LO HUMANO EN LA EXPERIENCIA CRISTIANA DEL ESPÍRITU

Conferencia Episcopal Austriaca.

Todo encuentro de Dios con el hombre parte de Dios, pero la libre voluntad del hombre no queda, por eso, anulada, sino liberada de manera que llegamos a ser colaboradores con la gracia divina.
1. Dios toca el corazón del hombre de manera directa, pero no actúa en él sin el consentimiento y la colaboración del hombre.
2. La colaboración del hombre con la gracia divina corre siempre peligro a causa de su inclinación hacia el pecado.
3. Aunque el actuar de Dios es claro e inequívoco, el hombre, por sí solo, nunca podrá decir con seguridad absoluta hasta qué punto él ha sabido interpretarlo correctamente. Para toda experiencia espiritual valga esta máxima: “Nadie apoyándose en una fe que no puede incurrir en error, podrá saber con seguridad que ha obtenido la gracia de Dios.”


4. La experiencia individual del Espíritu es, sin duda, parte del actuar general del Espíritu Santo en la Iglesia y por eso adquiere su forma plena sólo dentro del conjunto de la Iglesia.

Dios no deroga la acción individual de su criatura, sino que la sostiene, la intensifica, la purifica y la eleva sobre sí misma; no utiliza al hombre como un instrumento inerte. Esto se ve de una manera muy clara en la composición de los libros de la Sagrada Escritura, escritos bajo la influencia directa del Espíritu Santo. Para su redacción Dios se sirve del carácter particular de cada redactor por él elegido, utilizando sus energías y dones individuales para -en ellos ya través de ellos- comunicarse a sí mismo (2 Tm. 3,16). De modo análogo, la experiencia espiritual de cada indivi­duo y su actuar dentro del plan salvífico de Dios, estará siempre mediatizada por su experiencia personal, sus limitaciones, su vida pasada y el ambiente que le rodea.

Por eso, el hombre no debe dejar nunca de vigilar sus impulsos espirituales por lo que estos podrían tener de "sombra": p.ej., el afán de poder o de prestigio, la búsqueda de simpatías u otros intereses personales. De todos modos, Dios no hace nunca los dones de su gracia dependientes de la culpabilidad del hombre que él admite a su servicio.

Por consiguiente, no podrá estar nunca en contradicción con el saber tradicional y la fe de la Iglesia que es­tán basados en el Espíritu Santo. La certeza moral que es necesaria para el obrar, sólo se adquiere, normalmente, a través de un proceso prolongado de comprobación y de intercambio espiritual con otras personas. Este proceso de clarificación, a veces doloroso, se debe fundar en la confianza en Dios que obra, al mismo tiempo, en los individuos y en la Iglesia universal.

EXPERIENCIAS HUMANAS

La experiencia del espíritu reúne en sí unas experiencias con uno mismo y con los demás. Como dice Pablo, la creación debe ser "liberada para participar en la libertad de los hijos de Dios" (Rm 8,21). Pero esta liberación está siempre en peligro ya que en el hombre bauti­zado persiste la confusión entre las experiencias personales y sociales y el encuentro con el Dios vivo: unos dones naturales o alguna capacidad poco corriente se hacen pasar, sin darse cuenta, como dones del Espíritu; en la búsqueda de "experiencias religiosas" domina el deseo de autorrealización y autoidentificación del individuo. A veces unas experiencias comunitarias y de dinámica de grupos son identificadas precipitadamente como "experiencias de Iglesia"; una sensibilidad espiritual o un sentimiento de dicha interior ya se consideran, sin más, como efectos del Espíritu Santo.

Por otro lado, se dejan fuera de la relación personal con el Dios vivo unos valores naturales humanos y sociales que van desde la creatividad, al interés por el arte y las tradiciones eclesiales. En cambio, métodos y técnicas de otras religiones se adoptan otras veces sin integrarlos convenientemente en el encuentro con Cristo. En todas las vivencias espirituales están mezcladas experiencias individuales y comunitarias que deben, sin embargo, quedar bien distinguidas y no confundidas unas con otras.

LA REALIDAD DEL MAL

La cuestión de la autenticidad no debe llevarnos a distinguir sola­mente entre experiencias del fondo humano o divino, puesto que el hombre se encuentra también al alcance de aquella fuerza contraria a Dios que llamamos "espíritu del error" ( 1 Jn 4,6) y "padre de la mentira" (Jn 8,44; Ef 6,12). El Espíritu Santo como espíritu de verdad, de amor, de entrega personal, y de alegría nos tiene igualmente unidos a Dios y al prójimo. Estos signos del Espíritu Santo le diferencian claramente del Espíritu del Mal. Éste último, como espíritu de mentira, de recelo, de destrucción, de odio, de egoísmo y de discordia, nos separa de Dios y de los demás hombres.

El seguidor de Cristo en un proce­so de sublimación, va reconociendo cada vez más cuán separado está de Dios en lo más hondo de su ser a pesar de su vivo deseo de amar a Dios desde el fondo de su alma. "Pues dentro del corazón del hombre salen las malas intenciones" (Mc 7,21 ), por eso necesita la liberación del mal (Mat. 6,13). Hay enemistades y dis­cordias, celos, egoísmo, disensiones, calumnias y orgullo (Ga 5,19).

Allí donde el hombre toma con­ciencia, en su fuero interno, de estos impulsos impuros, la influencia del mal se convierte en experiencia. El influjo del mal se nota, ante todo, en la tentación de rechazar la oferta de Dios al encuentro con Él, de desconfiar de Dios y malversar así el don de la libertad. La desconfianza hacia Dios estuvo en el principio de toda la tragedia humana y aún sigue en el hombre co­mo fondo activo de todos los argumentos que le hacen rechazar a Dios. En este fondo se decide el paso de la duda posible a la desconfianza radical. Este actuar de las fuerzas antidivinas no se dibuja siempre con claridad en la conciencia humana; muchas veces se esconde incluso bajo la apariencia de algo bueno.

He aquí unos ejemplos:

1. La exageración de lo bueno y verdadero

El "Espíritu de error" instiga al hombre a hacer alarde de lo bueno y verdadero de forma excesiva con lo que unas buenas intenciones pueden tener consecuencias malas. P. ej., cuando uno plantea a su prójimo el compromiso que debe tener con Dios de una manera tan exagerada y exigente que le está quitando la confianza en sí mismo y no ve a Dios como el padre bondadoso que, junto con la gracia, da también la fuerza para un cambio de vida, sino que le exige algo que sobrepasa la fuerza natural del hombre. O bien, cuando uno acentúa demasiado la alegría que produce el Espíritu en su alma, lo que puede llevar a la autocontemplación y egocentrismo. En una vi­da de comunidad, la exposición excesiva de una experiencia del Espíritu supuestamente venida de Dios, puede conducir a desavenencias (1 Co 1,12 s). El celo exagerado no hace que lo bueno sea mejor y lo verdadero más verdad, sino que ambos se conviertan en lo contrario.

2. La supervaloración de lo negativo

El "espíritu del error" puede llevar al hombre a hurgar de tal manera en las cualidades negativas de su carácter y en el recuerdo de sus experiencias malas y heridas recibidas, que ya no es cuestión para él de entregarse a la gracia liberadora y salvífica de Dios. Más bien se llena de desánimo.

Cuanto más cuenta se dé el hombre de la realidad del mal, tanto más necesario le parece el esfuerzo que exige la lucha para superarlo (Ef. 6,10 s).

Pero Dios concede a su Iglesia "el discernimiento de espíritus" (1Co 12,10; 1 Jn 4,1) y la fuerza para vencer al mal.

Por eso es tan necesario vigilar contra el "espíritu del error", acudiendo a ese " discernimiento de la Iglesia" que es un don del Espíritu a la Renovación Carismática. .

(Nuevo Pentecostés, n. 78)