LLAMADOS A LA LIBERTAD.

Paulette Boudet

“DAR LA LIBERTAD A SU CÓNYUGE ES ACEPTARLO COMO ES EN SU VIDA DE ADULTO RESPONSABLE.”

La libertad de la que querría hablar aquí es la que, en el interior de la relación de amor y fidelidad del matrimonio, permite ser lo que uno es y llegar a ser, lo que se es en potencia, bajo la mirada de Dios; permite comportarse según su propia conciencia sin sufrir presión exterior (la del cónyuge) ni interior (la que tiene sus orí­genes en miedos, ataduras o esclavitudes interiores).

El amor de Dios nos deja libres y si se lo permitimos a Él, nos hace libres. "He venido a liberar a los cautivos", dice Jesús.

El amor que se prometen los esposos en el sacramento del matrimonio debería, por tanto, ser portador de libertad. Desgraciadamente esto no ocurre siempre así.



Ataques contra la libertad

Algunos son muy visibles y fáciles de reconocer. Por ejemplo, la posesión (mi mujer, mi marido, me pertenecen, tengo derecho sobre todo lo que él o ella es, piensa o hace) y la dominación (que puede ejercerse de múltiples formas, sea como dominación brutal: "Tú haces lo que yo quiero y si fuera necesario te obligaría a ello", sea de forma más sutil: "Existes en función de mis intereses, de lo que hago, lo que me gusta", sea también al modo de "Pygmalión", la reeducación del otro). Pero hay ataques a la libertad del otro menos evidentes. Pueden disfrazarse de servicio. Por ejemplo, coger y cargarse con todas las responsabilidades: "yo hago todo por ti. Tú no tienes más que descansar en mí". Este "yo lo hago todo" niega a uno de los cónyuges la libertad de llegar a ser un adulto responsable que actúe y participe en todos los problemas y todas las decisiones. Todos hemos conocido esas parejas donde, sea el hombre o sea la mujer, es uno sólo el que habla, el que expresa los puntos de vista.

Cuando los esposos tienen un rit­mo de vida, un tono físico o modos de pensar muy diferentes, sucede que el más fuerte de los dos no toma en consideración estas diferencias, ya sea por menosprecio o más frecuentemente por ignorancia.

Uno u otro, o los dos, pueden en­cerrar a uno de ellos en una imagen falsa de sí mismo. ¡Una imagen a la que él o ella se parece muy poco o no se parece en nada!



En espera del cambio

Gran parte del mal se produce frecuentemente antes o desde el comienzo del matrimonio, por la imagen ideal que uno se ha hecho del que será el hombre o la mujer amada, o por el deseo de complacerle. El que tiene miedo a no gustar al otro, se priva él mismo de su libertad.

La mujer del aeronauta Duke cuenta, con mucho humor, cómo después de haber encontrado a Cristo vivo, descubre que el fracaso de su matrimonio, del que echaba toda la responsabilidad a su marido, se debía en gran parte a la imagen tan bella que se había construido del que sería su prínci­pe encantado. Una imagen tan bella que sólo Cristo habría podido satisfa­cerla. Había esperado hasta entonces, con desesperación, que su marido coincidiera con esta imagen. A partir de aquel momento comenzó a descubrir verdaderamente a su marido y a amarlo tal como era.

Volviendo de un viaje a Bruselas, nuestra hija Chantal se encontraba a la salida de la estación en una cola esperando un taxi. Observó enseguida, a pocos metros de ella, a una pareja de la que no veía más que el tronco del hombre y la cabeza de la mujer. Los dos, cada uno a su manera, eran muy guapos. Hablaban muy animados, y la ternura del hombre, era muy evidente. Cuando la pareja llega al principio de la cola, el hombre avanza solo con las maletas hacia el taxi. Después aparece la mujer: estaba muy deformada, suspendida entre dos muletas.



El amor de Dios

Es como el de este hombre: nos ama tal como somos, con nuestra hermosura, nuestras deformaciones y nuestras dolencias interiores, nuestras enfermedades físicas y espirituales... Amar a alguien es amarlo tal como es, con sus cualidades y sus defectos y no tal como lo habíamos soñado o como querría­mos que fuese. No se nos ha encomen­dado transformar a nuestro cónyuge con ningún plan. Durante años, yo "catequicé" a mi marido, hasta el día en que el Señor me habló a través de este texto (1 P 3): "Incluso si te parece que tu marido no vive verdaderamente mi Palabra, que sea conquistado sin palabras por tu comportamiento". No tenemos el encargo más que de una so­la transformación: la que Dios quiere operar en nosotros haciendo crecer el fruto de su Espíritu.

Llegar a ser lo que Dios quiere que uno sea dejando al otro libre de ser lo que es y libre de vivir según su propio camino y su propio tiempo, a su propio ritmo, es amarlo en su realidad, es decir, en su verdad. "La verdad os hará libres", dice Jesús Un 8,32).


Bromas agresivas

Se puede encerrar (o intentar encerrar) al otro en una imagen preconcebida, pero todavía es más corriente encerrarlo en una realidad pasada.

Nos empeñamos en parecernos a esas madres que continúan sirviendo a su hijo la crema de chocolate de la que era tan goloso a los doce años.

Ciertas bromas "habituales" encierran también al sujeto de ellas en lo que ha sido, o le obligan a unas actitudes que ya no le son propias. Bromas y ganas de molestar son frecuentemente una forma de juicio. Un juicio con más o menos gracia y en tono de risa, pero al fin y al cabo un juicio. El juicio de Dios es liberador, como nos dice el salmo, el nuestro, aprisiona al otro en lo que parece ser o ha sido.


Dejar al cónyuge su libertad

Dar la libertad a su cónyuge es aceptarlo tal como es en su vida de adulto responsable. Esto supone que uno se esfuerce en verlo tal como es, conocerlo, prestarle atención, conti­nuar día tras día descubriéndolo en su evolución, entender lo que dice, estar abiertos para percibir lo que él o ella siente y tenerlo en cuenta. Hay que percibir en el otro su deseo profundo y su llamada interior para no entorpecerlos; conocer y respetar sus ritmos de vida física, psicológica, intelectual y espiritual.

Las formas más corrientes de atentar contra la libertad son la posesión, dominación y captación en todas sus formas, imposición unilateral y ciega de un ritmo de vida o una forma de pensar; las falsas imágenes del otro y, especialmente, ausencia de perdón. Pero existe otra forma de pérdida de la libertad: aquella en la que se encierra uno mismo.

El deseo de agradar

Hemos hablado de la pérdida de la libertad de uno de los dos cuando su pareja se empeña en, "hacerlo todo por él". Pero puede darse también que uno de los cónyuges hipoteque su propia libertad descargando todas las responsabilidades, problemas y decisiones en el otro. La libertad es algo que hay que querer. Es necesario también saber preservarla: una dominación aceptada, se hace cada vez más dominante.

Sucede también que uno se cree atado por su cónyuge, cuando la idea que tiene de él la que le aprisiona. El miedo a desagradarle puede también atarnos.

Hombre o mujer, sentimos, hasta que no hayamos muerto a nosotros mismos, el doble deseo de ser amado y de agradar. Este deseo de agradar al otro puede convertirse en un factor de esclavitud libremente consentida. Uno teme que, si no se comporta de una de­terminada manera, desagradará a su cónyuge, o tal vez se lo imagina sin razón. Saber lo que uno es profundamente y ser así, saber lo que Dios quie­re intentar corresponder a ello, no es fácil. Es necesario reconocer las barre­ras interiores, las propias esclavitudes, las heridas. Es necesario aceptar ver la realidad de lo que uno es y de lo que Dios quiere para nosotros, y, para que los dos esposos puedan darse el uno al otro desde si mismos, es necesario que los dos sepan a la vez comunicarlo y entenderlo.


La libertad en la vida espiritual

Cada uno de nosotros va a Dios a la vez según su llamada y a su propio paso (que Dios es el primero en respetar con una paciencia infinita). Pero con frecuencia el marido o la mujer pien­san, consciente o inconscientemente, que es importante en este terreno primordial permanecer en la misma longitud de onda, y si uno de los dos ya no avanza hacia el Señor o no avanza tan deprisa, el otro se cree obligado a moderar su paso o a detenerse para es­perarle. Una de mis amigas, después de haber descubierto a Jesucristo vivo y escuchado una llamada urgente de abrirle su vida y obedecerle, se contuvo durante varios meses por miedo a perder a su marido: ellos no habían sido hasta entonces ni siguiera "practican­tes", ¿qué iba a pasar si Jesús se conver­tía en el centro de su vida? En realidad ella no tenía que tener ningún miedo: si nuestro camino hacia Dios es verdadero, es decir, si nuestra vida y nuestro comportamiento son coherentes con nuestra vida espiritual, si uno se deja conducir por el amor de Dios, hay muchas posibilidades de que nuestro cónyuge nos alcance y nos adelante (éste fue el caso de mi amiga) y, en el peor de los casos, sabemos que en el matrimonio, cada cónyuge tiene el poder de santificar al otro, ¡sin palabras! (1 Cor 7,14)

El aroma de nuestro amor

¿De qué armas disponemos para llegar a respetar la libertad del otro o para tener la nuestra?

Contra todos los ataques exteriores, el arma más poderosa es el "Gracias Señor, sé que de todas las cosas Tú sacas el bien para los que amas".

Tanto el que está expuesto a una presión exterior como el que trata de ejercerla, puede cambiar, y no sólo ellos sino hasta su situación, a través del don de la alabanza, y de reconocer al otro como el bien amado de Dios,

Su tabernáculo, por quien Jesús ha muerto en la cruz gustosamente. Tenemos también el arma de nuestro amor, a la vez amor humano y espiritual, enriquecido con sus di­mensiones de perdón y del deseo de la felicidad del otro.

Pero nuestra mayor fuerza de libertad está en la realidad y el poder de nuestra relación con Dios. Es su amor infinito el que cura nuestras heridas, derriba nuestros muros interiores, nos libera de nuestros miedos y especialmente del miedo a no agradar y no ser amado.

La oración nos hace libre

En la oración, lugar por excelencia del desarrollo de nuestra relación de amor con Dios, podemos dejarnos mirar por Él y entender lo que Él nos descubre de nosotros mismos, de nuestro comportamiento. Y cuando Él nos haya mostrado lo que hay en nosotros de dominación, de posesión o de cualquier otra forma de quitar la libertad a nuestro cónyuge, podemos presentárselo a Él y recibir poco a poco "los sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (Ef2,5).

En la oración recibimos también, si lo pedimos, la mirada y el amor de Dios para nuestro cónyuge, sea cual sea su comportamiento, y la libertad respecto a él.

Cuando comenzamos a entrar en el "morir a uno mismo", somos cada vez más libres, porque nada puede arrebatar la libertad a un "yo" muerto en Cristo y en el que Él vive.

¿Y la sumisión de la mujer al hombre, en todo esto?

La famosa frase "mujeres: someteos a vuestros maridos" de Pablo, se presenta en el marco de una sumisión cristiana general: "Someteos los unos a los otros en el temor de Cristo" (Ef.,21) y esta sumisión, Pablo tiene cuidado de decirnos, que no es "una obediencia exterior que busca agradar a los hombres", sino que ha de vivirse "como esclavos de Cristo que hacen, con toda el alma, la voluntad de Dios" (Ef. 6,8) . ¿Qué hacer, aunque sea con toda el alma, si uno no es libre? Si no somos libres ¿qué vamos a someter?

Del mismo modo, antes de soñar en "morir a sí mismo" hay en primer lugar que ser uno mismo; someterse, en el sentido que lo entiende el Señor, supone la existencia de una libertad. No separamos, por otra parte, esta sumisión de la mujer al marido, de la vocación del hombre a "amar a su mujer como Cristo ha amado a su Iglesia", a no "subyugar"( Ef. 5,25) y a "llevar la vida común con comprensión" otorgando a su mujer "su parte de honor como coheredera de la gracia de Vida" (1 P 3,7). .

LA LIBERTAD COMO ADHESIÓN.

Dios nos deja libres. Dejar al otro libre, siendo libre uno mismo, es amar como Dios ama. Dios nos quiere libres: "La verdad os hará libres". El amor también.

Es una de las paradojas del amor y del matrimonio cristiano, que nuestra libertad pueda desplegarse con una adhesión exclusiva y una sumisión libremente escogida.

"Donde está el Espíritu de Dios, allí está la libertad" (2 Cor 3,17).

(Nuevo Pentecostés, n.77)