ENTREGARSE AL ESPÍRITU

Jean-Claude SAGNE O.P.
Comunidad del Camino Nuevo

Con pedagogía suave y muy firme el Espíritu nos hace saborear los frutos abundantes de la victoria del Resucitado. Glorificando a Jesús el Señor, nos atrae hacia las profundidades de la vida divina. Es lo mismo que ocurrió en la Transfiguración. Después, nos hará emprender con Jesús el camino hacia Jerusalén, lugar de su "salida" de este mundo. Para asociarnos al combate espiritual de Jesús por el reino del Padre, es preciso dejar que el Espíritu de Jesús nos introduzca en la vida oculta de Nazaret donde quiere comunicarnos el valor de lo cotidiano, la perseverancia y la fuerza del testimonio para que el poder de Dios se manifieste en nuestras debilidades (2 Cor 12,9).

I. La intimidad de Jesús con el Padre.

Dejarnos prender por el Espíritu es entrar en el asombro maravillado de Jesús ante el Padre, que es más grande que todo (Jn 10,24). El Espíritu nos atrae en la alabanza de Jesús al Padre: "Yo te alabo Padre, Señor del cielo y tierra porque has ocultado estos a los sabios y lo has revelado a los más pequeños" (Mat 11,25). Jesús es, de manera perfecta, el hermano mayor de estos pequeños a los que el Padre quiere darse a conocer y para que aprendamos el misterio de su condición filial, nos indica el comienzo de ese camino que es su vida de infancia en Nazaret. La primera gracia de la vida renovada en el Espíritu es el descubrimiento de la proximidad del Padre que no pide más que dar y perdonar. El espíritu filial que el Resucitado nos comunica, nos somete en todo a la voluntad del Padre, a su elección divina que nos libera de cualquier temor atrayendo nuestra vida hacia lo único esencial. Lo leemos en la respuesta de Jesús a Marta: "¡Sólo una cosa es necesaria!" (Lc 10, 42). En presencia de Aquel que Es, la adoración tiende a simplificar nuestra vida. En cada momento, el Padre provee nuestras necesidades que conoce mejor que nosotros. La vida de infancia consiste en reconocer y acoger en todo el don del Espíritu, encontrando así nuestra alegría.

Inculcándonos en primer lugar la confianza del hijo, el Espíritu nos hace saborear la intimidad de Jesús con el Padre. Está aquí ese tesoro del que es bueno sacar lo nuevo y lo antiguo (Mat. 13,52). Todos los frutos de la vida nueva en el Espíritu, desde la fuerza del testimonio hasta el saborear la Palabra de Dios, pueden entenderse como el efecto de una nueva visita del Espíritu a nuestro corazón. El Espíritu no cesa de actuar para llevarnos al Resucitado, que quiere "habitar en nuestros corazones por la fe" (Ef. 3,17). Son éstas las "misiones invisibles" del Verbo de Dios y del Espíritu en nosotros, según Santo Tomás de Aquino. Su teología de los dones del Espíritu Santo nos habla de la vida renovada por la Efusión del Espíritu comenzando por la vida de infancia y el abandono al Padre. Es el universo de la pura gratuidad del don de Dios y de la verdadera pasividad espiritual. Renovando en nosotros los dones de nuestro bautismo, el Espíritu ensancha nuestro corazón, diviniza nuestra capacidad de amar y puede hacer de nosotros puros testigos de su acción para el testimonio de la "palabra de vida" (Hech 5.20) (Flp 2.16). Desde ahora, dejándonos en nuestra debilidad, el Espíritu puede liberamos para el servicio de la Palabra y del Reino de Dios, más allá de los límites que quisieran imponernos nuestros temores, nuestras fragilidades y la estrechez de nuestros juicios. Esta libertad del hombre espiritual, que no espera otra luz ni otra fuerza que la voluntad del Padre, manifestada en el momento presente; es la señal de la vida nueva que los dones del Espíritu han hecho posible.

La libertad recobrada de los hijos de Dios permite acceder al corazón profundo de la vida filial que es la intimidad de Jesús con el Padre. Asociándonos a su conocimiento, a su amor y a su adoración al Padre, Jesús nos abre a los dones que el Padre nos hace a través del Espíritu para poner en nosotros el deseo de alimentarnos de la Escritura y la fuerza de testimoniarla.

La pedagogía de Dios en nuestra vida es sencilla, incluso si más de una vez se nos escapa. El Espíritu no nos retira la alegría del Resucitado que quiere atraernos más profundamente a la libertad de su vida filial "porque los dones y las llamadas de Dios son inmutables" (Rm II ,2a) .

Pero de la Efusión de Pentecostés que hemos experimentado, el Espíritu nos quiere hacer pasar a esa fuente oculta que es el abandono filial de Jesús al Padre

2. El abandono filial de Jesús al Padre.

Desde su entrada en este mundo, Jesús ha tenido un único deseo, darse enteramente al Padre. La Epístola a los Hebreos aclara esta pasión de amor filial en la cita del Salmo 39: "He venido, oh Dios, para hacer tu voluntad" (He 10.7). Este movimiento filial de abandono y ofrenda debe culminar en la pasión que Jesús anuncia como un bautismo: "¡He venido a traer fuego a la tierra! y ¡cuánto desearía que estuviera ya encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado ¡y qué angustiado estoy hasta que se cumpla! (Lc. 12,49-50). Catalina de Siena ve en la sangre de Jesús el fuego del deseo que tuvo de dar su vida por nosotros. La sangre es portadora del fuego del Espíritu porque es el Espíritu quien conduce a Jesús a ofrecer su sacrificio (He 9,14). La fuente del don del Espíritu es este bautismo de sangre y de fuego donde Jesús ha querido sumergirse por obediencia al Padre para reconciliarnos con Él.

La mayor gracia de amor de nuestra historia es la muerte que Jesús ha querido conocer en su pasión de amor por el Padre. Sin reservarse nada para él ha dado enteramente su vida al Padre, su aliento y su sangre. Se puede aplicar a Jesús la sentencia de los Padres del desierto: "dame tu sangre y yo te daré mi Espíritu". Cuando Jesús pone en manos del Padre su último aliento de vida, su espíritu (Jn 19, 30), se abre así al don nuevo que el Padre le hace de su Espíritu Santo, de su soplo de vida divina. Un crucificado sólo podía gritar en el momento en que moría asfixiado. Catalina de Siena recibe este grito de Jesús sobre la Cruz como el aliento divino y con poder del Cordero ya victorioso. El centurión no se engaña al confesar: "Verdaderamente este hombre era hijo de Dios" (Mc 15,39). La efusión de la sangre de Jesús, la emisión de su aliento de vida, es la fuente de la Efusión del Espíritu.

3. El retorno a la fuente oculta.

La vida del hombre espiritual pasa por múltiples pruebas desconcertantes y humillantes, ya se trate del trabajo o de los encuentros, del cuerpo o del psiquismo. El único punto inamovible es dejarse guiar por el Espíritu no sólo cuando estamos desconcertados nosotros mismos sino cuando somos desconcertantes para los demás. Uno de los momentos mejores de la vida en el Espíritu es la forma de soledad y vida oculta a la que el Padre nos conduce, permitiendo por un tiempo que las gracias y pruebas profundas no puedan ser ni compartidas ni incluso comprendidas por los más próximos. En el sentimiento de estar solo y abandonado, débil e incapaz de abrirse paso, el discípulo de Jesús aprende el misterio del abandono de Jesús que consiste en esperarlo todo del Padre con paciencia y pobreza. La humildad es el fundamento de todo el edificio ya se trate de la oración, del testimonio o de la comunidad, porque ella conduce a la adoración. Ponerse en presencia del Padre que todo la puede es abrir nuestro corazón a sus dones incesantes sin los cuales no podemos pasar.

Lo que realmente cuenta de todos los aspectos de la Vida filial que nos enseña el Espíritu de Jesús, es la pasión de amor por ese Padre que es Dios: ¡Santificado sea tu nombre! (Mt 6,9). Todas estas pruebas de la vida en el Espíritu son otras tantas participaciones en la que Jesús ha querido conocer en el desierto y durante su pasión, en su combate de hijo y de servidor para el Reino del Padre. Pero este camino de humildad y amor es demasiado difícil para nosotros si no volvemos a su comienzo que es la infancia de Jesús en Nazaret. "Aquel que no me haya visto pequeño no me verá grande" dice Jesús a Ángela de Foligno. Dándonos a gustar su dulzura, Jesús niño nos abre al don de la fuerza del Espíritu. Nazaret es recibir el don de los hermanos que nos enseñan a dejarnos aún formar en la sencillez de lo cotidiano.

Con aquellos que han hecho el camino antes que nosotros, con los que la descubren con nosotros, continuemos aprendiendo a dejarnos guiar. Para reconocer el don del Espíritu es preciso hacerse "enseñable". Nazaret sigue siendo nuestro lugar de formación.

Traducción NUEVO PENTECOSTÉS (Tychique, n" 97(1992)) Nº. 44-45