidad cristiana tuvieran la potestad sacerdotal para ofrecer el sacrificio eucarístico y perdonar los pecados, y desempeñaran públicamente el servicio sacerdotal por los hombres en nombre de Cristo. Este carisma es recibido por aquel sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo Sacerdote, de suerte que pueden obrar como en persona de Cristo en cabeza" (PO 2).

Lo mismo que hemos dicho del carisma de los obispos hay que decir aquí del carisma de los sacerdotes, el hecho de que por la imposición de las manos hayan recibido este carisma no quiere decir que siempre se encuentre vivo. Pero, al mismo tiempo, el hecho de que no esté vivo no quiere decir que no haya carisma. Allí donde exista un sacerdocio no realizado con fuerza carismática, hay que reavivar el carisma, como diría san Pablo.

De este carisma de pastores participan también los dirigentes de las comunidades, los responsables de los grupos y los miembros de los equipos coordinadores. En toda esta misión pastoral hay que tener en cuenta que este carisma está destinado a la construcción del cuerpo de Cristo y que, por lo tanto, está subordinado al ministerio de los obispos y al de los sacerdotes delegados por ellos. Hay que recordar también que para confiar a alguien estas responsabilidades pastorales han de ser personas maduras y formadas, que tengan este carisma. Es lamentable ver, a veces, personas que no tienen este carisma, actuar como si fuesen pastores, aconsejando, dirigiendo y tomando opciones pastorales que no hacen sino disgregar al pueblo de Dios.

CARISMA DE EVANGELIZACION

Todos los cristianos han recibido el carisma de trabajar para que el Evangelio sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra (cf. AA 3). El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas, realizadas con espíritu evangélico, ayudan a atraer a los hombres hacia la fe y hacia Dios. Pero este carisma no consiste sólo en el testimonio de la vida: sino que busca las ocasiones de anunciar a Cristo con la palabra, ya a los creyentes para llevarlos a la fe, ya a los fieles para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a una vida más fervorosa (cf. AA 6).

Este carisma de la evangelización puede tomar muchísimas formas, pero no es una de las menos importantes el anuncio del mensaje evangélico mediante los medios de comunicación social, como son la prensa, los libros, la radio, la televisión, el cine. etc.

Una forma espacialísima de este carisma de la evangelización son los misioneros, verdaderos heraldos del Evangelio enviados por la Iglesia para realizar el encargo de predicar el Evangelio y de implantar comunidades entre los pueblos o grupos que todavía no creen en Cristo (cf. AG 6).

CARISMA DEL TESTIMONIO

Todos los seglares tienen el carisma del testimonio de vida evangélica en medio de la sociedad, esto supone el trabajo por devolver a la sociedad y a toda la creación el sentido querido por Dios. Este carisma les lleva a obrar directamente y de forma concreta, movidos por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana; también a cooperar como ciudadanos con sus conocimientos especiales y su responsabilidad propia, y a buscar en todas partes y en todo la justicia del reino de Dios.

Este carisma impulsa a "establecer el orden temporal de forma que, observando íntegramente sus propias leyes, esté conforme con los últimos principios de la vida cristiana, adaptado a las variadas circunstancias de lugares, tiempos y pueblos. Entre todas estas obras destaca la acción social" (AA 7).

CARISMA DE LA ENSEÑANZA

El carisma de la enseñanza "se manifiesta por la capacidad que recibe una persona del Espíritu Santo para captar el mensaje del Señor con claridad y autenticidad y para poderlo comunicar a los demás, de manera tal que puedan percibirlo" (A. URIBE, op. cit. p. 39).

La utilidad y necesidad de este carisma crece, no sólo para conservar la fe, sino también para reconquistarla donde se ha ido perdiendo al soplo de doctrinas falsas. "'Necesitamos que el Espíritu Santo derrame abundantemente este carisma de enseñanza sobre los catequistas, los predicadores, los profesores de religión y sobre todos los que tienen la misión de comunicar la doctrina de salvación" (ib.). (4)

CARISMA DE PROFECIA

Profeta es la persona a través de la cual el Señor habla a su pueblo. Es la persona que recibe este don de ponerse al servicio de la Palabra de Dios y transmitir con fidelidad lo que Dios quiere comunicar. "Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida... que habló por los profetas". El mensaje que transmite tiene muchas modalidades, y abarca muchos aspectos. Unas veces corrige y amonesta, otras calienta y reconforta (cf. A. URlBE. op. Cit, pp. 34-35).

"Cuando hablamos de la función profética en la Iglesia como carisma, no debemos limitarla a determinadas personas que tienen renombre y gran influencia por lo que dicen. Además de estos que podríamos también ahora llamar 'grandes profetas', están los millares y millares de personas que reciben este carisma del Espíritu para la utilidad y el crecimiento de hogares, grupos de oración, comunidades religiosas, presbiterios diocesanos, organizaciones apostólicas, conferencias episcopales, comunidades eclesiales de base. etc. Porque este carisma de la profecía es tan importante, el Espíritu lo ha derramado siempre sobre su Iglesia y ahora lo está dando con tanta profusión" (A. URIBE. op. Cit., p. 36).

CARISMA DE EXHORTACION

Muy cercana a la palabra profética hay que situar el carisma de exhortación que "da una fuerza especial y un poder de convicción muy grande mediante los cuales se consigue que la persona, a quien se dirige el que exhorta, haga lo que debe hacer en un momento dado, o se abstenga de realizar una mala acción que tiene planeada.

En su primera carta a Timoteo le da el Apóstol una normas muy sabias acerca de la manera como se debe ejercer este carisma de la exhortación con las distintas clases de personas: “Al anciano no le reprendas con dureza, sino exhórtale como a un padre; a los jóvenes, como a hermanos; a las ancianas como a madres; a las jóvenes, como a hermanas, con toda pureza (5, 1 -2)". (A. URIBE, op. cit., p. 40).

CARISMA DE DISCERNIMIENTO

El carisma de discernimiento es la manifestación del Espíritu por la que se distingue la inspiración de Dios, los impulsos del hombre y las tentaciones del Maligno. Este carisma se manifiesta de un modo especial en el "sensus fidei" del pueblo de Dios, como indica el Concilio: "la universidad de los fieles que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20-27) no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando 'desde el obispo hasta los últimos fieles seglares' manifiesta el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres. Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el pueblo de Dios bajo la dirección del magisterio, al que sigue fidelísimamente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios; se adhiere indefectiblemente a la fe dada de una vez para siempre a los santos (cf. Jud 3); penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida" (LG 12).

De un modo especial este carisma se manifiesta en los obispos "a los cuales compete, ante todo, no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno" (LG 12). Igualmente hay que pedirlo para todos los que tienen alguna responsabilidad pastoral, para los que tienen que aconsejar, y en general para cada cristiano para conocer cuándo las inspiraciones que siente son verdaderas inspiraciones y no proyección de sus propios sentimientos o deseos; o hasta las tentaciones del Maligno; ?"Aunque de suyo el discernimiento de espíritus se refiere más bien a la distinción entre el bueno y el mal espíritu, entre los verdaderos y falsos profetas, entre los movimientos de la gracia y los de la simple naturaleza, sin embargo, llegado a su plenitud, muestra también al descubierto los afectos íntimos del alma, las intenciones del corazón y los movimientos buenos o malos que lo impulsan" (A ROYO MARIN.Teología de la perfección cristiana, p. 901). "Es evidente que un buen psicólogo, y aun una persona de simple experiencia en el trato con los hombres, puede barruntar con bastante aproximación los pensamientos y afectos íntimos del alma por el aspecto exterior de la fisonomía, por la expresión sensible del gesto o de la mirada, por el tono de la voz, por la postura del cuerpo, etc. Todas estas conjeturas más o menos aproximadas son en sí mismas puramente naturales y efecto de una sagacidad natural o resultado de la experiencia; y a veces pueden llegar a ser tan claras e inconfundibles, que llevan al observador a una verdadera certeza moral sobre las disposiciones íntimas de la persona observada" (Id., p. 902). El carisma, sin embargo, de este discernimiento penetrante es de otro tipo, pues se trata de un conocimiento sobrenatural y que alcanza las mismas disposiciones sobrenaturales de la persona.

CARISMA DE COMPARTIR

Una manifestación grande del Espíritu Santo es el don de compartir los propios bienes con los demás, así como el ponerlos a disposición de la comunidad cristiana. Este carisma se manifestaba de forma muy abundante en las comunidades primitivas. Los Hechos de los Apóstoles nos indican que el grupo de los creyentes no llamaban suyo propio nada de lo que tenían; los que poseían tierras o casas no necesarias, en cuanto aparecía alguna necesidad, lo vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles (cf. Hch 4, 32-34).

Este carisma de compartir es algo muy necesario actualmente para poder construir la comunidad cristiana y para poder recuperar el sentido verdadero de las cosas. Sin este carisma de compartir, la propiedad se convierte en un robo, en una profanación del sentido de la creación.

No se trata sólo de generosidad, sino de comprender que el Señor es el señor de todas las cosas, que todos somos hermanos y que nada es nuestro. Sólo la acción del Espíritu puede realizar en lo más profundo del corazón esta conversión.

CARISMA DE CURACIONES

Las manifestaciones del Espíritu abarcan los campos de la creación. De ahí que el amor de Dios se manifieste también en forma de curaciones físicas y espirituales. Los evangelios nos muestran cómo se manifestaba el Espíritu a través de Jesús en forma de muchas curaciones.

El sentido más profundo de la curación nos lo muestra la teología del cuarto evangelio cuando la llama “signo". La curación es signo de la venida del Reino, es decir, de la transformación profunda que Jesús, por medio de su Espíritu, realiza en el creyente. Llamar a la curación "signo" ya significa poner el acento en la realidad significada y no en el mismo signo. Así, por ejemplo, san Juan ve ref1ejada en la curación del ciego de nacimiento la iluminación que el Espíritu produce en nuestro interior por medio de la fe, en la curación del paralítico de la piscina y en la resurrección de Lázaro la vida nueva que recibimos mediante el bautismo, en la multiplicación de los panes el banquete eucarístico, ctc. Hablar de la curación como del plan de salvación de Dios, como si lo que Dios quisiese de nosotros es que nuestros cuerpos estuviesen sanos, es reducir el evangelio a un maravilloso plan de sanidad.

Las curaciones son auténticas manifestaciones del Espíritu en la medida que permanecen como "signos”, es decir, como dones gratuitos del Señor que ayudan a crecer en la fe y nos llevan a las realidades más profundas que son el camino que de la Cruz nos lleva hacia la resurrección. En los mismos evangelios se nota esta extrema atención para no reducir las curaciones a un evangelio de la sanidad física. Jesús se resiste una y otra vez a realizar curaciones cuando no hay una fe correcta, así como desconfía de los fervores producidos por las curaciones. Hasta tal punto que puede llegar a decir, como experiencia de la comunidad cristiana cuando se desvía el sentido significativo de las curaciones, "bienaventurados los que sin ver han creído" (Jn 20, 29).

Otro punto a tener en cuenta en las curaciones es que Jesús es el único que cura; como dice Sto. Tomás de Aquino, ?"la omnipotencia divina no puede ser comunicada a ninguna criatura; por esto es imposible que el principio de obrar milagros sea alguna cualidad habitual en el alma" (ST 2-2, q. 178., a. l. ad 1). La curación es siempre un don gratuito que se manifiesta cuando Dios quiere y como quiere. Esto pone en evidencia la falsedad de algunas afirmaciones que a veces se escuchan: a) "Dios quiere curar a todos": falso, porque de lo contrario Jesús no habría muerto en la cruz (ni S. Pablo habría estado enfermo de la vista, ni ningún santo); b) "fulanito tiene el don de curaciones": falso, la curación es siempre un don gratuito que se manifiesta cuando Dios quiere; c) "si uno no se cura es por falta de fe": falso, porque con esto estamos colocando la curación dependiendo de nuestra fe y no de la gratuidad del Señor.

Hemos de reconocer que los caminos del Señor no son nuestros caminos, y no podemos reducir la acción desconcertante de Dios a una serie de principios. "El Espíritu Santo es desconcertante y tan desconcertante que quien no se haya desconcertado frente a su acción es porque no lo conoce" (P. Bertrand). Es cierto que a veces Dios concede una curación después de la oración de una persona, pero otras lo hace después de la oración de un grupo y otras lo hacen sin que haya habido ninguna oración previa. Es cierto que a veces la curación se manifiesta en personas que tienen una profunda fe o a través de personas que tienen esta fe, pero otras veces la curación se manifiesta en personas que no creen. Por otra parte. ¿qué sabemos nosotros a veces lo que es una curación sobrenatural y lo que ha sido una curación (que siempre es un don saludable) producida por efectos psicosomáticos? ¡Cuántas cosas puede hacer la confianza en otra persona, el optimismo, las ganas de curarse, la sugestión, etc! Hay que ir con cuidado de no deducir una doctrina a partir de unos casos concretos. Es mejor seguir el evangelio, que no doctrinas sacadas de algunas experiencias.

CARISMA DE LA ORACION VOCAL

Uno de los grandes dones que ayudan a hacer creer en la fe, que encienden la alabanza y edifican la comunidad, es la oración vocal. Esta puede presentarse en forma de oración fija, como es el caso de tantas oraciones que empleamos en la liturgia y que nos ayudan a expresarnos ante el Señor. Y en forma de oración espontánea. En los grupos de oración hemos experimentado la importancia de estas oraciones cuando son realmente inspiradas por el Espíritu.

Como indica Sto. Tomás, "la alabanza de nuestros labios sirve para estimular los efectos de los demás hacia Dios. 'Su alabanza estará siempre en mi boca', canta el Salmista (Sal 33.2), y añade: 'la oirán los justos y se alegrarán. Cantad conmigo las alabanzas del Señor' (Sal 33, 34)" (ST 2-2.q.91. a. Ic). Sin la palabra no se puede construir la oración comunitaria. Esta expresa y unifica los corazones. Si desapareciese la palabra, desaparecería la comunidad.

CARISMA DEL CANTO Y DE LA MUSICA

Si la oración vocal es un modo de expresar lo más profundo que llevamos en nuestro corazón, el canto, cuando está realmente inspirado, ayuda a expresar con más plenitud nuestros sentimientos.

Unida al canto, la música adquiere su valor significativo.
La música en sí sola no puede construir la comunidad. Si hay sólo música no nos encontramos delante de una oración comunitaria sino en un concierto. Pero cuando existe la palabra o el canto, la música prolonga el sentido de éstos y adquiere un valor propio de expresión religiosa.

Sto. Tomás escribe: "Los cánticos que se escogen con todo cuidado para deleitar el oído distraen. Pero cuando se canta únicamente por devoción, uno se aplica con más devoción a lo que se dice. Porque su mirada descansa largo tiempo sobre las mismas cosas, y, como dice San Agustín, 'todos los efectos de nuestro espíritu, movidos por una misteriosa familiaridad, en toda su gran diversidad, hallan su propia expresión en la voz y en el canto' “(St 2-2. q.92. a.2, ad S).

CARISMA DE LA ORACION O DEL CANTO EN LENGUAS

Lo que hemos dicho sobre la música se debe decir igualmente sobre las lenguas. Hablar, orar o cantar en lenguas es expresarse no como se cree a veces en algunos medios en lenguas extranjeras o desaparecidas, sino dejando de lado cualquier lengua, es decir, dejando de lado la expresión lógica. Como dice S. Agustín, "prescindes de las palabras y queda sólo una melodía" (Enarrat. in Ps 32, 1, 8).

Las lenguas son a la oración inteligible lo que la música al canto. Sin oración inteligible la oración comunitaria se convierte en una casa de locos, se pierde el sentido, no hay comunicación, desaparece la comunidad. Sin embargo, cuando hay una oración comunitaria con palabras o con cantos, la expresión momentánea en lenguas puede ser de una gran ayuda en la alabanza, adoración o intercesión. Como dice S. Pablo, es la oración inteligible la que da sentido a los momentos de oración en lenguas, y sólo cuando este sentido de las lenguas está asegurado se pueden éstas utilizar como expresión del Espíritu.

¿Qué pensar del mensaje en lenguas? En algunos grupos contemporáneos, sobre todo pentecostales, se emplea el mensaje en lenguas, en el que una persona no ora propiamente en lenguas, sino que habla a la asamblea de forma incomprensible, y luego otra persona interpreta lo que la primera ha dicho. ¿Se trata realmente de lo que S. Pablo llama "hablar en lenguas" e "interpretación de las lenguas?'' Es muy discutible que este fenómeno interpretado así se diese realmente en la comunidad de Corinto, ya que S. Pablo considera el hablar en lenguas como un "hablar a Dios y no a los hombres" (1 Co 14. 2) lo que significa que se trata de una oración y no de un mensaje. Tal como se realiza en esas comunidades actuales ese mensaje en lenguas tendría que colocarse más bien dentro de la profecía (cf. ST 2-2, q.175. a.2c). Sin embargo, todo lo que dice S. Pablo sobre este "hablar en lenguas" lo sitúa claramente dentro del campo de la oración. Por eso podemos pensar que el "mensaje en lenguas" es una práctica que no tiene fundamento bíblico.

CARISMA DEL MATRIMONIO

El don del amor entre un hombre y una mujer, "por ser un acto eminentemente humano -ya que va de persona a persona con el afecto de la voluntad-, abarca el bien de toda la persona y, por tanto, enriquece y avalora con una dignidad especial las manifestaciones del cuerpo y del espíritu y las ennoblece como elementos y señales específicas de la amistad conyugal. El Señor se ha dignado asumir este amor, perfeccionarlo y elevarlo por el don especial de la gracia y la caridad. Un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, impregna toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad crece y se perfecciona" (GS 49).

El carisma del matrimonio es uno de los más preciosos de la comunidad cristiana, pues gracias a él se manifiesta de un modo palpable el amor y la fidelidad de Dios a su pueblo y se perpetúa en el tiempo la "nación santa, el pueblo sacerdotal".

CARISMA DEL CELlBATO CONSAGRADO

El Espíritu Santo se manifiesta también en medio de la comunidad cristiana por el precioso carisma del celibato consagrado. Personas de todo sexo y edad se sienten llamadas a ponerse de un modo especial al servicio de Dios y de la comunidad en la imitación de Jesucristo. Este carisma se manifiesta , entre otros, en los sacerdotes, de modo que el Concilio Vaticano II ruega "no sólo a los sacerdotes, sino también a todos los fieles, que amen de corazón este precioso don del celibato sacerdotal y pidan todos a Dios que El mismo conceda siempre copiosamente este don a su Iglesia" (PO 16).

CARISMA DE LA VIDA RELIGIOSA

"Los consejos evangélicos, castidad ofrecida a Dios, pobreza y obediencia, como consejos fundados en las palabras y ejemplos del Señor y recomendados por los apóstoles, por los Padres, doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia recibió del Señor, y que con su gracia se conserva perpetuamente.

"La autoridad de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se preocupó de interpretar estos consejos, de regular su práctica y de determinar también las formas estables de vivirlos. De ahí ha resultado que han ido creciendo, a la manera de un árbol que se ramifica espléndido y pujante en el campo del Señor a partir de una semilla puesta por Dios, formas diversísimas de vida monacal o cenobita (vida solitaria y vida en común) en gran variedad de familias que se desarrollan, ya para ventaja de sus propios miembros, ya para el bien común de todo el Cuerpo de Cristo" (LG 13).

Este "carisma de la vida religiosa" es ciertamente "un fruto del Espíritu Santo que actúa siempre en la Iglesia" (Evang. Test.).

CARISMAS NATURALES

Además de todos los dones sobrenaturales que el Espíritu Santo derrama sobre la comunidad para la utilidad común, hay que señalar todos los dones naturales que el hombre recibe y que tienen siempre, cual más cual menos, una dimensión de servicio hacia los demás. Estos dones naturales, como nos encontramos dentro de la economía de la gracia, siempre se encuentran en cierto sentido imbuídos del sobrenatural y son auténtica expresión del Espíritu Santo.

Es imposible hacer la lista de todas estas gracias naturales. Podemos situar aquí la propia existencia, la salud, la enfermedad, el modo de ser, el sexo, la personalidad, la cultura, etc. Así como todas las virtudes naturales. Una visión carismática es aquella que se deja inundar en todo momento por esta dimensión de la gratuidad de lo creado.

CARISMAS BÁSICOS

No podemos olvidar en esta lista de carismas todos los dones que el Espíritu Santo da y que suponen su misma presencia. Nos referimos en primer lugar a la fe, a la esperanza y a la caridad. Estas virtudes teologales han de ser comprendidas en toda su amplitud. Por ejemplo, no solamente la fe que es capaz de trasladar las montañas, de hacer milagros, de llegar hasta el martirio, de sostener la fe de los demás, sino también la fe más sencilla y humilde que es, siempre que se manifiesta, ayuda para los demás.

Además de estas virtudes teologales, hemos de pensar en las virtudes morales, que tradicionalmente se condensan en las cuatro cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza (cf. 5b 8, 7).

Lo mismo hemos de decir de los dones del Espíritu (cf. Is 11, 2: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios) y de los frutos que brotan de los dones, que S. Pablo enumera del modo siguiente: "amor, alegría, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza" (Ga 5, 22).

El SUPREMO CARlSMA: El AMOR

S. Pablo dice a 1os Corintios que quiere mostrarles "un camino excepcional" (1 Co 12, 31) y les indica: "si no tengo amor, de nada me sirve. El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites" (1 Co 13, 3 -7).

Este texto clásico que acompaña a las explicaciones sobre los carismas en la primera carta a los Corintios, debe ser leído con los textos que concluyen la explicación de los carismas en la carta a los Romanos y en la carta a los Efesios. Dice S. Pablo a los Romanos: "que vuestra caridad no sea una farsa; aborreced lo malo y apegaos a lo bueno. Como buenos hermanos, sed cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo. En la actividad, no seáis descuidados; en el espíritu, manteneos ardientes. Servid constantemente al Señor. Que la esperanza os tenga alegres; estad firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración. Contribuid en las necesidades de los santos; practicad la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis. Con los que ríen, estad alegres; con los que lloran, llorad. Tened igualdad de trato unos con otros; no tengáis grandes pretensiones, sino poneos al nivel de la gente humilde. No mostréis suficiencia. No devolváis a nadie mal por mal. Procurad la buena reputación entre la gente; en cuanto sea posible y por lo que a vosotros toca, estad en paz con todo el mundo. Amigos, no os toméis la venganza, dejad lugar al castigo, porque dice el Señor en la Escritura: Mía es la venganza, yo daré lo merecido. En vez de eso, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber; así le sacarás los colores a la cara. No te dejes vencer por el mal, vence al mal a fuerza de bien" (Rm 12, 9-21).

Y el autor de la carta a los Efesios escribe: "realizando la verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia El, que es la cabeza: Cristo, del cual todo el cuerpo, bien ajustado y unido a través de todo el complejo de junturas que lo nutren, actuando a la medida de cada parte, se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en el amor" (Ef 4, 15-16).

Terminamos con las palabras del Papa Pablo VI al III Congreso Internacional de la Renovación Carismática: "Por deseables que sean los dones espirituales -y lo son ciertamente-, sólo el amor de caridad, el ágape, hace perfecto al cristiano, sólo é1 hace al hombre 'agradable a Dios', gratia gratum faciens, dirán los teólogos. Porque este amor no sólo supone un don del Espíritu; implica también la presencia activa de su Persona en el corazón del cristiano. Comentando estos versículos, los Padres de la Iglesia lo explican a porfía. Según San Fulgencio, por citar nada más un ejemplo, 'el Espíritu Santo puede conferir toda clase de dones sin estar presente El mismo; en cambio, cuando concede el amor, prueba que El mismo está presente por la gracia' (Contra Fabianum, fragmento 28). Presente en el alma, junto con la gracia le comunica la propia vida de la Santísima Trinidad, el amor mismo con que el Padre ama al Hijo en el Espíritu, el amor con que Cristo nos amó y con que nosotros, por nuestra parte, podemos y debemos amar a nuestros hermanos, 'no de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad' (1 Jn 3, 18)" (19 mayo 1975).

NOTAS

(1) Todo lo que Dios da al ser humano, tanto en el orden sobrenatural como en el natural, no son sino dones totalmente gratuitos que, en cierto sentido, tienen una dimensión de servicio hacia los demás. En sentido amplio, por consiguiente, todo cuanto hemos recibido de Dios para el servicio de los demás es un "carisma". Pero esta expresión genérica puede tener varios sentidos específicos que es preciso determinar. Cuatro son estos sentidos principales:

1) En sentido amplio, carisma son todos aquellos dones gratuitos de Dios al servicio de las demás que suponen la presencia misma del Espíritu Santo (es decir, que no suponen la gracia santificante). En este sentido amplio podemos llamar carismas a todos los dones naturales que Díos hace al hombre, en cuanto tienen una dimensión de servicio a los demás.

2) En sentido estricto, carismas son todos aquellos dones gratuitos que, sin suponer necesariamente la presencia del Espíritu Santo (es decir, el estado de gracia), son sin embargo, acción sobrenatural del mismo, en cuanto tienen una dimensión de servicio a los demás.

3) En sentido eminente, carismas son todos aquellos dones que suponen la presencia misma del Espíritu Santo, en cuanto tienen una dimensión de servicio a los demás. Estos dones son las virtudes teologales, 1 Co 13, 13: (fe, esperanza y caridad), las virtudes morales infusas o virtudes cardinales (Sb 8, 7: prudencia, justicia, fortaleza y templanza), los dones del Espíritu Santo (Is 11, 2: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios) y los frutos del Espíritu Santo (Ga 5, 22: amor, alegría, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza).

4) En sentido supereminente, se aplica la palabra carisma a la caridad en cuanto es presencia misma del Espíritu Santo (cf. 1 Co 12, 31b; 13, 13b).

(2) "Cuando en las listas del Nuevo Testamento se nombra a los Apóstoles, estos se hallan en primer lugar: cf. 1 Co 12, 28-29 y Ef 4, 11 (comp. 2, 20; 3, 5); Lc 11, 49 (comp. Mt 10, 40s); Ap 18, 20. Aun en aquellas listas paulinas que no hacen mención explícita del apostolado, se trasluce la importancia normativa del mismo. Basado en su propio apostolado, Pablo actúa autoritativamente sobre los dones espirituales de la gracia: cf. 1 Ts 5, 12s, 19-22; 1 Co c.12•14 (en general) y Rm 12, 34. Y el apostolado no sólo es el primero y el más importante de los dones de la gracia, sino que en cierto sentido los recapitula a todos" (H. SCHURMANN, Los dones espirituales de la gracia, en La Iglesia del Vaticano II, t. 1, P. 590).

(3) Es cierto que en las listas del Nuevo Testamento aparece en segundo lugar los "profetas", pero "hemos de ver en la primitiva profecía del cristianismo, junto con el apostolado, un ministerio de la naciente Iglesia, distinguiéndola del don de profecía que le sustituye en el tiempo posterior" (H. SHURMANN, op. cit., p. 591). Los "profetas y doctores" eran en la Iglesia primitiva los dirigentes de las comunidades, como se deduce claramente de Hch 13, 1: "En la Iglesia de Antioquía había profetas y doctores: Bernabé Simeón, apodado el Moreno, Lucio el Cireneo, Manahén, hermano de leche del virrey Herodes, y Saulo". Esta correspondencia queda confirmada por una frase de la Didajé 15, 12: "Elegid obispos y diáconos... pues también ellos os hacen el servicio de profetas y doctores". Esto explica la expresión "apóstoles y profetas" de Ef 2, 20, 3, 5:(profetas es aquí el resto de la denominación primitiva de los dirigentes), y la expresión "pastores y doctores" de Ef 4, 11 (donde se indica la función doctrinal de los actuales pastores, herencia de los primitivos dirigentes).

(4) Hay que situar dentro de este carisma lo que en 1 Co 12, 8 viene llamado "palabra de ciencia". Seguramente tal denominación sirve para recalcar el hecho concreto de unas palabras inspiradas, mientras la denominación "doctor o maestro" indica más bien el carisma en cuanto ministerio fijo en la comunidad. No es fácil distinguir completamente entre "palabra de sabiduría" y "palabra de ciencia o conocimiento" (1 Co 12, 8, cf. Col 1, 9; 2, 3; 3, 16), Sólo las distintas preposiciones empleadas en 1 Co 12, 8 y algún otro texto (cf. Hch 6, 10) permiten pensar que la "palabra de sabiduría" aparece como una inspiración más espectacular, mientras la "palabra de ciencia" parece una inspiración más sosegada.



ASPIRAD A LOS CARISMAS SUPERIORES.

Por Jesús Villarroel, O.P.

Después de ocho años que lleva de camino la Renovación Carismática en España no creo que quepa otra cosa más que una acción de gracias continua y emocionada por esta obra maravillosa y por los abundantes frutos pastorales que produce. Estamos rodeados de "una nube de testigos" que estarían dispuestos a testificar todo esto. Muchos de nosotros podemos dar el testimonio de que nuestra vida ha cambiado en profundidad, se ha dado en ella un cambio cualitativo y hemos descubierto la clave para transformar en alabanza hasta los más pequeños actos de cada día. El Espíritu del Señor Jesús se ha hecho presente con fuerza poderosa en nuestras vidas, y en El hemos experimentado que Jesús está vivo, que sigue amando, salvando y construyendo su Iglesia como signo de salvación para todos los hombres. Y todo esto con una experiencia personal, dentro de la fe y la obediencia de la Iglesia, que hace se perciba todo ello con un talante de frescor, de juventud, de renovación, de actualidad, de presencia viva del Señor en medio de nosotros y de todo el pueblo de Dios.

La Iglesia renueva continuamente su juventud, "como la del águila", y la presencia del Señor es siempre joven en gloria y poderío. Yo jamás pensé que la reforma de la Iglesia siguiera estos caminos. Pensé que con amor, con entrega y dedicación, evitando antitestimonios, sobre todo en la pobreza, con muchas reuniones y cambiando las estructuras ya estaba todo hecho. La lucha era contra estructuras viejas y caducas, ya no reales, que se empeñaban en perseverar, y que en el fondo escondían muchos privilegios personales, mecanismos de defensa y posturas estereotipadas. La verdad es que el Espíritu del Señor me ha abierto los ojos, y me ha enseñado que El es la fuerza y el poder, que su Iglesia es un don maravilloso suyo, que lo nuestro es la acogida de ese don, que El es el Señor y que no cede su gloria a nadie. El actúa con poder en su pueblo creándolo y haciéndolo crecer, y que no se trata de correr y esforzarse desde nosotros, sino de que El tenga misericordia.


Una de las formas en las que el Señor se muestra maravilloso es regalando a su Iglesia lo que llamamos carismas. Son dones especiales que tienen como función construir la Iglesia y darle consistencia. Carismas de santidad, de apostolado, de gobierno, de discernimiento, de profecía, de liberación, de curación, de todo tipo de compromisos, incluyendo a otros más pequeños como el de lenguas, que, por ser también don del Espíritu, es algo sagrado y digno de toda estima. Gracias a Dios, en la Renovación Carismática estas cosas han dejado de ser teorías para convertirse en una experiencia viva en medio de la Iglesia de hoy.

Ahora bien, el Señor actúa con nosotros, un pueblo histórico, pesado y de dura cerviz, poco convertido y siempre en peligro de prostituirse con toda clase de ídolos. De esta forma, somos una continua rémora para los planes y grandezas del Señor. Un pueblo que necesita profetas que le hablen de parte del Señor, que necesita signos, que necesita conocimiento, que necesita perdón y liberación. Por eso se nos invita a la escucha, a despabilar el oído y a descubrir los caminos del Señor. El Señor, en este momento, quiere manifestarse actuando algunos carismas al parecer un poco dormidos en los últimos tiempos. Nos está enseñando el poder enorme de construcción que tienen en la Iglesia. Los carismas, por ejemplo, de curación, tanto interior como física, sirven de maravilloso despertador de la fe, pues al ser dones del Espíritu no actúan sólo espectacularmente, sino con fuerza interior en los corazones. Lo mismo, un carisma de santidad, de liberación, la aparición de verdaderos profetas, el despertar de algunas vocaciones en la pura fe, y en definitiva la aparición de grupos y comunidades de oración y de apostolado en su Iglesia.

Aquí en España, este año pasado, el Señor ha querido regalarnos una comprensión más profunda de todo esto con la venida del padre Tardiff, la Asamblea Nacional y los retiros dados por los hermanos hispano-venezolanos Nicolás y M. Carmen. Hemos comprendido, al escucharlos y al ver cómo el Señor actuaba por medio de ellos, que el apellido de "carismático" en la Renovación no es algo secundario. Que nos tenemos que tomar en serio todo esto y creer en ello, para que la Iglesia de España perciba también los frutos que el Señor quiere derramar a nivel mundial. En definitiva, que tenemos que estar abiertos al Espíritu, sin prevenciones y sin medida, para no ahogar el plan de Dios que siempre va a ser más maravilloso que todo lo que podamos pensar. El Señor quiere hacer verdad aquella recomendación de san Pablo: "Aspirad a los carismas superiores" (I Co 13. 1), "Aspirad a los dones espirituales" (Ibid. 14, 1). La teología de la Iglesia viene a confirmarnos esto diciéndonos por boca de Tomás de Aquino: "Los dones espirituales no se reciben a no ser que se deseen" (In Iohannem, 14, 6).

SOMETIDOS AL DISCERNIMIENTO DE LA IGLESIA

Ahora bien, ni en esto ni en nada podemos independizarnos del Magisterio de la Iglesia, pues como suele decirse ni los individuos ni los grupos tienen teléfono directo con el Espíritu Santo. Es la Iglesia la que posee todos los dones y todos los carismas: ella es la que perdona los pecados, ella la que bautiza, la que predica, la que tiene el don de curación, de profecía y todos los demás. También el de discernimiento. Ninguna de estas cosas es de administración privada.

Por eso hay que estar atentos a la enseñanza de la Iglesia para que el diablo no nos tiente de nuevo diciendo: ¿Por qué no vas a comer esta manzana? Juan Pablo II nos exhortaba en Roma a la “fidelidad a la auténtica doctrina de la fe; todo lo que contradice a esta doctrina no viene del Espíritu". Esto evidentemente se refiere no sólo a la teoría sino también a la praxis.

Pues bien, en lo que se refiere al deseo y ejercicio de los carismas hay una enseñanza de la Iglesia últimamente que nos marca la pauta a seguir. Coincide con Pablo en elogiar la grandeza de los dones de Dios y la gratitud con que se deben recibir. Pero siempre se añade la coletilla: "Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico". Así hablaba el Vaticano II, L.G., 2. 12. Juan Pablo II, en la Catechesi tradendae 72, dice: "La Renovación en el Espíritu será auténtica y tendrá una verdadera fecundidad en la Iglesia, no tanto en la medida en que suscite carismas extraordinarios, cuanto si conduce al mayor número posible de fieles, en su vida cotidiana, a un esfuerzo humilde, paciente y perseverante para conocer siempre mejor el misterio de Cristo y dar testimonio de El". El mismo Juan Pablo II en el Congreso de Roma nos decía: "Estad abiertos a los dones del Espíritu, sin exagerada concentración en los dones extraordinarios”.

"ASPIRAD A LOS CARISMAS SUPERIORES... "

De aquí se sigue como consecuencia clara algo que ha causado inquietud en algunos grupos de España. El discernimiento acerca de si un grupo va bien o no va bien no se puede hacer a nivel de carismas extraordinarios, o sea, don de curaciones, de profecía, carismas especiales de discernimiento, palabras de ciencia, poder de expulsar demonios; y el menos bueno sería el que careciera de estos dones. No se puede hacer este juicio. Sería irnos por las ramas y edificar sobre arena. Lo mismo le sucedió a Pablo con Corinto y Tesalónica. Corinto fue la comunidad de los grandes dones que traían de cabeza a Pablo. En Tesalónica, por el contrario, no brillaba al parecer ninguno de los dones extraordinarios y, sin embargo, ved que derroche de ternura y de elogio derramó Pablo en sus dos cartas a los Tesalonicenses. De todas formas, también les amonestaba: "No extingáis el Espíritu, no despreciéis las profecías" (l Ts 5, 19).

En una tesitura semejante a la nuestra se encontraba Pablo cuando escribió a los corintios el famoso himno a la caridad, de 1 Co 13. Empieza así: "Aspirad a los carismas superiores, pero os voy a mostrar un camino mejor...". Es decir, aspirad a todo, pero el camino básico es este... Y sigue diciendo: "Aunque hablara las lenguas de ángeles y tuviera todos los dones de la tierra y el cielo, si no tengo amor no sería nada". El discernimiento hay que hacerlo siempre a nivel de realidades esenciales y de intenciones fundamentales. El problema aquí es que estas realidades e intenciones suelen ser menos llamativas, más ocultas y halagan menos el triunfalismo inconsciente que anida dentro de cada uno de nosotros.

La Teología de la Iglesia distingue desde antiguo tres clases de gracia: a) santificante, que se objetiva en la caridad, el servicio, la negación de uno mismo en la pobreza... b) actual, se refiere a mociones del Espíritu, fundamentalmente en orden a la santificación, y c) gratis datae, es decir gracias gratuitas, o sea doblemente gratis, que son los carismas. Estos sirven para edificación de la Iglesia, y Dios los distribuye según épocas, según naciones, según el estilo e idiosincrasia de las gentes y los pueblos. En unos, dones de sabiduría, en otros, de milagros, en otros, de sencillez, y siempre para la máxima edificación y testimonio de su Iglesia.

ABRIRSE A TODOS LOS DONES DEL ESPIRITU

Por eso debemos estar abiertos a los dones del Espíritu, dejándole al Señor la libertad de distribuirlos según el beneplácito de su sabiduría y voluntad. Pero, eso sí, abiertos a esos dones, valorándolos, recibiéndolos con gratitud y poniéndolos al servicio de la comunidad "como buenos administradores de la múltiple gracia de Dios" (1 P 4-10). Es necesario desearlos, aspirar a ellos. Una cosa es poner con presunción la confianza en ellos, y otra muy distinta es recelar o cerrarse a ellos. También de esta segunda forma se puede pecar contra el Espíritu Santo, y por cierto, se hace con más frecuencia. Unas veces por temor al ridículo, otras, amparados en las ideologías u opiniones humanas, según las cuales estas cosas sólo fueron necesarias al principio de la Iglesia, cuando aun no estaban sus estructuras suficientemente consolidadas. La renovación carismática es toda ella un don de Dios, y lleva el apellido de "carismática" como expresión de la voluntad de Dios para nuestro tiempo, porque si de una cosa estamos seguros es de que esto no nos lo hemos inventado nosotros. El mundo de hoy necesita signos, necesita muestras especiales del amor de Dios, hundido como está en la desesperanza y en la falta de motivaciones para vivir, necesita que la Iglesia sea reconstruida, y finalmente necesita percibir que Jesús vive y actúa en medio de su pueblo. Por lo tanto, los que hemos sido llamados a esta renovación bloquearíamos la acción de Dios si, despreciando los carismas, nos conformáramos con intensificar un poquito la piedad y devoción en nuestras vidas. Dejemos que el Espíritu se muestre poderoso en nosotros, dejemos actuar en su Iglesia la poderosa virtualidad de la sangre y la resurrección de Cristo. Aspiremos a los carismas superiores: un sacerdocio renovado, una teología viva, una alabanza que estalle en lenguas, unas estructuras revitalizadas. Aspiremos a que el Señor cure y libere a su pueblo, a que nos envíe verdaderos profetas, que nos comunique palabras de conocimiento, dones de interpretación y discernimiento y que en definitiva la predicación del evangelio se vea acompañada de signos de toda clase como nos tiene prometido en su Palabra.

La Renovación Carismática es un ámbito donde por gracia de Dios existe un clima de fe propicio para que el Señor actúe de esta manera. Pero por eso mismo, porque lo sublime está cerca de lo ridículo, tenemos que extremar entre nosotros las precauciones y el discernimiento. Pablo VI describió la Renovación como una flor delicada y como una oportunidad para la Iglesia. Esto último lo volvió a subrayar Juan Pablo II en el congreso de Dirigentes. La precaución que debemos adoptar consiste fundamentalmente en una actitud interior que se llama pobreza de espíritu. El grupo carismático y sus individuos deben cultivar al máximo esta pobreza, lo que tradicionalmente se ha llamado humildad.

Los frutos del Espíritu son actitudes resultado de la acción de Dios en nosotros. Estas actitudes son notas características de una personalidad cristiana. Pero hay unos frutos espacialísimos que constituyen la esencia del ser y comportamiento cristiano en el mundo. Son las bienaventuranzas. Sólo el Espíritu las puede producir en nosotros y tienen razón de gozo y felicidad a pesar de expresar algo contrario a los criterios del mundo y de nuestras propias concupiscencias. Por eso se llaman bienaventuranzas. El que tiene experiencia de esto sabe que esa felicidad no es sólo promesa sino realidad que se cumple en esas situaciones. Por eso, el pobre de espíritu es feliz. Feliz en su pobreza.

SIENDO HUMILDES Y POBRES DE ESPÍRITU

Es necesario que nuestros grupos y cada uno de nosotros seamos pobres de espíritu. Así nunca nos escandalizaremos de nuestra propia pobreza, de nuestro pecado, del pecado en nuestros grupos, de los pocos que somos, de la pobreza de nuestra alabanza y enseñanza, de lo poco guapos que somos y de lo mal que cantamos. El Señor quiere crear personalidades bienaventuradas en nuestros grupos. Felices en su pobreza y en su humillación. Estos nunca desearán temerariamente los carismas superiores, pero paradójicamente será en ellos donde el Señor actúe sus carismas poderosamente. Estos son los verdaderos carismáticos sin prisas, sin ansiedades, sin angustias, al contrario: con la profunda paz que les da el don de sabiduría al entrar en el tiempo y en la paciencia de Dios y ver todas las cosas con los mismos ojos de Dios. La verdad de todos nosotros está, como en María, en nuestra humillación. Todo lo demás es gracia. Por eso proclamamos con ella, cuando Dios quiere y sólo cuando El quiere, la grandeza del Señor, en nuestros grupos ?y nos alegramos en Dios nuestro Salvador.

El pobre de espíritu no es un desidioso, ni un tibio, ni un "pasota". Al con erario, ama la venida del Reino con toda intensidad y pone sus fuerzas y toda su vida entera al servicio de ese Reino. Ora con emoción todos los días: ?"Venga a nosotros tu Reino". Y tiene los ojos convertidos, a la escucha y vigilantes como una esclava en las manos de su señora. Pero para él, el Reino ya ha llegado, porque es Jesús, y en Jesús y en su amor se goza, de lo que ha recibido ya suficientes pruebas. Su corazón, a pesar del intenso deseo del Reino, está en paz. El "todavía no" del Reino, con todas sus manifestaciones lo confía a la voluntad de Dios.

Hay que pedirle al Señor el don de ser fieles en la pobreza de nuestra vida y de nuestros grupos. Aún más, pedirle al Señor que nos empobrezca continuamente. Hasta que sintamos el gozo bienaventurado y profundo de ser pobres, pocos, perseguidos, insultados, incomprendidos y rechazados. Y en el caso de que sintamos los consuelos y los signos del Señor no apegarnos a ellos, porque nuestra verdad no está ahí. Y si el Señor obra grandes milagros en medio de nosotros y nos da poder para expulsar demonios, debemos de poner a prueba todos estos dones y no alegrarnos demasiado en todo ello. Dejar, eso sí, que la alegría colme nuestra vida por la gratuidad de la elección del Señor: "No os alegréis de que los espíritus se os sometan: alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos" (Lc 10,20).

EL QUE ASPIRA A LOS CARISMAS QUE MUERA A LOS CARISMAS

Por eso no nos fiemos de cualquier espíritu. Sin extinguir el Espíritu, sin despreciar las profecías, examinémoslo todo y quedémonos con lo bueno (1 Ts 5, 19). Es bueno que al que tenga un carisma de los muy llamativos le sea puesto a prueba por los dirigentes del grupo, para que todo sea pasado por el crisol como el oro, y sea como la plata limpia de toda ganga "refinada siete veces". Eso sí, los dirigentes pidiéndole al Señor una gran libertad de corazón y en una escucha continua de la voluntad del Señor. Esta es la praxis constante en la dirección espiritual de la Iglesia, que hace verdad la frase de que el que aspire a los carismas muera a los carismas.

Por otra parte, el ejercicio de los carismas a que Dios nos llama, requiere cada vez más el compromiso total, de toda nuestra vida. Esto no es un juego ni ningún tipo de actividad simbólica. Un ejemplo. Si el Señor nos envía a orar por la curación de los demás nos va a pedir seguramente con el tiempo que carguemos con los sufrimientos y enfermedades de aquellos por los que oramos. Si oro para que alguien se cure de un cáncer, el Espíritu me va a mover a pedir que me pase a mí la enfermedad del hermano. Cuando el Señor nos pueda mover a esta entrega de nuestra vida, nuestra oración será sincera, no sólo subjetiva sino objetivamente. Así imitaremos al Señor que cargó con todas nuestras dolencias.

Una obra del Señor tan preciosa, tan delicada, tan repleta de frutos de toda especie, como es la Renovación Carismática, no podemos someterla a la "pública infamia e irrisión de las naciones, ni a que meneen la cabeza los que pasen por el sendero"... No por nosotros, sino para que no sea blasfemado el nombre del Señor. ¡Qué experiencia tan sentida tendría de todo esto la primitiva Iglesia para escribir Mateo, dentro del Sermón de la Montaña, versículos tan duros como este: ''Muchos me dirán aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Jamás os conocí. Apartaos de mi agentes de iniquidad"! Y sigue la parábola de los que edifican sobre arena o sobre roca. (Mt 7, 21•27; Lc 6,46-49).

Sin embargo, a pesar de todo lo dicho, a pesar de todas las cautelas que sean necesarias, hay que aspirar a los carismas superiores. En ello realiza la Renovación Carismática parte de su definición y de su vocación.

Chus VILLARROEL, O.P. Parroquia de Jesús Obrero Castillo de Uclés, 26 Madrid - 17





NECESITAMOS LOS DONES
PERO TAMBIÉN UNA GRAN SABIDURÍA

Por Tomás Forrest, C.S.R

Demasiados vaivenes incontrolados en la soga de Tarzán explican en cierto sentido algunos problemas de la Iglesia y del mundo hoy día. En general son ejecutados cuando alguien ve la necesidad de un cambio, pero da un salto tan incontrolado e impreciso que cae en el otro extremo opuesto de misas en mangas de camisa celebradas en la cocina y con plegarias eucarísticas propias, o los que en comunidades religiosas se alejan tanto de la aceptación de la autoridad de sus superiores que terminan rechazando todo tipo de obediencia. En estudios escriturísticos las tangentes van en ambas direcciones, y así quienes nunca leyeron la Biblia, la citan ahora sin referencia alguna a la enseñanza de siglos o al magisterio de la Iglesia, mientras que algunos eruditos están tan fascinados con la ciencia moderna que hasta su propia fe parece depender de ella.

Ejemplos similares son aún más fáciles de encontrar en el mundo de hoy. Los esfuerzos de liberación de toda autoridad tiránica llevan a algunas personas a rechazar toda clase de autoridad, incluso la familiar, la de la escuela, el gobierno y aún la autoridad de Dios mismo. De una beatería exagerada, se pasa a la proclamación que toda expresión sexual es un placer tan inocente y asequible como comer helados sin conllevar en sí ninguna responsabilidad.

Creo que también vemos estos vaivenes en la renovación carismática. Antes del Concilio Vaticano II, la Iglesia tenía poco interés en los dones espirituales enumerados en 1 Corintios 12. Pero de esta carencia de interés vemos que el péndulo pasa a un uso exagerado e imprudente de los carismas, un modo de perder el poder real de los mismos. Aquí también se dan ejemplos que aclaran. De un extremo de negar la existencia misma del diablo, se pasa a exigir que legiones de demonios descubran su nombre cada vez que alguien tose o estornuda en una asamblea de oración. Del hecho de nunca esperar que Dios hable, se pasa a "profecías" tan interminables como los anuncios de televisión sin siquiera intentar discernir los lindos pensamientos y los verdaderos mensajes de Dios. De una fe exclusiva en médicos y píldoras, se puede cambiar a la aseveración de que todo el que usa medicamentos o va al médico en realidad carece de fe. Del mismo modo se puede pasar de una actitud dubitativa ante la posibilidad de ser tocado por Dios, a una insistencia desproporcionada en el "descanso en el Espíritu", que causa largas filas de gente tumbada por el suelo. En cuanto a curaciones, el cambio va de considerar todo dolor de estómago como un cáncer incurable, a hacer de cada asamblea de oración una proclamación de curaciones físicas automáticas sin referirse para nada al más salvífico de todos los misterios, el de la Cruz.

No hay manera de exagerar demasiado la imperiosa necesidad de los dones espirituales para la Iglesia y el mundo actuales. Son la fuerza que viene de arriba (Lc 24, 49), señales que firman el mensaje (Mc 16, 20), y la fuerza que viene de Dios y nos capacita para ser testigos de Cristo hasta los confines de la tierra (Hch 1, 8). Pero en vez de impedir los dones, se necesita sabiduría para usarlos mejor y de manera más permanente en la Iglesia. Y si los dones necesitan una disciplina, es mejor que la misma venga de los que creen en ellos y no de aquellos que los niegan o nunca los han experimentado. El punto de equilibrio es usarlos solamente para la gloria de Dios y según su plan, evitando todo interés o preocupación personal por lo sensacional que nos hace saltar de rama en rama en vez de aterrizar en tierra firme. Siempre habrá alguien alrededor que de manera infantil querrá efectuar el salto más grande, pero estos Tarzanes aficionados terminan por quebrar sus huesos y los de los demás. Juegan en vez de trabajar duro, pero nuestra tarea es aprender del ejemplo de Cristo mismo que usa los dones con una disciplina que libera todo el poder que tienen y al mismo tiempo les hace cumplir sus fines. De Jesús aprendemos que, si bien nos da un ministerio de curación importante, hay momentos en que debemos evitar sus aspectos más sensacionales (Mc 7, 36; Lc 8, 51-56). Nos enseña a echar fuera los malos espíritus, pero no de manera que hagamos publicidad de la pretendida superioridad o poder del demonio (Jn 16, 33), o que dé la impresión a cándidos exorcistas de que es alguien difícil de importunar (Mc 9,29; Hch 19. 13-16). Se nos enseña a desear los dones proféticos (1 Co 4. 1), pero también se nos muestra que la profecía es de una gran responsabilidad (Jr 23, 22), y que los profetas mismos son los primeros que deben desear un discernimiento autorizado (1 Co 14, 32-23; 1 Ts 5, 19-22; 1 Jn. 4, 1-3; 2 P 1, 21). Y que la armonía con la verdad revelada por Cristo es el primer principio de este discernimiento (Ap 19, 10).

Cristo quiere que tengamos una fe capaz de mover montañas de sufrimiento humano (Mc 11, 23), pero esto no significa que desee que invitemos a las serpientes a que nos muerdan (Mt 4, 5-7) o a que toda curación que viene de Dios debe ser milagrosa (Si 38, 19), o aplicar nuestra fe aun a caprichos más egoístas (St 4, 3). Cristo se enoja si no caminamos sobre las aguas (Mt 14, 31), pero ello no justifica hacer de cada milagro un espectáculo de circo (Jn 4, 48; Mt 12, 39; 17, 9). Jesús desea que tengamos un vocabulario de alabanza que nos haga trascender más allá de nuestras débiles palabras, pero no quiere que lenguas sea nuestro único modo de orar (Mt 6, 7-13), o que sea un estilo indisciplinado de oración que usamos para probar nuestra superioridad sobre los que carecen de ese don pero que en vez tienen uno mayor al expresarse con amor.

Necesitamos imperiosamente los dones, pero si queremos todo su poder debemos usarlos con gran sabiduría. Los carismas son los mensajeros y no el mensaje, signos que señalan a Jesús y no a sí mismos ni mucho menos a los "carismáticos" que los reivindican. Si los dones son siempre y únicamente considerados como fines en sí mismos nunca formarán una parte normal de nuestra vida cristiana, y algún día quizás no muy lejano se volverán a perder. Pero si, siguiendo el ejemplo de Jesucristo los dones son disciplinados según la mente de Dios y usados para el único propósito de revelarlo y glorificarlo, los experimentaremos como claves vitales de una fructífera evangelización y de la edificación del reino.



LA ENFERMEDAD COMO EXPERIENCIA DE NECESIDAD DE SALVACIÓN.


Por François Bourassa, S. 1.


El P. Bourassa es un conocido teólogo canadiense, profesor en Montreal y en Roma. Este artículo es la Tercera parte de su librito, L 'onction des malades (Roma, 1970).

JESÚS HA VENIDO PARA LOS ENFERMOS

El amor de Cristo por los enfermos y su ministerio de curación es uno de los rasgos más familiares y quizá el más luminoso de los relatos evangélicos, signo por excelencia de la venida de Dios entre los hombres.

Cuando Jesús empieza a manifestar su designio de salvación, Juan Bautista envía sus discípulos a preguntarle: "¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?". Y el Señor les contesta: "Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva" (Mt 11, 2-2-5; cf. Lc 7, 18-23).

Este anuncio Lucas lo ha entendido como el establecimiento del reino de Dios por la fuerza del Espíritu (Lc 4, 14-44). Las obras de Jesús en medio de los hombres son de un modo ordinario y, por así decir, cotidiano, milagros de curación (1).

Igualmente, para resumir la obra de Cristo en el recuerdo que les ha dejado, san Pedro dirá simplemente: "Cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos" (Hch 10. 38), y una tradición reproducida en San Mateo descubre en esto el secreto de su destino personal como Siervo de Yahvé: "El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8, 17: cf. Is 53, 4).

Jesús se manifiesta ahí no sólo como el taumaturgo revestido de1 poder de Dios, sino en primer lugar como el médico divino "no para los sanos, sino para los enfermos", y "para llamar no a los justos, sino a los pecadores a penitencia" (Lc 5, 31-32 p); siervo de Dios, entregado al cumplimiento de su plan, poniendo su poder al servicio de los hombres. Los reyes de la tierra imponen su dominio por la fuerza, ... él, "el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida por la redención de muchos" (Mc 10, 42-45; Mt 20, 25-28: Lc 22, 24-28; Jn 13, 1-17).

LA BUENA NUEVA A LOS ENFERMOS

Finalmente en Lucas, igual que en Marcos y Mateo (Mc 6, 5•13; Mt 4, 3-24 y 9, 35 - 10, 8), este ministerio está íntimamente unido a la vocación de los apóstoles y a la proclamación de las bienaventuranzas para consagrar la misión de la Iglesia en medio de los hombres, la Buena Nueva del reino a los pobres y a los afligidos: "Se pasó toda la noche en la oración a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles... Había una gran multitud de discípulos suyos y una gran muchedumbre del pueblo... que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades... Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos. [Lucas lo expresa también con las palabras: "El poder del Señor le hacía obrar curaciones" (Lc 5, 17)] Y él, alzando los ojos hacia sus discípulos, decía: Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios" (Lc 6. 12-20).

PALABRA DE VIDA
EN MEDIO DE LA DEBILIDAD

Estos hechos y obras de Cristo son por sí mismos la Palabra de salvación que quiere convencer a los hombres de que el poder de Dios operante en el mundo desde el principio está desde ahora y para siempre entregado a la liberación. Basta clamar en fe para oírse decir: ''Ten confianza, tu fe te ha salvado".

En el mismo momento en que la persona humana siente pesar sobre sí el peso de su debilidad, esta fuerza soberana de Amor se le manifiesta para salvarla, no por el poder o la voluntad del hombre, sino por la fuerza del Espíritu en la debilidad de la carne. Y, en este sentido, el texto de San Mateo que resume el ministerio de Cristo le da ya este carácter tan conmovedor, que se revelará en toda su profundidad en el sufrimiento de Cristo: "eran nuestras dolencias las que él llevaba... y con sus cardenales hemos sido curados" (Is 53, 4-5; cf. Mt 8, 17; IP 2, 24). Todos los autores del Nuevo Testamento han visto el cumplimiento de esta obra en la pasión de Cristo, en que su amor compasivo llega hasta asumir en la debilidad de la carne el dolor del hombre, para liberarlo: "El poder de Cristo te ha creado -dice san Agustín-, su enfermedad te ha recreado. La fuerza de Cristo ha hecho existir lo que no era, la debilidad de Cristo ha hecho que aquello que era no pereciese. Nos ha creado por su poder, nos ha buscado por su debilidad" (In Jo 15, 6).

Si es verdad que en San Juan las "obras" de Cristo son "signos" del misterio que realiza, concretamente estos signos son todos signos de la Vida que está en él desde el principio (2), y que ha venido a revelar y dar a los hombres con abundancia (3). Y así, las curaciones, como la del paralítico (Jn 5), del ciego de nacimiento (Jn 9) y finalmente la resurrección de Lázaro (Jn 11) son el signo y la garantía de esta fuerza de vida "Espíritu vivificante" , "Espíritu de Vida" (Jn 6, 63), que libera al cuerpo y al alma del poder de la muerte. Así no son un despliegue de prodigios, ni signos en el cielo (Mc 8. 11), sino signos de la vida y de la resurrección: "Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25).

CURAClÓN ES ENTRADA EN LA RESURRECClÓN

¡Cuántas veces los evangelistas señalan este sentido del gesto de Cristo diciendo al enfermo "Levántate", que significa de un modo bien característico su victoria sobre la muerte (4)! No son sólo para afirmar su poder y manifestar su divinidad, sino para revelar que en él la fuerza del Espíritu de Dios está desde ahora entregada para siempre a la liberación del hombre. Así, cuando, para asegurar a las generaciones futuras la presencia definitiva de su poder y la perennidad de su obra de amor en medio de los hombres, da a los apóstoles la misión de anunciar la venida de su reino, como él ha recibido "poder sobre toda carne" (Jn 17, 1), "les dio poder y autoridad sobre todos los demonios, y (poder) de curar los enfermos, y les envió a predicar el reino de Dios y obrar curaciones" (Lc 9, 1-2).

Esta misión ya asociada a la de anunciar la remisión de los pecados (5), les será confirmada para siempre por la resurrección (Mc 16, 15-20) con el poder de perdonar los pecados (6). Ya durante la vida de Cristo en la tierra, los apóstoles siembran por todas partes las curaciones con la Buena Nueva, "ungiendo con aceite a los enfermos" (Mc 6, 13). Después de la resurrección, revestidos con el poder del Espíritu (Hch 1, 8) continúan esta obra de salvación, según el mandato del Señor (Mc 16, 15-20).

LA ACCION DE CRISTO HOY

Actualmente, el poder de Dios no ha disminuido. La Buena Nueva se dirige a toda criatura, y el designio del Señor crece como el grano de mostaza, mientras permanece su presencia activa en el corazón de los creyentes: "Quien cree en mí hará las obras que yo hago, y las hará mayores" (Jn 14, 12: cf. Mt 17, 1 9; Lc.17, 6; Mc 16, 17-18).

Es en este convencimiento que la Iglesia ha continuado este ministerio de Cristo. La comunidad de creyentes se ha hecho cargo de los enfermos, así como de los pobres (Hch 4, 32; 2, 44-46) y los afligidos, a quienes pertenece el reino. La cristiandad ha multiplicado los hospitales, las obras de beneficencia y ha suscitado órdenes dedicadas al cuidado de los enfermos. Pero sobre todo la solicitud de la Iglesia les procura con el pan de vida el sacramento de la curación. Como en tiempo de Cristo, la virtud de Dios no alcanza al hombre más que en la fe: "Tu fe te ha salvado": "La oración de la fe salvará el enfermo" (St 5, 15).

LA ENFERMEDAD Y LA MUERTE COMO CONDICION HUMANA

Mas esta condición forma parte de la naturaleza misma de la salvación y de la Vida. Desde sus orígenes, el hombre vive en este mundo a la sombra de la muerte. Paradoja de la condición humana: el hombre desde siempre sueña en la inmortalidad, en poseer su vida. Su trabajo no tiene más que un sentido desde el primer día de su historia: el amor de la vida; su búsqueda no tiene más que un fin: la vida en plenitud. Y sin embargo, a pesar del éxito maravilloso de su esfuerzo, el hombre se encuentra siempre simple mortal aspirante a la inmortalidad.

"Hombre terrestre", su vida está, como toda vida sobre la tierra, marcada por el nacimiento, la lucha, el sufrimiento y la muerte. La vida nadie se la da, y no está en poder del hombre el apropiársela. El accidente más absurdo puede arrebatársela. En cada momento se le escapa; y no puede asegurar el mañana: ?"Esta misma noche se te pedirá tu alma".

La vida en este mundo está no solamente amenazada en todo momento, sino que está, desde su origen, encaminada hacia la muerte. Así, cotidianamente, en la muerte, el hombre se enfrenta ante el misterio de la vida. Lo que es lo más íntimo, lo más personal y lo más querido, la perla preciosa, el tesoro escondido al que lo sacrifica todo, no está en su poder el apropiárselo o poseerlo: nadie puede darse la vida o devolvérsela a sí mismo, ni por si mismo salvarla: "¿Qué dará el hombre en cambio de su vida?" (Mt 16, 26: "Quien quiera salvar su alma, la perderá" (Mt 16, 25).

Es esto mismo lo que manifiesta su precio. La vida no puede ser para el hombre el bien más precioso y el más puro, sino, porque es justamente y a condición de que lo sea siempre, lo que es imposible para el hombre.

LA VERDADERA SALUD

La experiencia de los siglos, progresivamente desarrollada en la filosofía religiosa de la humanidad, ha encontrado aquí su expresión más alta en la convicción de fe: la vida, la vida en plenitud que el hombre desea de todo corazón, que desea y que busca como la fuente y el cúlmen de todos sus bienes, es Dios, el Viviente, el Inmortal, el Dios vivo y "Dios de los vivientes"; para el hombre, la vida es el don de Dios: "En ti está la fuente de la vida (Sal 35, 10); "Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo" (Sal 41, 3).

De este modo, lo que el hombre considera más precioso, más personal, no puede ser para él sino un bien prestado, un tesoro que lleva en un vaso frágil, pero por esto mismo ya la revelación y la presencia en él del "Dios más íntimo a mi que yo mismo". Y así, cuando el hombre enfermo dirigiéndose al médico le pide que le devuelva la salud, que le salve la vida, el médico, como el sabio, lo sabe igual que el paciente, no es más que el servidor de un poder que se le escapa siempre, llamado también él a ser el servidor de Dios.

Y precisamente ahí donde el hombre, "después de haber acabado todos sus bienes" (Lc 8, 44), debe confesar su impotencia, viene Cristo, "el Autor de la Vida", venido no para los sanos, sino para los enfermos. Lo que ofrece, lo que da gratuitamente es una vida nueva, la vida en plenitud, la vida para siempre: ?"Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10); la vida no se alcanza sino por una resurrección y un nuevo nacimiento: "En él estaba la Vida".

LA FE, PUERTA DE LA VERDADERA VIDA

Pero esto sólo el creyente lo sabe, y por esto, esta vida, sólo la fe puede alcanzada: "La Vida ha sido manifestada... para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y que creyendo tengáis la Vida en su nombre" (1 Jn 1, 2; Jn 20, 31).

El médico sabe por experiencia cuán necesaria es la confianza del enfermo en su curación. Pero aquí se trata de una fe que nada puede defraudar, que encuentra su apoyo en la fuerza soberana del Amor que se da. "Por la fe" nos es concedido el "gloriarnos en la esperanza de la gloria divina. Más aún, nos gloriamos hasta en nuestras tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce la constancia, la constancia la virtud probada, la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 1-5).

La fe que salva es en el hombre esta voluntad soberana que, movida por la convicción íntima del amor de Dios, autor de la vida, la pone completamente en manos del Dios vivo, para encontrarla de nuevo en él: "Quien pierda su vida por mi, la salvará" (Lc 9, 24); "Yo doy mi vida para tomarla de nuevo, por esto el Padre me ama" (Jn 10, 17); "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6). Cristo, en su muerte y resurrección, es el camino único de la vida en este instante único y eterno en que la vida se convierte para el hombre en el acto más personal y más libre que exista por el don de su vida a Dios, consagración perfecta de su libertad.

NOTAS

(1) A parte de los numerosos relatos de curaciones que constituyen el trasfondo del Evangelio, he aquí los principales pasajes en que el ministerio de curación ejercido por Cristo es presentado como su actividad ordinaria y constante: Mt 4, 23-24; 8, 16; 9, 35; 10, 1-8; 12, 15-21; Mc 1, 32-39; 3, 7-15; 6, 6-13; Lc 4, 40-41; 5, 15-17; 6, 17-20; 7, 18-23; 9, 1-11; 10,1-9.

(2) Cf. 1 Jn 1, 1-2; Jn 1, 1-4; 5, 26; 11, 25.

(3) Cf. 1Jn 1, 2; Jn 10, 10; 17, 2; 5, 14-16; c. 6; c. l 1

(4) El verbo egeiro (St 5, 15) tiene como sentido usual: despertar (del sueño): Mt 8, 25; Hch 12, 7. En pasiva: Mt 1, 24; 25, 7; Mc 4, 27.
- Hacer levantar, particularmente a un enfermo, lo que ordinariamente quiere significar su curación: Hch 3, 7; Mc 1, 31; 9, 27; Hch 10, 26; Mt 12, 11; pasivo: Mt 8, 15; 9, 7.
- Designa las más de las veces la resurrección de los muertos, y principalmente la de Cristo: Jn 12, 1.17; ?Hch 3, 15; 4, 10; 13, 30; Rm 4, 24; 8, 11; 10, 9; Ga 1, 1; Ef 1, 20; CI 2, 12; 1 Ts 1, 10; Hb 11, 19; IP l, 21. Pasivo o intransitivo: Rm 6, 4-9; 8, 34: l Co 15, 12.20; 2Tm 2, 8; Mt 14, 2; 27, 64; 28, 7; Mc 6, 16; 12, 26; 14, 28,etc.

(5) Cf. Mc 6, 12-13; Mt 9, 1-14; Jn 5, 14; 9, 35.

(6) Mt 28, 18; Lc 24, 46-49; Jn 20, 22-23; Mc 16, 16-20.




DE LA TRADICIÓN ESPIRITUAL CRISTIANA

EL VERDADERO Y EL FALSO PROFETA



El fragmento que reproducimos a continuación está tomado de un escrito del siglo II conocido como El Pastor, de Hermas. Fue uno de los libros más universalmente estimados de la antigüedad cristiana, hasta el punto de que por algún tiempo se dudó si no pertenecería al canon de las Sagradas Escrituras, cayendo después en el olvido, hasta ser re-descubierto en el siglo pasado.

DISCERNIMIENTO DE ESPIRITUS

7. -Entonces, señor, le dije, ¿cómo se conocerá quién es verdadero y quién falso profeta?
-Escucha -me contestó- acerca de uno y otro profeta. Y conforme te voy a decir, así examinarás al verdadero y al falso profeta. Al hombre que afirma tener el Espíritu divino, examínale por su vida.

8. Ante todo, el hombre que tiene el Espíritu divino, el que viene de arriba, es manso, tranquilo y humilde; vive alejado de toda maldad y de todo deseo vano de este siglo; se hace a sí mismo el más pobre de todos los hombres; no responde palabra a nadie por ser preguntado; no habla a sombra de tejado; ni cuando el hombre quiere, habla el Espíritu Santo, sino entonces habla, cuando quiere Dios que hable.

9. Ahora bien, cuando un hombre, poseído del Espíritu divino, llega a una reunión de hombres justos que tienen fe en el Espíritu divino, y en aquella reunión de hombres justos se hace una súplica a Dios, entonces el ángel del espíritu profético, que está junto a él, hinche a aquel hombre y así, henchido del Espíritu Santo, habla en hombre a la muchedumbre conforme lo quiere el Señor.

10. De este modo, pues, se pondrá de manifiesto el espíritu de la divinidad. Y ahí has de ver cuán grande sea la virtud del Señor en orden al espíritu de la divinidad.

11. Escucha ahora -continuó diciéndome- las señales del espíritu terreno y vacuo que no tiene virtud alguna, sino que es necio.

12. En primer lugar, el hombre que aparenta tener espíritu, se exalta a sí mismo, quiere ocupar los primeros puestos; se hace en seguida desvergonzado y charlatán; vive entre toda clase de deleites y en muchos otros engaños; recibe paga por sus profecías, y si no se le paga, no profetiza,

¿Conque es posible que un Espíritu divino profetice a jornal? No, no cabe que así obre un profeta de Dios, sino que el espíritu de tales profetas es terreno.

13. En segundo lugar, el falso profeta no se acerca para nada a reunión alguna de hombres justos, sino que huye de ellos. En cambio, anda pegado a los vacilantes y vacuos, les echa sus profecías por los rincones y los embauca, hablándoles en todo conforme a lo que ellos desean vacuamente. Y es que, en efecto, a gente vacua responde. Un vaso vacío, chocando con otro vacío, no se rompe, sino que resuenan uno con otro.

14. Mas si sucede que el falso profeta se presenta a una reunión llena de hombres justos, que tienen el espíritu de la divinidad, y tratan de dirigir una súplica a Dios, entonces el hombre se queda vacío, y el espíritu terreno, de puro miedo, huye de él, y el hombre se queda mudo y se hace añicos y no es capaz de soltar una palabra.

15. Al modo que si almacenas en tu bodega vino o aceite, y allí, entre las tinajas llenas pones un cántaro vacío, luego, cuando quieras desocupar la bodega, hallarás vacío el cántaro que pusiste vacío; así estos profetas vacuos, cuando llegan a los espíritus de los justos, cuales vinieron, tales son hallados.

16. Ahí tienes la vida de uno y otro linaje de profetas. Así, pues, por sus obras y por su vida has de examinar al hombre que se dice a sí mismo portador del Espíritu.

17. Por tu parte, cree al espíritu que viene de Dios y tiene poder; mas al espíritu terreno y vacío no le creas en nada, pues no hay en él fuerza alguna, puesto que procede del diablo.





DONDE ESTÁ LA IGLESIA ALLÍ ESTÁ TAMBIÉN EL ESPÍRITU.


La predicación de la Iglesia presenta en todos sus puntos una inquebrantable solidez; permanece idéntica a sí misma y goza del testimonio de los profetas, de los apóstoles y de todos sus discípulos, testimonio que engloba "el principio, el medio y el fin", es decir, la totalidad del plan de salvación de Dios y de su acción infaliblemente ordenada a la salvación del hombre para fundamentar nuestra fe.

Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la conservamos con esmero, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como algo de gran valor guardado en una vasija excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer a la misma vasija que lo contiene.

Porque es a la misma Iglesia a quien se le ha confiado el "Don de Dios" (Jn 4, 10) como el aliento a la obra modelada (Gn 2, 7), para que todos los miembros puedan formar parte de ella y ser así vivificados: es en ella que ha sido depositada la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, arras de la incorruptibilidad (Ef 1, 14; 2 Co 1, 22), confirmación de nuestra fe (Col 2, 7) y escalera de nuestra ascensión hacia Dios (Gn 18, 12), porque "en la Iglesia, dice la Escritura, Dios ha colocado apóstoles, profetas y doctores" (1 CO 12, 28) y toda la restante obra del Espíritu (1Co 12, 11).

De este Espíritu se excluyen, por lo tanto, todos los que, rechazando el acudir a la Iglesia, se privan ellos mismos de la vida, por sus doctrinas falsas y sus acciones perversas. Porque allí donde está la Iglesia, allí también está el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia. Y el Espíritu de Dios es la Verdad (I Jn 5, 6).

Por esto los que se excluyen de él no se alimentan tampoco de los pechos de su Madre para tener vida, y no tienen parte en la fuente límpida que brota del Cuerpo de Cristo (Ap 22, 1; Jn 7, 37-38), sino que "se excavan cisternas rotas" (Jr 2, 13) hechas de fosas de tierra, y beben el agua fétida allí estancada: huyen de la fe de la Iglesia por miedo a ser desenmascarados, y rechazan el Espíritu para no ser instruidos. Hechos extranjeros a la verdad, necesariamente se revuelven en el error y son zarandeados por él, piensan de forma distinta sobre las mismas cosas, según el momento y nunca tienen una doctrina firmemente establecida, porque quieren ser sofistas de las palabras más que discípulos de la Verdad. Porque no están fundados sobre la Roca única, sino sobre la arena (Mt 7, 24-27), una arena que está llena de piedras.


SAN IRENEO DE LYON, Contra las herejías III, 24, 1-2