VIVIR EN CRISTO BAJO LA ACCIÓN DE SU ESPÍRITU

ANDRÉS MOLINA PRIETO, PBRO.

Los miembros de la Renovación Carismática Católica han sido descritos como aquellos testigos que, en sus respectivas comunidades o Grupos han visto y han creído. Es decir, como creyentes que han acogido gozosamente la Buena Noticia. Han sido liberados de sí mismos y curados de sus heridas. Han hallado luz para el camino y han acogido, contentos, la gratuidad del amor de Dios, sintiéndose dispuestos para alabarle y proclamar ante el mundo lo que sus ojos y sus manos han tocado respecto del Verbo de la Vida.

Cuando el Magisterio de la Iglesia se ha referido a la Renovación Carismática lo ha hecho subrayando, entre otros, estos dos rasgos: deseo de entregarse totalmente a Cristo y una exquisita docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo. Deseamos glosar, muy sumariamente, una fórmula que resume bien, a nuestro juicio, la fisonomía interior y el ideario-programa de la Renovación: vivir en Cristo bajo la acción de su Espíritu. Pensamos que quien acierte a vivirla ha encontrado el valioso tesoro y la perla preciosa de que nos habla Jesús en el Evangelio (Mt 13,44-46).





I. SER CRISTIANO ES VIVIR EN CRISTO



La RCC no pretendió nunca crear en la Iglesia una organización paralela a las numerosas que ya existen sino excitar la fe viva en la presencia del Señor actuando a través del Espíritu Santo que es quien renueva nuestra vida personal, familiar, profesional, social y política. Viene a llenar un peligroso vacío enseñándonos que el Espíritu actúa en todos los sitios donde la fe, la esperanza y la caridad están en acción. Y sobre todo, nos enseña una verdad fundamental tan irrenunciable como totalizadora: ser cristiano es vivir en Cristo. En esta única dirección nos mueve, nos impulsa y nos fija el Espíritu Santo.

Se trata del núcleo vital desde el cual cobran sentido todos los demás temas y cuestiones de la vida cristiana. Evidentemente, ésta desaparecería si no hubiera vida en Cristo, alma y motor de toda espiritualidad evangélica, eclesial, activa y contemplativa. Todo el Nuevo Testamento, y más en concreto las Cartas de S. Pablo giran en torno a este eje central. Excúsenos el lector de aducir citas que ocuparían - y aún rebasarían - la extensión de este modesto artículo. Tanto para Juan Evangelista como para el Apóstol de las Gentes, ser en Cristo, estar en Cristo, vivir en Cristo y comunión con Cristo son expresiones sinónimas que significan lo mismo, es decir, centrar en el Misterio Pascual de Jesucristo (Pasión-Muerte-Resurección-Ascensión) el fundamento de la vida cristiana. La autodonación y entrega de Dios en Cristo, la inhabitación de la Trinidad en nosotros, así como la presencia dinámica y transformante del Espíritu son fruto de "nuestro ser y vivir en Cristo".

Las fórmulas joánicas y paulinas de esta comunión y permanencia "en Cristo" son sumamente reveladoras de una vida de creciente identificación con Él, como meta de toda verdadera ascesis y experiencia mística. Aunque nuestra vida cristiana nos viene dada por la gracia de la filiación adoptiva conferida en el bautismo sacramental, en virtud de nuestra regeneración o "Vida nueva", y toda nuestra fraternidad descansa en la filiación, conviene prestar atención a lo que reclama de un genuino cristiano ser y vivir en Cristo entendiendo correctamente esta sublime realidad.

1) Vida filial. Es imposible comprender el rico y pluriforme contenido de nuestro "vivir en Cristo" si no arrancamos de un principio luminoso que nos permite valorar con acierto todas sus consecuencias: Estar con Jesús y participar de la vida que Él tiene y es, recibida a su vez del Padre, es el centro nuclear, el punto básico de la existencia del creyente, y la máxima plenitud a la que el hombre puede aspirar. Esquemáticamente, el contenido de nuestro vivir en Cristo se traduce en los siguientes efectos que nos limitamos a enumerar simplemente: conocer, amar y glorificar al Padre. Confiar en Él, vivir en comunión con Él, cumplir su voluntad, imitándole: Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial (Mt 5,48). Todo este programa debe realizarse y vivirse en Cristo.

2) Vida fraterna. La fraternidad se recibe y se vive en el Señor, se vive en Cristo y por Cristo. Se despliega en el amor teologal, y tiene su fuente ontológica en el mismo amor de Dios, ya que el cristiano ama con el mismo amor con que el Padre y el Hijo nos aman.

3) Vida cristiforme. Responde al designio salvífico del Padre: A los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo (Rom 8,29). Esta vida cristiforme, siempre en progreso bajo la acción del Espíritu, abarca a toda la persona, y constituye en todo momento el necesario punto de partida para una respuesta integral de fidelidad amorosa.

4) Vida según el Espíritu. Son incontables los textos en los que se afirma la relación entre el Espíritu y la vida del cristiano. La relación entre el "vivir en Cristo" y "vivir según el Espíritu" ha de contemplarse desde una doble perspectiva que es complementaria: la actuación del Espíritu en Cristo, y la actuación del Espíritu en nosotros. En cuanto al primer aspecto advertimos en la vida de Cristo la presencia actuante del Espíritu comunicándole fuerzas para su misión, y moviéndole a obedecer, en libertad, a la voluntad del Padre.

En cuanto a nosotros es el Espíritu el que nos anima, nos guía y nos identifica con Jesús. Consiguientemente, no es posible "vivir en Cristo sin la presencia santificadora y activa del Espíritu Santo, alma de nuestra alma y vida de nuestra vida.

Resumiendo los cuatro efectos de nuestro "vivir cristiano" en sentido interior o "desde dentro", advertimos que queda encuadrado en cuatro coordenadas: filiación, fraternidad, cristiformidad o semejanza con Cristo, y espiritualidad o presencia inhabitadora del Espíritu. Cuando el apóstol Pablo enseña a los romanos (5,5) que el amor de Dios se ha derramado en nosotros por el Espíritu Santo inhabitador, nos ofrece una síntesis armónica de las expresiones más profundas de San Juan: Dios es Espíritu y Dios es Amor.

Si abundan por doquier los cristianos inconscientes, irresponsables e incoherentes, y si comienza a surgir en nuestros ambientes cristianos toda una abigarrada gama de tipologías excéntricas que sin renunciar expresamente a su fe la consideran como una simple etiqueta atávica o sociológica, la causa es siempre la misma: no aprendieron, no quisieron, o no acertaron a vivir en Cristo y a vivir a Cristo. Todo se quedó en la periferia como un barniz superficial que pronto desaparece. Cuando Cristo no es vivido, sino tan sólo pensado y nuestra vinculación con Él se limita únicamente a recitar el "Credo", o poco más, la vida cristiana se esteriliza o se convierte en una mediocridad inútil.

II. NO HAY VIDA CRISTIANA SIN ESPÍRITU SANTO

Desarrollemos algo más la idea expresada ya globalmente trazando un segundo círculo concéntrico: si es imposible concebir la vida cristiana sin vivir en Cristo, es igualmente inconcebible vivir en Cristo sin ser movidos y guiados por el Espíritu Santo. Es penoso constatar con qué facilidad se habla entre cristianos de "espiritualidad" sin referirse al Espíritu Santo. Esto entraña una gravísima contradicción. Porque "cristiano" viene de Cristo, como "espiritual" viene de Espíritu. Toda espiritualidad cristiana que prescinda del Espíritu Santo ni es espiritualidad ni es cristiana. Nos explicamos ahora la raíz de tantos fallos, el motivo de tantos esfuerzos baldíos, la causa de tantos desajustes, infidelidades y abandonos.

Méritos de la Renovación Carismática ha sido valorar, subrayar y acentuarlo que había quedado olvidado o marginado: la presencia actuante y transformante del Espíritu Santo con el influjo múltiple de su gracia renovadora y el auxilio multiforme de sus dones. La vida cristiana se ha visto así iluminada, reajustadas, fecundada y potenciada, volviendo a recuperar su maravillosa identidad, y la irresistible pujanza del manantial que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14).

I. Superar nuestras dificultades para representarnos al Espíritu como Tercera Persona. La Teología y el Dogma Católico han encontrado las fórmulas de igualdad entre el Padre y el Hijo, pero, como se ha observado con razón, queda una dificultad que, si no significa nada desde el punto de vista doctrinal, es de mucha importancia en la vida cristiana: no se nos ha ofrecido una fisonomía determinada del Espíritu Santo.

De Dios Padre tenemos la visión de hijos confiados en su Providencia. Sobre Dios-Hijo la revelación del N. Testamento ha sido muy completa: Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. En cuanto al Espíritu Santo conocemos por la fe su divinidad y consustancialidad con el Padre y el Hijo, en la vida intratrinitaria, pero no hemos sabido captar en general su lugar adecuado en la economía de la salvación y en el proceso creciente de la santificación. Hemos de saber superar este obstáculo acudiendo a las mismas Fuentes Reveladas y al Magisterio vivo de la Iglesia, evitando todo concepto estático o inmovilista, como si el Espíritu no actuara, no moviera, no impulsara, no guiara. Todas las funciones del Espíritu enviado por Jesús (Jn 15,26), todos sus nombres y símbolos nos hablan de gracia, de caridad-amor y de dones. Es urgente vivificar nuestra piedad trinitaria, fomentando las relaciones personales con el Espíritu Santo. No olvidemos en ningún momento que tiene la misión de ser nuestro director, consolador, instructor y maestro. No viene a enseñarnos verdades nuevas sino que hará comprender a los discípulos las ya explicadas por Cristo, pero actuando desde dentro del alma, por cierta con naturalidad. Toda la teología de Juan y Pablo están suponiendo esta presencia gratificante y renovadora. Se ha afirmado con acierto que las "Credenciales" de la Renovación Carismática son el conocimiento de Jesucristo, la revelación de Dios Padre, la alabanza y la facultad de proclamar lo que Dios ha hecho.

Pues bien, todas estas realidades serán efectivas o se mostrarán vivenciadas en la medida en que dejemos manos libres al Espíritu. Es preciso instalarse en el meollo de la inhabitación trinitaria que es la autodonación del Padre a Cristo, y por Cristo, en el Espíritu, a los hombres.

2. Descubrir en la actuación del Espíritu las características de nuestra espiritualidad. Se han enumerado las siguientes como las más importantes: Debe ser integradora de la persona humana, resultado de una experiencia personal de fe, vivida en el Espíritu, gozosa y dialogante, realista y eclesial fraterna y apostólica, afectiva y relacional, contemplativa del Dios unitrino y crecientemente pascual, sabiendo afrontar el misterio de la cruz. El redescubrimiento del Espíritu está siendo nota dominante de la espiritualidad posconciliar y fruto sabrosísimo de muchos movimientos eclesiales, suscitados en los últimos decenios. Entre ellos destaca la Renovación Carismática empeñada en hacer visible y palpable la hermosa síntesis agustiniana: Lo que el alma es en el cuerpo del hombre, esto mismo es el Espíritu Santo para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. La Renovación se encarga de confirmarlo al confesar testimonialmente que "el Señor es el Espíritu" (2 Cor 3,17).

(Nuevo Pentecostés, nº 39)