SED SANTOS PORQUE YO SOY SANTO

Por P. Raniero CANTALAMESSA, OFMCap

"Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y como a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos,porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa" (Ex , 19,4-6).

Con estas palabras que Dios dirige a Moisés se abre el relato de la alianza del monte Sinaí. Estas palabras presentan ante nuestra mirada una visión grandiosa. Todo lo que Dios ha hecho hasta ahora - creación del mundo, Pascua, liberación de Egipto- todo tenía la finalidad precisa de establecer con el pueblo una alianza y hacer de él una nación santa. La santidad del pueblo se nos presenta como la finalidad y el contenido de la historia de la salvación. Al final de todo su peregrinar, Dios esperaba, por decirlo así, al pueblo de Israel sobre la cima del monte Sinaí («Os he traído a mí») para comunicarle su santidad.

La santidad es el tema dominante del libro del Levítico, en el que leemos: «Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2).

En el Deuteronomio comienza a clarificarse qué significa ser santos. «T ú - se lee- eres un pueblo consagrado a Yahveh tu Dios; él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que hay sobre la haz de la tierra» (Dt 7,66). «Santo» significa, pues, «consagrado», es decir, elegido y separado del resto del mundo y destinado al servicio y al culto de Dios. Santo es todo lo que entra en una relación particular con Dios, después de haber sido separado de todo lo demás.

Pasamos ahora al Nuevo Testamento. San Pablo escribe: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef5,25-27). Se repite, no ya a nivel de símbolos y figuras, sino en la realidad, lo que hemos visto a propósito del Sinaí. Todo lo que Jesús ha hecho - encarnación, pasión, resurrección- tiene esta finalidad precisa: formar un pueblo santo, una Iglesia santa.

También la nueva creación y el nuevo éxodo tendían a la santificación del pueblo. San Pedro lo dice, aplicando a los cristianos las palabras del Exodo que hemos escuchado antes: «Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido» (1 P 2,9).

De aquí brota el gran mandato que leemos en la misma carta de Pedro y que constituye el tema de esta asamblea: «Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: "Seréis santos, porque santo soy yo"» (1 P 15-16). El ideal de la santidad se transmite de este modo de Israel a la Iglesia. Podemos hacer ya una observación importante. «Sed santos», más que un mandato, es un privilegio, un don, una concesión inaudita, una gracia. No es, como podría parecer, una obligación superior a nuestras fuerzas que Dios carga sobre nuestras espaldas, sino una herencia paterna que quiere transmitirnos. El motivo fundamental por el cual debemos ser santos es que él, nuestro Dios, es santo. Es una especie de herencia, que los hijos deben «asumir» de su padre. «Sed perfectos - dice Jesús- como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). Del mismo modo que cada padre desea transmitir a su hijo, junto con la vida, lo mejor de él, así el Padre celeste, que es santo, quiere darnos su santidad. Pero mientras que un padre y una madre terrenos transmiten lo que tienen, no lo que son, Dios, por el contrario, nos transmite también lo que es. El es santo y nos hace santos; Jesús es Hijo de Dios y nos hace hijos de Dios como El. Nuestra primera tarea es, pues, liberar la palabra «santidad» de todo lo que inspira miedo, presentándola como un ideal demasiado alto para criaturas hechas de carne y sangre como nosotros, como si hacerse santos significase renunciar a ser hombres o mujeres normales, plenamente realizados en la vida. Es éste un prejuicio difundido, debido quizá al hecho de que, en el pasado, se ha unido frecuentemente la santidad a realizaciones particulares y fenómenos extraordinarios. Hemos de empezar enamorándonos de Ja palabra «santidad», de tal modo que, al oírla, no sintamos miedo, sino que vibren las cuerdas más profundas de nuestro ser y nos llene de santa nostalgia.

Nosotros estamos hechos para la santidad. Según la filosofía, el hombre está determinado por su naturaleza. Es lo que es «por nacimiento": un «animal racional", o como queramos definir al hombre.

Todo lo que hace a lo largo de su vida no cambia esencialmente nada. Sigue siendo un verdadero y perfecto hombre, tanto si vive bien como si vive mal. Para la Biblia no es así. El hombre no es solo naturaleza, sino también vocación. No sólo es lo que "es" desde su nacimiento, sino también lo que "está llamado a Ser" con el ejercicio de su libertad, en la obediencia a Dios. Ahora bien, según la Escritura, nosotros estamos "llamados a ser santos" (1 Co 1,2); somos "santos por vocación" (Rm 1,7) . Hemos sido creados "a imagen de Dios" (ésta es, según la Biblia, nuestra verdadera naturaleza) , y estamos destinados a ser "semejanza de Dios" (Gn 1,26), y ésta es, para la Biblia, nuestra verdadera vocación. Por esto san Pedro podía decir: "Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta".

Podemos sintetizar todo esto en una especie de silogismo, si es que esta palabra no nos da demasiado miedo. El silogismo, o razonamiento, es el siguiente:
El hombre y la mujer son lo que están llamados a ser.
El hombre y la mujer están llamados a ser santos.

- Así pues, nosotros somos verdaderamente hombres o verdaderamente mujeres sólo si somos santos.

Ser santos significa, por la tanto, ser criaturas realizadas, logradas; no ser santos significa fracasar. El contrario de "santo" no es "pecado", sino "fracasado". Sabemos que se puede fracasar en la vida de muchas maneras. Un hombre puede fracasar como marido, como padre, como hombre de negocios, como político; una mujer puede fracasar como esposa, como madre, como educadora...; también un sacerdote puede fracasar de varias formas. Pero se trata de fracasos relativos. Uno puede ser un fracasado desde todos estos puntos de vista y, sin embargo, continuar siendo una persona estimable, incluso un santo. Ha habido santos que, humanamente hablando, han fracasado en todos los frentes, expulsados incluso de la orden religiosa que ellos mismos habían fundado. No es así en nuestro caso. No hacerse santos es un fracaso radical, irremediable, porque se fracasa en cuanto criaturas, sin posibilidad de recurso alguno. Tenía razón Ch. Péguy cuando decía que "la única desgracia irreparable en la vida es la de no ser santos".

El filósofo BIas Pascal ha formulado el famoso principio de los tres diversos niveles u Órdenes de la realidad: el orden de los cuerpos o de la materia, el orden del espíritu o de la inteligencia y el orden de la santidad. Una distancia casi infinita separa el orden de la inteligencia y el espíritu del de la materia; pero una distancia "infinitamente más infinita" separa el orden de la santidad del de la inteligencia, porque es un orden que está por encima de la naturaleza. Los genios, que pertenecen al orden de la inteligencia, no tienen necesidad de las grandezas carnales y materiales, que nada les añaden y nada les quitan. De igual modo los santos, que pertenecen al orden de la caridad y de la gracia, no tienen necesidad ni de las grandezas carnales ni de las intelectuales, que nada les añaden y nada les quitan. "A esos - dice el filósofo- los ve Dios y los ángeles, no los cuerpos ni las mentes curiosas; les basta Dios". (B. Pascal, Pensamientos, 793).

Esto nos permite valorar adecuadamente la humanidad que nos circunda. La mayoría de la gente se queda en el primer nivel y ni siquiera sospecha la existencia de un nivel superior de vida y de humanidad. Son los que se pasan la vida acumulando riquezas materiales, cultivando la belleza física o el vigor y la salud del cuerpo. Según santa Teresa de Jesús, son los que permanecen durante toda la vida en el primer piso delCastillo interior; o de las Moradas, es decir, en los establos, sin subir nunca a los pisos superiores. Otros piensan que el valor supremo y el vértice de la realidad es la inteligencia y el genio. Aspiran a realizarse en el ámbito de las letras, de las artes, del pensamiento. Sólo unos pocos saben que existe un tercer nivel superior a todos, el de la santidad. Superior porque afecta a la parte más noble del hombre y no acaba con esta vida, sino que tiene ante sí la eternidad. Los que saben esto no se pueden quedar tranquilos en el primer o segundo nivel.

Hemos de superar otro prejuicio, a propósito de la santidad, además del que acabamos de examinar, según el cual no nos podemos realizar plenamente. Se trata del prejuicio de que la santidad es un ideal reservado a una élite que vive en condiciones especiales, como los religiosos, los sacerdotes, las religiosas. Todos conocemos el texto del Concilio Vaticano II que habla de la "universal vocación del pueblo de Dios a la santidad". Entre otras cosas, dice: "por ello, en la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: Porque ésta es la voluntad de,Dios, vuestra santificación (1 Ts 43) (Lumen gentium 39). Un día, un periodista le preguntó a quemarropa a la Madre Teresa de Calcuta qué se sentía al ser considerada por todo el mundo una santa.

Ella reflexionó un momento, y luego dijo: «Ser santos no es un lujo, es una necesidad». Es cierto. Ser santos no es un opcional; es el deber primero y más grande que tenemos.

Después de esta introducción sobre el sentido y la importancia de la vocación a la santidad, pasamos a ilustrar las tres actitudes fundamentales que hemos de cultivar con respecto a ella. En primer lugar, debemos contemplar la santidad en su misma fuente; en segundo lugar, debemos beber, es decir, hacer nuestra, esa santidad, acogerla, revestirnos de ella;

en tercer lugar, debemos modelar sobre ella nuestra vida, o, como decía san Pedro, «ser santos en toda nuestra conducta». Tres palabras resumen todo este programa: contemplación, apropiación, imitación.

Nos servirán de títulos para las etapas de la reflexión que vamos a desarrollar.

I. Contemplación

Hablando de santidad, la primera cosa que hemos de aclarar es que es algo que ya existe. No es necesario, y no sería tampoco posible inventarla o crearla por nosotros mismos. La santidad es un producto en el que nadie puede escribir "producción propia". Esto sólo lo podemos escribir en el pecado.

La santidad es Dios mismo. El título predilecto de Dios en Isaías es "el Santo de Israel". También para María es éste el nombre propio de Dios: "su nombre es Santo", exclama en el Magníficat. También la liturgia, en la segunda Plegaria Eucarística, dice: «Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad».

Santo, Qadosh, es el título más numinoso que existe del Dios de la Biblia. Nada como la percepción de su santidad puede damos el sentimiento vivo de Dios. La impresión más sobrecogedora del profeta Isaías en la visión de la gloria de Dios fue la de su santidad, que los serafines proclamaban diciendo «santo, santo, santo es el Señor Dios del universo» (Is 6,3).

El término bíblico qadosh contiene la idea de separación, de diversidad. Dios es santo porque es el «totalmente otro» con respecto a todo lo que la criatura puede pensar y hacer. Es el absoluto, en el sentido original de absolutus, desligado de todo lo demás y aparte. Es el trascendente, en el sentido de que está más allá de todas nuestras categorías. La Biblia entiende todo esto no en sentido metafísico sino moral, es decir, referente no al ser sino al actuar de Dios. Los juicios de Dios, sus obras y sus vías suelen ser llamados santos, o también rectos y justos.

No obstante, santo no es un concepto principalmente negativo, que indica separación y ausencia de mal y de mezcla en Dios, sino un concepto

sumamente positivo. Indica una pura plenitud. En nosotros, que somos criaturas, la plenitud nunca está unida con la pureza. Una contradice a la otra. Nuestra pureza se obtiene siempre eliminando algo, purificándonos, eliminando el mal que existe siempre en nuestras acciones. En Dios no ocurre así. En Él coexisten pureza y plenitud, y constituyen la suma simplicidad o santidad de Dios. La Escritura expresa perfectamente este concepto diciendo que a Dios «nada le ha sido añadido ni quitado» (Si 42,21). En cuanto que es suma pureza, nada hay que quitarle; en cuanto que es suma plenitud, nada se le puede añadir. San Juan expresa la misma verdad con la sugestiva imagen de la luz: «Dios -dice- es Luz, y en él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5).

Dios es, pues, la fuente de toda santidad. Pero esta santidad divina no está a nuestro alcance, es inaccesible para nosotros. Él es espíritu, nosotros somos carne; hay un abismo entre nosotros y Él. «Soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy el Santo», dice el Señor (Os 11,9). Pero la consoladora respuesta a esta realidad es que la santidad de Dios se ha hecho carne y ha venido a habitar entre nosotros. Cuando, después del discurso en la sinagoga de Cafarnaún sobre el pan de vida y la reacción escandalizada de algunos discípulos, Jesús pregunta a los apóstoles si también ellos se quieren ir, Pedro responde: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69).

Encontramos este mismo título en un contexto diametralmente opuesto, aunque también ambientado en la sinagoga de Cafarnaún. Un hombre poseído por un espíritu inmundo se pone a gritar cuando aparece Jesús: «¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios» (Lc 4,34). La percepción de la absoluta santidad de Cristo se da aquí por contraste; los demonios no pueden soportar la presencia de la santidad de Cristo, de tan fuerte que es. Nuestra contemplación de la santidad de Dios se concentra ahora en la persona de Jesucristo; El es la fuente histórica de donde viene toda santidad. El Evangelio es el nuevo «código de santidad» ¿Cómo se nos presenta la santidad de Jesús en los Evangelios? Se trata en primer lugar de una santidad absoluta, tanto en su aspecto negativo, de ausencia de pecado, como en su aspecto positivo de adhesión amorosa e ininterrumpida a la voluntad del Padre. En cuanto al primer aspecto, Jesús puede decir: "¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador?" (Jn 8,46); en cuanto al segundo, puede decir: «Yo hago siempre la que le agrada a él» (Jn 8,29); «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado» (Jn 4,34). La santidad de Jesús representa el infinito en el orden ético. Ningún pecado, nunca un momento de separación de la voluntad del Padre; ninguna tregua en el querer y obrar el bien, tanto en las grandes cosas como en las pequeñas. Todo en Él es verdad, todo es amor, siempre. Nuestra mente se pierde, no alcanza a pensar una perfección tan absoluta.

La de Cristo es también una santidad vivida. La lectura de los Evangelios nos muestra cómo la santidad de Jesús no es un principio abstracto o una simple deducción teológica, sino que es una santidad real, vivida momento a momento y en las situaciones más concretas de la vida. Las Bienaventuranzas, por dar un ejemplo, no son un hermoso programa que Jesús traza a sus discípulos, sino que en ellas les entrega su misma vida y experiencia, llamándolos a entrar en su esfera de santidad. Enseña lo que hace, por esto dice: «Aprended de mí» (Mt 11,29). Dice que perdonemos a los enemigos (que es la exigencia ética más radical que podamos pensar), pero sabemos que El mismo ha perdonado a quienes le clavaban en la cruz: "Padre, perdónales, porque no saben la que hacen". (Lc 23,34).

Finalmente, la de Cristo es una santidad acrecida. En Jesús encontramos una santidad dada de una vez para siempre, existente desde el principio de su vida y debida a su unión hipostática con el Verbo de Dios, y una santidad adquirida en el curso de su vida. Él es aquel «a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo» (Jn 10,36), pero es también aquél que, como hombre, «se santifica a sí mismo» (cf. Jn 17,19), es decir, que crece en santidad, al igual que crece en gracia (cf. Lc 2,52).

¿Y cómo crece Jesús en santidad? Crece mediante sus sucesivos actos de obediencia, sus fíat al Padre, cada vez más exigentes, hasta el de Getsemaní y el de la cruz. El acto supremo de la santidad de Cristo, como hombre, se da cuando, sobre la cruz, se abandona al Dios que lo abandona. Contemplando la santidad de Jesús, también la liturgia se llena de estupor y exclama en el Gloria: « Tu solus sanctus, solo Tú eres Santo».

En Jesús vemos, pues, que ser santos significa ser hombres verdaderos, auténticos. La Iglesia, en el concilio de Calcedonia, ha definido a Jesús como «hombre perfecto» (o «perfecto en humanidad») (DS 301). Esta expresión fue interpretada en un primer momento en el sentido de hombre «completo», es decir, dotado de todos los componentes esenciales que constituyen el ser humano. Y ello debido a que unos herejes negaban la realidad del cuerpo de Jesús (Docetas), otros la de su alma (Apolinaristas) y otros la de su voluntad y libertad humanas (Monoteletas). En la actualidad, este dogma está expuesto a un grave peligro y a una interpretación incluso aberrante. Algunos muestran tanto celo en afirmar la plena humanidad de Jesús, que llegan a decir que, si Jesús era «verdadero hombre», entonces también él debió de conocer nuestras tentaciones, rebeliones y debilidades humanas. Todavía está vivo el rumor provocado hace algunos años por la película «La última tentación de Cristo», en la que se representaba a un Jesús sobre la Cruz, hipnotizado ante la tentación de la carne, que era, por lo demás, la más absurda e inverosímil en aquel momento.

Pero si volvemos a interrogar al Nuevo Testamento, descubrimos qué quiere decir que Jesús es «verdadero» hombre, u hombre «perfecto». Significa que es el hombre "nuevo", el hombre sin pecado que finalmente realiza plenamente la vocación del hombre, que consiste en ser imagen de Dios. Decir que Jesús es hombre verdadero, significa, para la Biblia, decir que es santo. Jesús no es tanto el hombre que se asemeja a todos los demás, cuanto el hombre al que todos los demás deben asemejarse. Es el modelo perfecto de humanidad, «el Adán definitivo», como lo define san Pablo (1Co 15,45), y esto precisamente porque es el Santo de Dios. Es la prueba más luminosa de lo que se decía al inicio. No es la santidad lo que nos hace menos hombres o menos mujeres, sino el pecado. Tenía razón León Bloy: «una mujer, en cuanto que es más santa, es más mujer».

Hombre verdadero, auténtico, lo es sólo el santo. Lo vemos también en la historia. ¿Qué figura de hombre o de mujer ha encontrado un asenso tan universal, incluso por parte de los no creyentes, como un san Francisco de Asís o una santa Teresa de Jesús? .

2. Apropiación

Pasamos ahora al segundo momento del itinerario que nos está llevando a descubrir la santidad, y que hemos llamado el momento de la apropiaci6n. A este respecto, tengo una buena noticia, un alegre anuncio para vosotros. Y este alegre anuncio, no es tanto el hecho de que Jesús es el Santo de Dios, o que también nosotros estamos llamados a la santidad, sino el hecho de que Jesús nos comunica, nos da, nos regala su misma santidad. Su santidad es también la nuestra. Es más, Él es nuestra santidad. Está escrito, en efecto, que Dios lo hizo "para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificaci6n y redenci6n" ( 1 Co 1,30 ) . Para nosotros, no para sí mismo, pues El ya era santo.

Pero para entender esto que quiero decir, es indispensable que tengamos claro en la mente el concepto o imagen del golpe de mano. Podemos llamarlo también golpe de audacia, o golpe de genio. "Golpe de mano" (coup de main) es una expresi6n típica de la lengua francesa, difícil de traducir en otras lenguas. Indica un movimiento rápido, inteligente, hecho en el momento justo, mediante el cual se resuelve brillantemente una situaci6n difícil, obteniendo un resultado desproporcionado con respecto a los medios y el tiempo empleados. Es como tomar un atajo que en un instante te lleva a la meta.

Escuchemos la historia de uno de estos golpes de audacia de la fe, narrado por un gran creyente que era también poeta. Nos ayudará a entender de qué se trata. Un hombre - dice- tenía tres hijos que, un desgraciado día, enfermaron. (Sabemos que este hombre era él mismo, Ch. Péguy). Su mujer tenía tanto miedo que estaba ensimismada, sin decir palabra y con la frente fruncida. Él, sin embargo, no; él era un hombre; no tenía miedo de hablar. Había comprendido que las cosas no podían seguir así. Por eso, había hecho un gesto audaz. Al pensar en ello, incluso se admira un poco y hay que decir la verdad: había sido un gesto atrevido. De la misma forma que se cogen tres niños y se colocan los tres juntos, d mismo tiempo, como quien juega, en los brazos de su madre o de su nodriza, que ríe y hace exclamaciones porque son demasiados para poder sostenerlos, así hizo él, atrevido como un hombre: cogió - mediante la oración- a sus tres hijos enfermos y, tranquilamente, los puso en los brazos de Quien carga con todos los dolores del mundo. (Alude a una peregrinación que hizo desde París hasta Chartres para poner a sus niños bajo la protección de la Santísima Virgen). "Mira -decía- te los doy, doy la vuelta y echo a correr, para que no puedas devolvérmelos. Ya no los quiero, ¡ahí los tienes!" ¡Cómo se alababa por haber tenido el coraje de hacer ese gesto! A partir de aquel día, todo iba bien, naturalmente, porque era la Virgen quien se ocupaba de todo. Resulta curioso que no todos los cristianos hagan lo mismo. Es así de fácil, pero nunca se piensa en lo fácil. En resumidas cuentas, somos tontos, para decirlo con una palabra. (Cf. Ch. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud}.

Con respecto a la santidad, estamos llamados a dar un golpe de mano semejante al de este hombre. Después de contemplar la santidad de Cristo, nos la hemos de apropiar, hacerla nuestra, revestirnos de ella. ¿Acaso no ha dicho Jesús que el Reino de los cielos sufre violencia y que los violentos, es decir, los decididos, los audaces, lo arrebatan? .

Imaginad (en este caso hablo especialmente para las mujeres) que estáis ante un escaparate en el que está expuesto un vestido maravilloso, con el que siempre habéis soñado, y que parece hecho a vuestra medida. Miras los bolsillos, cuentas una y otra vez tu dinero y te das cuenta de que nunca podrás comprarlo. Estás a punto de irte desconsolada, cuando sale el propietario de la tienda, se dirige a ti, y con la sonrisa en los labios te dice: "Tómalo, es tuyo, lo he hecho especialmente para ti. Póntelo. Me basta saber que te gusta y que me lo agradeces". ¿No lo consideraríais un inaudito golpe de fortuna? Y sin embargo, ¿qué es un vestido, aunque esté cuajado de diamantes, en comparación de estas "ropas de salvación" y de este "manto de justicia", como lo llama la Escritura (cf. Is 61,10)? Brillará y nos hará brillar por toda la eternidad. Con este "traje de boda" (Mt 22,12) entraremos en el trono celeste y nos sentaremos al banquete de bodas del Cordero.

Pero tratemos de ver dónde se basan unas afirmaciones tan atrevidas.

sabemos que lo que es de Cristo es más nuestro que lo que es nuestro. Por lo tanto, al igual que debido a nuestro bautismo nosotros pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos (cf. 1 Co 6,19-20), también, recíprocamente, Cristo nos pertenece y esta más íntimo a nosotros que nosotros mismos. ¿Te parece exagerado y demasiado atrevido lo que estoy diciendo? Escucha entonces lo que dice san Bernardo, que es doctor de la Iglesia:

"Yo tomo (usurpo) de las entrañas del Señor lo que me falta, pues sus entrañas rebosan misericordia. Luego mi único mérito es la misericordia del Señor. No puedo ser pobre en méritos si él es rico en misericordia. Y si la misericordia del Señor es grande (cf. Sal 119,156), muchos serán mis méritos. ¿Cantaré acaso mi justicia? Señor, recordaré sólo tu justicia. Porque también es mía; a ti te ha constituido Dios fuente de justicia para mí" (S. Bernardo, In Cant. 61,4-5; PL 183, 1072).

Pero mucho antes que san Bernardo, otro hizo este golpe de mano y habló de ello: el apóstol Pablo. En la carta a los Filipenses describe su vida antes y después de su encuentro con Cristo: "Circuncidado el octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a al Ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable" (Flp 3,5-6). (Aquí, como en el texto que acabo de citar de san Bernardo, la palabra justicia es sinónimo de santidad).

Saulo era, pues, uno que trataba de hacerse santo con sus propias fuerzas, con la observancia de la ley; era incluso un hombre "irreprensible". Pero un día encontró a Cristo resucitado; oigamos qué le ocurrió: "Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe" (Flp 3,7-9).

Pablo ha dado el golpe de mano; ha arrojado su pequeña santidad y se ha apresurado a apoderarse de la gran santidad que viene de Cristo. Imaginemos un hombre que camina de noche a través de un bosque, a la débil luz de una candela. Tiene cuidado de que no se apague, porque es todo lo que tiene para abrirse camino. Sigue avanzando, y viene el alba, en el horizonte surge el sol; su candela palidece cada vez más, hasta que no se da cuenta ni siquiera de que la lleva en la mano y la arroja. Así le ocurrió a Pablo. La candela, o el "pábilo vacilante", era para él su justicia. Un buen día apareció, en el horizonte de la vida de Pablo, el sol, el "Sol de justicia", e inmediatamente su justicia le pareció "pérdida", "basura". Desde aquel momento ya no quiso ser hallado con su santidad, sino con la de Cristo. Dios le hizo experimentar, dramáticamente, lo que un día iba a predicar al mundo entero.

Si nos hemos dado cuenta, el Apóstol nos ha desvelado también cómo se da este golpe de mano, dónde está el secreto. Está en la fe. La santidad de Cristo se nos transmite por contacto, algo así como sucede con la energía eléctrica. La fe, dice san Agustín, establece entre nosotros y Cristo una especie de "contacto espiritual" (S. Agustín, Sermo 215,4; PL 38, 1074).

Un segundo medio, estrechamente ligado a la fe, son los sacramentos, especialmente la Eucaristía. En ella entramos en un contacto no sólo espiritual, sino también real con Cristo, que es la fuente misma de la santidad. "En la Eucaristía, Cristo se entrega a nosotros y se funde con nosotros, cambiándonos y transformándonos en sí, como una gota de agua en un océano infinito de ungüento perfumado. Tales son los efectos que puede producir este ungüento en quienes lo encuentran: no los perfuma simplemente, no sólo hace respirar dicho perfume, sino que , transforma su misma sustancia en el perfume de aquel ungüento y nosotros nos convertimos en el buen olor de Cristo" (N. Cabasilas, Vida en Cristo, 4,3; PG 150,593).

Pero debemos estar atentos para no quedarnos en vaguedades. La santidad que Cristo nos transmite no es una cosa abstracta; es el Espíritu Santo. Decir que participamos en la santidad de Cristo es como decir que participamos del Espíritu de Cristo.

En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu" (1 Jn 4,13). Por esto la santidad que está en nosotros no es una santidad diversa, sino que es la misma santidad de Cristo que se nos concede mediante su Espíritu. Somos verdaderamente "santificados en Cristo Jesús" (1 Co 1,2). Mientras que, en el bautismo, el cuerpo del hombre es sumergido y lavado en el agua, su alma es, por decirlo así, bautizada, es decir, sumergida completamente en la santidad de Cristo. "Habéis sido lavados - escribe el apóstol, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6,11). La santidad no es sólo una cualidad, o una imputación extrínseca (como pensaba Lutero); es una realidad e, incluso, una persona: el Espíritu Santo que habita en nosotros.

3. Imitación

Y ahora el tercer momento, que hemos llamado momento de la imitación. Fijémonos primeramente en un hecho singular. La Biblia nos habla de santidad a veces en indicativo y a veces en imperativo. En ocasiones dice: "Vosotros sois santos", o bien: "Habéis sido santificados"; ahora en cambio nos dice: "Sed santos". Nuestra santificación se presenta en unas ocasiones como algo ya realizado, y en otras como algo que se ha de realizar; unas veces como un don, y otras como un deber. Hay un texto en el que el Apóstol define a los cristianos como "los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos" (1 Co 1,2). Al mismo tiempo, pues, santificados y santificandos.

No se podía decir de modo más claro que, con respecto a la santidad, hay una parte que nos corresponde a nosotros. Al igual que hemos visto que en Jesús hubo una santidad dada y una santidad adquirida, también en nosotros existe una santidad que hemos recibido en el bautismo y que recibimos continua y gratuitamente mediante la fe y los sacramentos, y hay una santidad que debemos adquirir y aumentar con nuestro esfuerzo.

Veamos en qué consiste este "deber" nuestro de hacernos santos y cómo se puede adquirir o aumentar la santidad recibida. Se suele decir que la santificación del hombre consiste en hacer la voluntad de Dios; que la voluntad de Dios es una especie de principio formal de la santidad, y que por ello el grado de santidad de una persona se mide por el grado de conformidad con la voluntad de Dios. Esto es certísimo, pero sabemos qué difícil es para nosotros conocer la voluntad de Dios y qué fácil es confundir nuestra voluntad con la de Dios. Pero Dios ha salido a nuestro encuentro. Ha manifestado, de una vez para siempre, toda su voluntad en Jesús. Se puede decir que la ha impreso ante nuestros ojos. Todo lo que tenemos que hacer es imitarlo. La imitación de Cristo es ahora la regla fundamental y la vía para hacerse santos. Por eso he dicho que el tercer momento es el momento de la imitación.

Después de haber contemplado la santidad de Cristo y después de habernos apropiado de ella en la fe, nos falta imitarla. Un autor ha escrito: "Como la Edad Media se había desviado cada vez más al acentuar el lado de Cristo como modelo, Lutero acentuó el otro lado, afirmando que él es don, y que sólo a la fe corresponde aceptar este don" (S. Kierkegaard, Diario X, 1 A 154). Pero ha llegado ya el tiempo de superar esta vieja contraposición entre fe y obras, para realizar finalmente la síntesis ecuménica. Jesús es, al mismo tiempo, el don que se ha de recibir mediante la fe y el modelo que hay que imitar en la vida. Jesús mismo nos empuja a ello cuando dice: "Aprended de mí", y el mismo san Pablo nos lo recuerda cuando escribe: "Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor" (Ef5,1-2).

Es importante, sin embargo, darnos cuenta desde el principio de una cosa. No se trata de añadir a la santidad recibida en el bautismo una santidad diversa que proviene de nosotros. Con nuestros esfuerzos no producimos la santidad; sólo conservamos y desarrollamos la santidad que hemos recibido. Permitimos que la semilla germine y crezca. Es necesario que los cristianos - dice el texto del Concilio que hemos recordado- "con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron" (Lumen gentium,40).

Nuestra aportación personal a la santidad es, sobre todo, de orden negativo. No consiste en añadir algo a la santidad de Cristo, sino en eliminar los obstáculos que le impiden actuar en nosotros y manifestarse. Hemos de disminuir y destruir el peso de la carne que, como una especie de pantalla, impide que la luz de Cristo brille a través de nosotros.

La santidad es semejante a la escultura. Miguel Angel dijo que la escultura es el arte de quitar. Todas las otras artes se practican añadiendo algo: el color sobre la tela, en la pintura; una piedra a otra, en la arquitectura; un sonido a otro, en la música. Sólo la escultura se practica quitando, haciendo caer los pedazos inútiles, para que surja la obra de arte. El escultor no añade nada, sólo quita. Se cuenta de Miguel Angel que undía, paseando por un jardín de Florencia, vio un bloque de mármol informe, abandonado y semienterrado. Se paró de repente, como si hubiese visto a alguien. "En ese bloque exclamó- está encerrado un ángel; quiero sacarlo". Y agarró el cincel. También Dios nos mira tal como somos, semejantes a aquel bloque de piedra tosco y anguloso y dice: "Ahí dentro hay escondida una criatura maravillosa; está la imagen de mi Hijo. Quiero sacarla a la luz".

El cincel que Dios suele utilizar para ello es la cruz. Así descubrimos el sentido positivo de la mortificación cristiana. "Si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis" (Rm 8,13). La mortificación es también obra del Espíritu Santo, no sólo fruto de nuestro esfuerzo. Pero desde luego aquí entra en juego más directamente nuestra libertad. Estamos llegando a algo muy concreto. Se decide quién llegará y quién no llegará a la santidad.

Las obras de la carne que hay que mortificar las encontramos en la carta de san Pablo a los Gálatas (cf. Gal 5,19-21). La tradición las ha resumido en los famosos siete vicios capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza. Ahí tenemos nuestro campo de trabajo, los pedazos inútiles que hemos de eliminar, día tras día. Hemos visto que, en su significado más antiguo, la palabra "santo" quiere decir separado, y nosotros debemos separarnos de nosotros mismos, de la carne y del mundo. San Pablo escribe: "No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente" (Rm 12,2). Después de decir "no os acomodéis al mundo presente", el Apóstol no añade "transformadlo", - refiriéndose al mundo -, sino más bien, "transformaos". Antes de transformar el mundo, hemos de transformarnos nosotros, hemos de convertirnos.

La Escritura liga esta separación del mundo con la santidad: "Como hijos obedientes - dice -, no os amoldéis a las apetencias de antes..., más bien, así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta" (1 P 1,4-15). Una vez más el mandato no os "conforméis". Los santos son los verdaderos no-conformistas de este mundo, los verdaderos revolucionarios.

Alguno podría decir: pero a este paso, ¿no caemos de nuevo en una visión tétrica de la santidad que da miedo? No. Esta es una empresa de alegría y de amor. Pensemos en una situación puramente humana. Un joven y una joven se enamoran, pero son de países diversos y hablan lenguas diferentes. Es necesario que uno de los dos aprenda la lengua del otro, pues, de no ser así, como no pueden comunicarse entre ellos, su amor morirá pronto. Así ocurre entre nosotros y Dios. Nos mortificamos porque queremos amar a Dios, y para amarlo debemos aprender a hablar su lengua. Dios habla la lengua del espíritu, mientras que nosotros hablamos la de la carne.

Nosotros, espero, hemos acogido en el corazón la invitación de Dios: "Sed santos". Nuestro único deseo es realizarlo. ¿Desde dónde comenzar? San Agustín sugiere que comencemos por el deseo: "Toda la vida del hombre cristiano -dice- es un santo deseo" (S. Agustín, In Ep. Ioh. 4,6). No seremos santos sin el deseo ardiente de llegar a serIo. El deseo es el motor secreto de la vida espiritual o, si lo preferimos, el viento que hincha las velas de la barca y hace que se deslice ligera sobre las aguas. Pero nadie puede concebir un tal deseo si no está inflamado por el Espíritu Santo: "Y esta es sabiduría mística y secretísima - escribe san Buenaventura- que nadie la conoce, sino quien la recibe, ni nadie la recibe, sino quien la desea; ni nadie la desea, sino aquel a quien el fuego del Espíritu Santo, mandado por Cristo sobre la tierra, lo inflama hasta la médula" (S. Buenaventura, Itinerarium 7,4).

Pidamos, pues, al Espíritu Santo que sople sobre nosotros con potencia como hizo el día de Pentecostés; que sea él mismo el viento que hincha las velas y que hace correr sin cansarse. Nuestra mayor confianza nace del hecho de que no somos sólo nosotros los que deseamos ser santos. Dios lo desea más que nosotros. En el libro del Levítico, la invitación "sed santos, porque yo, el Señor, soy santo", se presenta en una ocasión de esta otra manera, más consoladora para nosotros: "Yo soy Yahveh, que quiero haceros santos" (Lv 20,8). .



(Nuevo Pentecostés n.27 y 28)