Relaciones interpersonales

"TODOS LLENOS DEL ESPIRITU SANTO"

Aquello mismo que, después de haber perseverado todos "en la oración, con un mismo espíritu" (Hch L 14), ocurrió con el primer grupo, a las nueve de la mañana del día de Pentecostés (Hch 2.15), en "la estancia superior" (Hch 1, 13), donde "estaban todos reunidos" (Hch 2, 1), de forma que "quedaron todos llenos del Espíritu Santo" (Hch 2, 4), aquello se puede repetir también aquí y ahora con cualquier grupo de discípulos de Jesús, ya sean pastores del Pueblo de Dios, ya sean cristianos sencillos.

No importa que el cristiano haya nacido ya del Espíritu. Aquel fenómeno se volvió a repetir días después (Hch 4, 31): los Apóstoles, lo mismo que María (Lc 1,28.35: Mt 1, 18: Hch 1, 14), tuvieron varias efusiones del Espíritu. También nosotros podemos esperarlas.

Sin duda que este es el deseo ardiente del "Espíritu que El ha hecho habitar en nosotros" (St 4, 5), y nada impide la distancia que en el tiempo nos separa de la Iglesia naciente, "pues la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para los que están lejos" (Hch 2,39).

Para que en la Iglesia de hoy acabe la duda, la inseguridad, el decaimiento, la deserción, para poder confirmar a los hermanos en la fe de que Jesús vive y es el Salvador y el Señor, y sea recognoscible para el mundo de hoy: para que después de haber estado "bregando toda la noche" (Le 5, S), se nos abran los ojos y le reconozcamos presente (Lc 24, 31), necesitamos que cualquier grupo, sea comunidad de vida consagrada, sea parroquia, presbiterio, consejo pastoral. etc., se deje llenar de "la fuerza del Espíritu Santo" (Hch 1, 8).

Tan solo entonces tendremos organizaciones, estructuras, comunidades que reciban "nutrición y cohesión para realizar su crecimiento en Dios" (Col 2, 19) y que, como las primeras comunidades, se edifiquen y progresen en el temor de Dios, llenas de la consolación del Espíritu Santo (Hch 9, 31), en las que se puedan reconocer las manifestaciones más salientes del Cristo resucitado: el Amor, el Poder del Espíritu y el Testimonio.

El Amor es la fuerza de Dios y el don primero del Espíritu: sólo El puede crear comunión allí donde humanamente hablando no cabría más que esperar división, rechazo y desencanto. Es el clima que se debe respirar en cualquier grupo cristiano. Entonces se manifestará también el Poder del Espíritu.

Allí donde está apagado el Espíritu no se puede dar este Poder que presupone "un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32), por lo que no habrá signos de salvación, de liberación, de curación, de palabra profética.

Supuestos estos dos elementos, es posible el Testimonio. Si faltan no hay testimonio de nada. Sólo por la acción del Espíritu es posible dar testimonio. "El dará testimonio de Mí, pero también vosotros daréis testimonio" (Jn 15,26-27). "Seréis mis testigos" (Hch 1, 8): del Jesús vivo y resucitado, presente entre nosotros, no de nuestras obras, ni de nuestra vida.

Si a diferencia de los Apóstoles, cuyo Testimonio tanto resalta el Libro de los Hechos, no podemos nosotros dar testimonio con gran poder, es porque nos falta un elemento esencial y poderoso del Cristianismo, y como cristianos no podemos hablar de salvación al mundo de hoy.

Amor, Poder del Espíritu y Testimonio: he aquí el alma de la Evangelización. Proclamar el Evangelio, que es Palabra de Dios "viva y eficaz" (Hb 4, 12), sin estos tres elementos, es presentarlo desprovisto de su fuerza de salvación, para dejarlo convertido en moralismo e ideología pura.



EL FUNDAMENTO DE NUESTRAS RELACIONES,
ES JESUS

Por Luis Martín

Lo que nos une a unos y a otros en los grupos y comunidades en la R.C. no son lazos humanos de simpatía o de amistad, de afinidad o de parentesco.

Lo que hace que nos sintamos todos hermanos, sin distinción de clases, cultura, tendencias sociales o políticas, ni tampoco edades, es algo que ha sido muy decisivo en nuestras vidas y que es lo que mejor podemos compartir: la experiencia de Jesús a la que hemos llegado por la acción de su Espíritu derramado sobre nosotros. Acogidos por otros hermanos, y en parte por su oración y amor, hemos llegado a nuestra aceptación de Jesús, a un encuentro personal con El, que nos ha seducido y nos ha marcado.

Esto es lo que más nos ha unido a unos y otros, sin que antes nos conociéramos, y sin que previamente hiciéramos opción por estos hermanos o aquellos. Es así como hemos entrado en relación y trato los que ahora nos encontramos en este grupo determinado. El Señor es lo que verdaderamente nos une: por El estamos dispuestos a renunciar a muchas cosas y hasta daríamos la misma vida.

Por tanto las relaciones entre nosotros han de estar definidas por la experiencia que tenemos del Señor y el compromiso al que por El hemos llegado. En una palabra: por nuestra relación con Jesús.

A partir de esta experiencia común hemos llegado a descubrir, mucho más a fondo de lo que antes sabíamos, cómo Dios es nuestro Padre y cómo nos ama con un amor tan concreto y personal. Y esto ha hecho que también descubramos vivencialmente cómo éste y éste son mis hermanos por un motivo más especial: porque estamos compartiendo una profunda experiencia, y porque el Señor nos ha puesto juntos en un mismo camino. Por el poder de Dios operante en nuestros corazones hemos llegado a amar a todos, a perdonar a aquellos que nos habían ofendido. La alegría de encontrarnos unidos, la necesidad de vernos y compartir cuanto hacemos y nos pasa, todo se explica porque nos sentimos hermanos.

Si en algún momento empiezo a cansarme de ellos o a perder interés por su trato, si me impresionan más sus defectos que sus buenas cualidades, si no los veo como don de Dios ni siento necesidad por el hermano (l Co 12, 21), la explicación que por ley ordinaria me tengo que dar es que el Espíritu se está apagando en mí (1 Ts 5, 19) y reaparecen mis antiguos complejos y recelos. He aquí un termómetro de gran fidelidad que me puede dar los grados tanto de mi unión con el Señor como de mi pecado.

CUANDO SURGE UNA TENSION

Si el nivel de vida espiritual se mantuviera siempre estable o más bien creciente no experimentaríamos la menor dificultad en nuestras relaciones con los hermanos. Pero la realidad es que vivimos oscilaciones, decaimientos y retrocesos y estamos siempre sometidos al cansancio y a las pruebas, que frecuentemente nos cogen desprevenidos. Es entonces cuando más difícil resulta vencer el amor propio, los impulsos que no vienen del Espíritu, y por tanto, mi relación con cualquier hermano se resiente. La tensión puede surgir por cualquier incomprensión, por cualquier palabra desacertada, o por cualquier desacuerdo que se ha dado entre nosotros. No debería ser así. Pero somos humanos y muy débiles.

Como regla general se puede pensar que cuando tal o cual hermano me cansa, es decir, me resulta molesto por un determinado rasgo de su personalidad, es entonces para mí un aviso que me dice en qué estoy fallando, en qué tengo aún que cambiar, o saber aceptar y adaptarme a los demás. Si, por otra parte, cuando surge una tensión, me mantengo replegado o con ciertas reservas, me hago más distante del otro hermano y la tensión empieza a subir de grados.

¿A quien no le ha pasado que en ciertos momentos parece que le molesta "toda la gente"? Nuestro desequilibrio emocional puede hacernos tropezar. Pero no cedamos a esta fácil tentación de replegarnos, de apartarnos un poco o del todo, o de faltar al grupo mientras me dura ese malestar.

Hay otros momentos en que puede surgir la tensión. Por ejemplo, con motivo de un determinado planteamiento que nos hemos de hacer al fijarnos un objetivo concreto, o al discernir los dirigentes del grupo, o a quién hay que encomendar tal ministerio: si no permanecemos pobres de espíritu y llenos del Señor, habrá dificultades para ponernos de acuerdo y surgirá la tensión que puede llevar cualquier nombre: protagonismo, rechazo de personas, susceptibilidad, complejo de víctima.

En un grupo grande las relaciones interpersonales pueden ser más bien superficiales, sin que se llegue a una gran apertura entre unos y otros. Pero cuando se forman grupos pequeños de profundización, o se inicia una fraternidad, una comunidad, se llega a conocer más a fondo a las personas. Es entonces cuando afloran aquellos rasgos individuales de nuestra personalidad, que no se manifestaban tan fácilmente en el grupo grande, y se pone más de manifiesto toda nuestra debilidad: esas aristas hirientes del temperamento que sólo bajo la acción del Espíritu llegan a limarse: peculiaridades, emotividad, impulsos y fuerzas del inconsciente. Todo esto mezclado al mismo tiempo con bondad y paciencia, los frutos del Espíritu mezclados con brotes de los frutos de la carne, pues el Reino de los cielos presente en nosotros, mientras permanezcamos en estado de peregrinación y de prueba, siempre estará sometido a la ley de la provisionalidad, mezclado el trigo con la cizaña (Mt 13. 24-30), hasta que venga lo perfecto y desaparezca lo parcial (l Co 13.9-10).

SOLO EL SEÑOR PUEDE CALMAR LA TEMPESTAD

En realidad conocemos y comprendemos muy poco de lo que pasa dentro de nosotros, por lo cual resulta difícil que cada uno se acepte y se ame a si mismo. Si no me amo a mi mismo en aquello que provoca más mi propio rechazo, mi debilidad, mi cuerpo deforme, mi enfermedad, mis limitaciones, etc., tampoco podré amar a los demás.

Para comprender mejor el mecanismo de los impulsos negativos y destructores que en las relaciones interpersonales dan origen a las tensiones, será bueno tener en cuenta lo que la psicología dice de las áreas determinantes de la personalidad:

a) Un área que opera a un nivel inferior y profundo de la personalidad, desconocido e incontrolado por el mismo sujeto: es el inconsciente, verdadero substrato de la vida psíquica, donde nacen los deseos y se organizan los lazos interhumanos y las conductas. En este área, que escapa a nuestro conocimiento, ejerce su señorío el egoísmo, siempre bajo la ley del placer. De aquí surgen los impulsos de agresividad, de aversión, de venganza, o los que nos llevan a escoger las personas que resultan más simpáticas y atrayentes.

b) Otra área, a un nivel superior, y de cuyos contenidos tenemos conciencia y que podemos controlar, es el área de lo consciente o la conciencia. Aquí conocemos nuestro interior, nos horroriza el mal y amamos lo bueno y lo recto.

Los impulsos del área inferior tienden constantemente a penetrar en la conciencia e imponer su ley, si se lo permite nuestro sentido ético. Siempre exigen satisfacción urgente y presentan una justificación para ser admitidos en el campo de la conciencia. Entre las dos áreas existe un constante conflicto. Si dominan las fuerzas inconscientes, tenemos el caso del impulsivo, del inmaduro. Si la conciencia logra impedir que imperen aquellos impulsos salvajes, se establece cierto equilibrio.

e) También hay que tener en cuenta el equilibrio o desequilibrio de la propia afectividad, que es el aspecto más fundamental de la vida psíquica, la base a partir de la cual se forman las relaciones humanas y los lazos que nos unen a nuestro medio vital. Cuando, en contra nuestro, se altera la organización afectiva que hemos aceptado, ello repercute en toda la persona, en las actitudes y en el comportamiento, provocando cierta inadaptación social. El resultado puede ser angustia, inseguridad, ansiedad, cualquier trastorno psíquico.

Con independencia de la validez que queramos dar a esta explicación, la solución a los conflictos y tensiones no consiste en evitar que surjan los impulsos, lo cual como sabemos no siempre es posible, sino en evitar que nos dominen, imponiendo su ley y determinando nuestra conducta.

Para esto ha de darse una condición: que el Señor esté presente en nuestra conciencia, que El ocupe nuestra conciencia. Solamente El tiene poder para calmar las tempestades que de improviso puedan surgir en el fondo de mi ser.

Pero que El esté verdaderamente vivo en mi corazón, que yo experimente su fuerza y su paz y la seguridad que únicamente El puede hacerme sentir, depende del grado de oración en que yo esté viviendo. A mayor grado de oración, más fuerza tendré de parte del Señor, más vivo estará Jesús en mi interior. Y entonces no me dominarán las fuerzas ciegas y salvajes de mi inconsciente.

Por otra parte, yo debo estar sobre aviso respecto a mis reacciones e impulsos y tratar de tomar conciencia del motivo profundo que pueda subyacer en el fondo de muchos de mis comportamientos. Porque el amor propio fácilmente se disfraza de celo o de fidelidad. El amor propio herido siempre recurre al procedimiento de cortar la comunicación en forma de frialdad para con el hermano o siguiendo el impulso de fuga. De ordinario el Señor no me pide que me aparte de los hermanos, o que desaparezca, lo cual me llevaría a la soledad, a la tristeza, a la esterilidad, sino que me mantenga en la estacada hasta el final, allí en el camino donde El me puso. Si cuando aprecio que esto empieza a suceder en mi corazón me vuelvo al Señor y clamo "Señor, ayúdame, porque ni siquiera yo mismo ?me conozco y quisiera dejarme llevar de este impulso...” Entonces me invadirá la paz, el arrepentimiento y la fuerza necesaria para perdonar y seguir amando.

UNA GRAN RESPONSABILIDAD DE LOS DIRIGENTES

Los dirigentes de cada grupo han de estar siempre atentos para ver cómo marchan las relaciones interpersonales dentro del grupo. Es una de las cosas que más nos tendría que preocupar, y allí donde ha surgido una tensión los dirigentes hemos de poner paz, reconciliación y amor: "Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios" (Mt 5,9).

Lo que construye y crea la comunidad, lo que más hace avanzar a un grupo, es la unidad y el amor entre sus miembros. El amor entre los hermanos tal como Jesús enseñó, es lo que construye la comunidad, muy por encima de todo nuestro empeño y entusiasmo por crearla. Es preciso recurrir a todos los medios posibles: diálogo paciente, reconciliación, transparencia, corrección fraterna. Tener mucha paciencia y aprender a sufrir. Nunca nos podemos desentender, ni desmoralizar. El Señor nos quiere unidos en el sufrimiento, en la incomprensión, en la paciencia.

Cuando hay un conflicto hay que intensificar la oración. Las partes más afectadas deben buscar primero reconciliación. Puede haber resistencias, porque no siempre tenemos el deseo sincero de que se arreglen las cosas, o porque nos faltan fuerzas para perdonar de verdad.

Un procedimiento que siempre da maravillosos resultados es cuando los dos hermanos, que tienen dificultad para aceptarse o para amarse, se presentan juntos ante el Señor sintiendo toda su pobreza y oran: "Señor, Tú nos has unido. Quieres que nos amemos y caminemos juntos. En estos momentos nos resulta difícil comprendernos y amarnos. Ven Tú en nuestra ayuda.

Ante Ti nos perdonamos y cada uno rechaza lo que hay contra el hermano. Pon tu amor en nuestros corazones para que podamos amar de verdad". El Señor no se resiste ante una oración como ésta.

Si al final no podemos ponernos de acuerdo en un asunto determinado y seguimos discrepando, la solución no es romper. Siempre podemos decir: Bien, pensamos distinto y no coincidimos en nuestros puntos de vista, pero sigamos amándonos como hermanos, porque El nos quiere unidos, y trabajaremos para llegar a la unidad.

En toda acción reconciliadora será de gran ayuda saber apreciar todo lo bueno y positivo que hay en el otro, sobre todo su voluntad sincera de agradar al Señor y vivir a su servicio. Esto no nos puede dejar indiferentes.

Si nuestro espíritu no está plenamente centrado en el Señor, no podremos hacer esto, y nos faltará el deseo sincero de la reconciliación: "En lo posible, y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres" (Rm 12, 18).

Saber apreciar y estimar lo bueno de cualquier hermano es cualidad del alma que supone otras muchas virtudes. Tenemos más desarrollado el espíritu de justicia y de exigencia respecto al hermano que el espíritu de misericordia y de bondad, capaz de reconocer siempre la bondad y los dones que el Señor ha puesto en él. Si no le amamos, no podremos alabar a Dios por las maravillas que ha hecho en él En este caso lo que solemos hacer es silenciar sus dones, o quitarles valor o cerrarnos con un "sí... pero...". La magnanimidad y el amor que el Padre de los cielos tiene para nosotros sus hijos es algo de lo que más necesitamos en nuestro caminar en la vida del Espíritu, para que nuestras relaciones interpersonales sean cada vez más santas y revistan esa elegancia espiritual y espíritu magnánime que San Pablo deseaba para los Filipenses: "Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta" (Flp 4,8).





¿CÓMO HEMOS DE AMAR?

Por Javier Silva

Las relaciones entre los hermanos de un grupo o comunidad de la Renovación se han de caracterizar por el amor, tal como el Señor nos mandó: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 13, 34). Esto lo vemos todos clarísimo. Es más, consideramos que tal es la esencia de la Renovación, y en ciertos momentos esto se vive profundamente. Pero en la vida de cada día y en el trato frecuente vemos que surgen nuestras limitaciones y experimentamos ciertas dificultades, de tal forma que hay situaciones en las que no vemos claramente cómo hay que amar al hermano. Y esto nos puede pasar queriendo obrar con la mejor intención.

A estas dificultades se puede añadir el hecho de que no siempre tenemos una idea clara de lo que es el amor fraterno, el amor cristiano que nos manda Jesús.

1.- EL AMOR ES DON DE DIOS
DERRAMADO EN NUESTROS CORAZONES

Ante todo hemos de partir del ?hecho de que el amor es un don de Dios, que no podemos alcanzar por nuestro propio esfuerzo o por nuestros méritos. Es "derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado"(Rm 5, 5) y en cierta manera nos configura con Dios y transforma la personalidad, hasta el punto que llegamos a experimentar que el Señor ama en nosotros, y que podemos amar a todos los hombres, incluso a aquellos que naturalmente no nos gustan, o a aquellos que nos ofenden.

Vemos enseguida que el amor cristiano, que es la esencia del mensaje evangélico, es totalmente diferente de lo que el mundo entiende por amor.

Es algo que está por encima de las fuerzas naturales del hombre y de todos los recursos y mecanismos de nuestra psicología humana, que de por si tiende siempre a regirse por el principio del placer. No es compasión natural, ni atracción hacia las persones, ni el sentir simpatía o llegar a congeniar con determinados hermanos. Es algo que está muy por encima de los sentimientos y de las emociones. Poder perdonar y amar de verdad a aquél que nos ha herido no es cuestión de emociones, ni está al alcance de nuestros recursos humanos.

El Nuevo Testamento usa la palabra ágape, la cual hace referencia a un amor de donación, es decir, a un amor oblativo, que no consiste en dar cosas, sino en darse a sí mismo, en forma de perdón, en forma de comprensión, en forma de aceptación y acogida, en forma de paciencia. Todo esto exige siempre morir al amor propio, al egoísmo, al resentimiento, a la aversión, etc.

Sus exigencias son grandes. Jesús fue el mejor ejemplo del grado de entrega y donación a que se puede llegar. El discípulo amado supo captarlo con fina sensibilidad. "En esto hemos conocido lo que es el amor: en que El dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Si alguno que posee bienes en la tierra ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? Por tanto, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad"(1Jn 3,16-18).

2.- PODEMOS AMAR COMO EL NOS HA AMADO

La norma que Jesús ofrece a sus discípulos no admite duda: "como yo os he amado.” Porque El supo vivirlo de muchas y variadas maneras en las que podemos ver expresados todos los momentos de la vida cotidiana de nuestras relaciones.

La forma como Jesús amó a sus discípulos estuvo marcada por toda la sencillez y naturalidad del amor. Vivió con ellos, los alimentó, se ocupó de ellos y de sus necesidades, los cuidó y los defendió: nada les faltó. Y aún más; les enseñó el mensaje del Reino, les reveló la verdad, les dio hasta la propia vida: "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo"(Jn 13,1).

Las líneas constantes de su amor fueron siempre muy definidas.

- comprometerse a servir,

- ocuparse consecuentemente,

- fidelidad hasta el extremo.

En nuestro caso el amar a los hermanos es algo que no se puede reducir a buenas palabras, sino a hechos. Y que ha de seguir también las mismas líneas que el amor de Jesús:

a) Buscar servir de alguna manera: servir, no precisamente porque hay que hacer unas cosas determinadas, sino porque es exigencia del amor, una forma de amar. Y en un grupo o en una comunidad siempre hay oportunidad de servir para cada uno de los miembros. Lo importante es querer. Siempre hay trabajos humildes que fácilmente rehuimos, siempre hay que preparar un salón, hacer limpieza, buscar alojamientos, encargarse de algo. Siempre se necesita alguien que se responsabilice de determinados servicios.

Si no tenemos una voluntad decidida de servir a los demás es que no sabemos amar aún. Si nos cuesta servir, ello nos da la medida de nuestro egoísmo.

b) Ocuparse consecuentemente: o sea, preocuparse positivamente del que necesita algo, tomar siempre la iniciativa de salir al encuentro, de interesarme y ofrecer antes de que se tenga que pedir. Estar dispuesto a dar y compartir: mis cosas, mi tiempo, mi atención, los dones que el Señor ha puesto en mí y que en cierta manera son de los demás. En el ocuparme consecuentemente de los hermanos entran todos los detalles del amor, de amar al más débil, de manera especial al enfermo, al cual cuando visitamos no vamos a ofrecerle una visita de pura cortesía sino el amor de hermanos.

c) Fidelidad hasta el extremo:
"Fiel es el Señor" (2Ts 3, 3; 1Ts 5, 24): esta fidelidad del Señor de la que tanto habla la Biblia, Ella quiere en nuestras relaciones interpersonales, como una exigencia y manifestación del amor.

Fidelidad quiere decir lealtad, sinceridad, transparencia, respeto. La fidelidad nos impide hablar desfavorablemente de cualquier hermano y exige gran respeto ante aquellas actitudes suyas que no comprendemos.

Fidelidad es también un corazón humilde y pobre, o sea no sentirme nunca mejor ni "colosal". A veces indisponemos al hermano, por ejemplo, cuando en momentos de tristeza o decaimiento le exteriorizamos con triunfalismo nuestra alegría. Esto se puede convertir para él en acusación o humillación Entonces lo que necesita es nuestra capacidad de comprensión, de escucha y de asumir su problema, y no que hagamos alarde de nuestra alegría por muy santa que sea.

3.- NOS COMPROMETE CON TODOS LOS HOMBRES

Los sentimientos negativos surgen fácilmente ante cualquier incomprensión o roce en forma de disgusto, desconfianza, recelo, resentimiento, irritación, malhumor. El quedar taciturno ante determinadas situaciones, la frialdad que en ciertos momentos adoptamos, son reacciones emocionales que denuncian la debilidad o inconsistencia de nuestro amor a los hermanos.

Amar al hermano como ha enseñado Jesús no consiste en sentir amor lo cual no siempre es posible, sino en actuar con amor. Dejemos entonces que el Señor entre más en nuestro corazón y entonces desaparecerán enseguida los sentimientos negativos. Tampoco es un amor caprichoso que pudiera hacer acepción de personas. Decir, "hay un tipo de personas que no puedo amar", o "personas con las que no puedo entenderme o que a mí no me van", es también vivir de emociones. El amor de Jesús llega hasta amar a los enemigos y su doctrina es tajante: "amad a vuestros enemigos" (Mt 5,44): en este amor a los enemigos se manifiesta el poder de Dios y la grandeza del amor cristiano.

Por esto es posible amar a todos los hermanos de un grupo grande, es más a todos los hombres. El amor cristiano es el único amor capaz de amar a todas las personas aunque sean desconocidas. Hay cristianos que llevan años cultivando relaciones íntimas, familiares o comunitarias, que no conciben que se pueda llegar a amar a aquellos que no son del mismo círculo. En todo grupo o comunidad que no esté plenamente abierto al amor del Señor se puede introducir el espíritu raquítico de capillita o de círculo cerrado por la incapacidad de amar o de comprender a los que no son de la misma línea o del mismo grupo. Aquí también se confunde el amor con las emociones.

El amor es una relación comprometida de mi vida con la de los hermanos. Siendo así es posible llegar a amar a todos. Sólo podré tener intimidad o amistad con un número reducido, pero puedo llegar a ser, por la acción del Señor, de tal espíritu y actitud que ame a todos, incluso a aquellos que desconozco.

Esto no quiere decir que el amor cristiano tenga que ser algo impersonal, o carente de afecto y sensibilidad para con los hermanos. Aunque no se base en lo sensible, no debe descartar aquellos sentimientos que puedan ayudar a amar mejor. Hay quien dice amar, pero nunca sabe mostrar afecto, o tener un detalle de delicadeza con el hermano. El amor implica toda la persona humana, y, a medida que crece y madura, los sentimientos se convierten también en expresiones de la verdadera donación.

Para terminar digamos que hemos de llevar a cabo el amor tal y como Jesús nos ha amado, hasta el final, sin cansamos, en compromiso sincero de servicio y donación.

Todos los dones y carismas, que el Espíritu Santo distribuye para que sirvamos y edifiquemos la comunidad, nada aprovechan si no los ejercemos en el amor (1 Co 13,3).

Entendamos y vivamos siempre el amor como compromiso que surge del amor de Dios derramado en nuestros corazones, que nos va transformando en su "misma imagen cada vez más gloriosos" (2 Co 3, 18).





LAS RELACIONES INTERPERSONALES
EN LA COMUNIDAD CRISTIANA

Por Juan Manuel Martín

La comunidad cristiana es las primicias de Jesús resucitado. De su corazón abierto brota la sangre y el agua que simboliza el Espíritu derramado sobre la humanidad para crear una comunidad nueva, un pueblo de alabanza. Aquella primera comunidad de Jerusalén, configurada por el don del Espíritu en Pentecostés, será siempre el modelo y el último punto de referencia para cualquier proyecto cristiano de comunidad.

Si miramos la comunidad como aspiración constante del corazón del hombre, nos descorazonaremos al constatar el fracaso continuo de todos los proyectos comunitarios humanos: familias, comunas, asociaciones vecinales, comunidades políticas... La comunidad es una utopía, un horizonte que el hombre sueña sin llegar nunca a alcanzar.

Sólo en el Espíritu de Jesús resucitado se hace posible esta utopía humana. Porque la comunidad no es nunca un proyecto del hombre, sino un don de Dios que hay que acoger con alegría.

Trataremos en este artículo de las cuatro estructuras básicas que deben regular las relaciones interpersonales dentro de la comunidad. Sólo si las consideramos como un don de Dios y no como una obligación jurídica, serán estas exigencias un yugo suave y una carga ligera, y la convivencia íntima se convertirá en fuente de un profundo gozo.

1.- EL COMPROMISO.

En el pasaje del endemoniado de Gerasa se nos habla de un pobre hombre solo, desnudo, que habitaba en los sepulcros, vociferaba y se hería a sí mismo con piedras. Muchas veces habían querido atarle, pero rompía todas las ligaduras.

Este podría ser el símbolo de uno de los demonios que más frecuentemente se posesionan del hombre de hoy: el espíritu de la insolidaridad, la independencia, el aislacionismo. A aquel hombre muchas veces la comunidad había intentado ligarlo con lazos, pero los rompía todos y vociferaba su independencia.

Hay personas que por una inmadurez afectiva radical son incapaces de crear relaciones estables comprometidas. Se resisten a cualquier tipo de solidaridad. Les horroriza la responsabilidad. Pero esta libertad viene a ser la más horrible de las esclavitudes: la esclavitud a los estados de ánimo, a los caprichos del momento, a los vaivenes emocionales.

El querer ser libre para hacer en cada momento lo que más apetezca, sin tener en cuenta los posibles intereses de otras personas implicadas en mi vida, es la mayor de las esclavitudes. No hay déspota más tirano que el propio yo, caprichoso, brutal, siempre insatisfecho.

Jesús consigue expulsar el mal espíritu de aquel hombre y nos descubre la infelicidad tan grande en la que vivía. El demonio le había llevado al desierto, a la soledad, a la incomunicación. Se atormentaba a sí mismo y a gritos expresaba su profunda desgracia. Una vez sano Jesús le devuelve a los suyos: "Vuelve a tu casa" (Lc 8, 39). Crea nuevos lazos, echa raíces en un hogar.

La verdadera libertad del hombre no es la independencia insolidaria, sino los lazos del amor. "Habéis sido llamados a la libertad, sólo que no hagáis de esta libertad pretexto para la carne, antes por el contrario, haceos siervos los unos de los otros por el amor" (Ga 5, 13).

La libertad nos lleva a hacernos siervos por el amor. La madre que cuida de sus hijos ha perdido toda su independencia, su autonomía. En adelante su vida va a estar totalmente pendiente de ese pequeño ser. Porque ¡cómo se depende de aquellos que dependen de nosotros! Ya no vive para sí, se ha hecho sierva, pero sierva por amor. Lo que diferencia al compromiso cristiano de la esclavitud es el amor. Y el amor es profundamente liberador, pues en él solamente puede el hombre sentirse plenamente realizado.

Desaparece el yo para dar lugar a un "nosotros". Y en esta medida nos sentimos ampliados, enriquecidos, multiplicados, dentro de la comunidad.

El paso de las relaciones de convivencia a las relaciones de compromiso es esencial para la existencia de una comunidad cristiana. Si sólo se juntan las conveniencias particulares no hay una base sólida para ningún proyecto comunitario. Hay muchos "yo", pero no hay "nosotros". Nadie puede contar conmigo, pero tampoco puedo yo contar con nadie, porque todo depende en definitiva de si a él y a mí nos conviene en ese momento el ayudarnos.

Sólo en el verdadero compromiso se crea un espacio de libertad y el hombre se libera de la tiranía de los impulsos del momento que pueden echar a perder todo el proyecto de una vida.

A veces prolongamos indefinidamente una situación de búsqueda, dando largas al compromiso, hasta estar seguros de si "esa chica me conviene" o "esa comunidad me conviene". Y así hay personas que no "se casan con nadie", que van de novia en novia, o de comunidad en comunidad. En cuanto la relación comienza a comprometerles un poco, se echan atrás, y comienzan de nuevo una nueva experiencia. Este horror al compromiso es en el fondo una enfermedad psicológica que debe ser sanada por Dios. Quienes van mariposeando de comunidad en comunidad, haciendo continuas "experiencias" se quedan sin experimentar lo más maravilloso que hay en la vida, que es precisamente la experiencia del compromiso.

Decía Saint Exupery en su pequeño príncipe, que sólo se ama aquello de lo que uno se ha hecho responsable. Mi rosa no es necesariamente la más bonita que existe en el mundo, pero es la mía, la que yo cuido: esto la hace más preciosa que ninguna otra. Sólo llegamos a conocer y a amar profundamente a las personas con quienes nos hemos comprometido y que sentimos comprometidas con nosotros. Si amo a mi rosa no es porque sea la más bonita, sino porque me he comprometido con ella para intentar que lo sea, amándola y cuidándola.

Comprometerse es escoger, pero escoger es también renunciar. Quienes no quieren renunciar a nada se quedarán sin nada. Escoger una comunidad es renunciar a otras muchas posibles, quizá mejores. Pero nunca se debe esperar a encontrar una comunidad perfecta para comprometerse con ella, pues la comunidad es ante todo un proyecto, una ilusión a realizar en común.

El echar raíces en un compromiso es una muerte de otros miles de experiencias y comunidades posibles. Pero como toda muerte, es una Pascua, es inicio de una vida nueva, el paso de la adolescencia a la madurez, del egocentrismo a la solidaridad, del diletantismo a la responsabilidad. Y al hacemos siervos los unos de los otros por amor, encontramos nuestra liberación más auténtica.

2. LA TRANSPARENCIA

En el libro del Génesis uno de los efectos de la irrupción del pecado en la vida es el de la incomunicación entre los hombres. Antes del pecado de Adán y Eva estaban desnudos y no se avergonzaban. Después de pecar sienten la necesidad de cubrirse con vestidos.

En esta bella imagen del vestido y la desnudez está reflejando la Escritura dos situaciones comunitarias. El vestido viene a representar la necesidad de cubrirse, de taparse, de ocultarse ante los demás. Después de haber entrado el pecado en nuestras relaciones, sentimos la necesidad de ocultar nuestra intimidad, de escondernos tras máscaras y caretas. En un mundo en el que el hombre es lobo para el otro hombre, hay que procurar a toda costa no hacer confidencias que puedan dar al contrario armas para utilizar contra nosotros. Como en un juego de baraja, el hombre procura ocultar el mayor número de sus cartas ante otros jugadores en competencia.

Otra bella imagen con la que el Génesis expresa esta incomunicación causada por el pecado, es la de la confusión de lenguas en Babel. Los hombres pasan a hablar distintos idiomas, dejan de comprenderse. Es la experiencia de muchos grupos y familias que, aún hablando el mismísimo castellano, hablan de hecho lenguajes muy distintos que no comunican, sino que aíslan y dividen.

Frente a este destrozo del pecado, Jesús ha venido a restablecer los lazos y la comunicación mediante la transparencia de las conciencias dentro de una comunidad. El otro deja de convertirse en un peligro para mí. El "otro" no es ya un enemigo potencial ante quien debo ocultarme, sino que es "mi hermano" a quien amo y por quien me siento muy amado.

La amistad es transparencia. El mismo Jesús transparentó todos sus secretos ante sus amigos. "A vosotros os, he llamado amigos, porque todo lo que he oído de mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn J5, 15).

Si el Señor nos hace de verdad amigos, ya no habrá secretos entre nosotros. Jesús es la revelación del Padre, y nosotros seremos revelación y libro abierto para nuestros hermanos.

Quizás una de tas cosas más difíciles de transparentar son nuestras propias debilidades. Muchas personas hacen esfuerzos continuos para que no se les note en la vida social aquellos fallos humanos o espirituales que hay en su vida, para evitar que los otros les desprecien, o para evitar el posible escándalo.

Pero en una comunidad verdadera no hay que tener este miedo. La trasparencia supone una actitud de acogida mutua. "Acogeos mutuamente como os acogió Cristo" (Rm 15,7). Sé que mis defectos no van a provocar rechazo, sino que van a ser acogidos con amor. Mi debilidad es un tesoro para la comunidad porque les da a los demás la oportunidad de ponerse a mi servicio, de preocuparse de mí, y ejercitar el amor. La trasparencia supone una sintonía de corazones en la que sé que lo mío les interesa a los demás, porque hay "un mismo sentir de los unos para con los otros" entre hermanos que se alegran con los que están alegres y lloran con los que lloran (Rm 12, 15-16). Ya no estoy obligado a mantener una máscara, una imagen falsa de mí que me obligue a vivir en tensión continua nerviosa para estar a la altura de las expectativas de los demás, o para que no se trasluzcan en un momento mis defectos y arruine mi imagen pública que tan laboriosamente he ido labrando día a día.

Y a esto ayudará mucho el saber que también los demás trasparentan ante mí sus dificultades y su debilidad. Así comprenderé que al recibir su confidencia no empeora la imagen que de ellos tengo, sino que al contrario, les amo más. "Ayudaos unos a otros a llevar vuestras cargas y así cumpliréis la ley de Cristo" (Ga 6,2). Sólo si conozco la carga de mi hermano podré ayudarle. Sólo si doy a conocer la mía podré ser ayudado. En una comunidad día a día se van cambiando las tornas. Un día me toca ser el débil que necesita ser ayudado. Al día siguiente me toca ser el fuerte que ha de ayudar a un hermano que se siente muy débil. Pues "toca a los fuertes sobrellevar las flaquezas de los débiles" (Rm 15, 1).

3. SOMETIMIENTO

La comunidad de Jesús no es un grupo fofo, invertebrado, sino que consta de distintos miembros, y funciones, entre los que destaca el servicio de la autoridad.

En su etimología latina autoridad significa hacer crecer, la fuente del crecimiento. Desgraciadamente se ha abusado tanto de esta palabra que hoy día llega a sonar mal a los oídos de muchos cristianos.

Se ha concebido la autoridad demasiado a menudo en la Iglesia de una manera burocrática o cuartelera. El modelo del liderazgo no ha sido tanto el evangelio como las cortes imperiales, o las oficinas de las multinacionales o los cuarteles militares. Esto ha provocado en muchos un rechazo instintivo de la palabra autoridad que nos hace pedir mil disculpas antes de usarla.

Sin embargo, en 1a comunidad evangélica hay una autoridad "en el Espíritu". Debemos ser sanados por el Señor de los traumas que el mal uso de la autoridad nos haya producido, para podernos acercar con una mente abierta y sin prejuicios a este aspecto básico de la comunidad.

Frente a la autoridad "en el Espíritu" corresponde una actitud de sometimiento: palabra de honda raigambre bíblica. Ya Jesús estuvo sometido a sus padres (Lc 2, 51). Esta misma palabra la usa el Nuevo Testamento para designar la actitud de los miembros de la comunidad para sus dirigentes. "Someteos unos a otros en el temor de Cristo" (Ef 5, 21)

Como en todos los demás aspectos, se trata de un sometimiento en el espíritu. No es la sumisión servil, ni la sumisión aduladora, ni la sumisión irresponsable, ni la sumisión de los inseguros que se arriman a una personalidad fuerte, ni la sumisión perezosa de quien no quiere molestarse en tomar decisiones y prefiere que le den las cosas hechas.

La sumisión cristiana nace de unos presupuestos: una fe viva en la presencia de Cristo en la comunidad, en todos los hermanos, y de una manera especial de aquellos"que nos presiden en el Señor" (l Ts 5, 12); la conciencia humilde de quien estima a los demás como superiores a uno mismo (Flp 2, 3); el temor a la posibilidad del autoengaño y del subjetivismo. Todos estos presupuestos llevan a dar un gran valor al juicio de los hermanos que aportan un punto de vista externo, objetivo; especialmente cuando se trata de hermanos que nos aman, que están dotados del carisma del discernimiento, que desean sobre todo nuestro bien y nuestro crecimiento en el espíritu. Pueden suponer una gran ayuda para salir del círculo cerrado de nuestro subjetivismo, de nuestras racionalizaciones, de nuestra tendencia continua a encontrar razones aparentes para justificar lo que en el fondo sólo deseamos por motivos que no nos atrevemos a confesar a nosotros mismos.

Pero el presupuesto central de la sumisión es el sentirse amados. El cristiano que busca la voluntad de Dios en su vida no se somete a una instancia burocrática lejana, que estaría dotada de una infalibilidad automática "ex opere operato" por el mero hecho de ser autoridad "legítima". El cristiano se somete a aquellos hermanos por quienes se siente conocido y amado de una manera cordial y próxima, en la que se ha dado un diálogo franco y una transparencia mutua.

Esta espiritualidad del sometimiento dentro de la comunidad puede expresarse de miles maneras distintas. En las comunidades de alianza que han surgido a partir de la experiencia de Ann Arbor suele ejercitarse mediante la figura del "head" o "cabeza", que otros traducen al español como "pastor" o "hermano mayor". Cada miembro de la comunidad tendría así un hermano mayor; este hermano de mayor experiencia de la vida en el espíritu y de mayor discernimiento, le serviría como guía en su crecimiento y le arrancaría de su propio subjetivismo. El hermano mayor es considerado ante todo como un don del Señor. Entre ambos se desarrolla una gran amistad, una entrañable fraternidad sin paternalismos, mediante el diálogo frecuente, la oración en común, la transparencia y el amor. Sólo los que han experimentado cuánto les ha ayudado esta relación pueden dar testimonio eficaz de cómo este tipo de sometimiento no asfixia sino que ayuda al crecimiento en el Señor; en el contexto de esta amistad, la corrección fraterna resulta fácil y aun gozosa porque se ve iluminada por el amor y la consideración hacia aquellos que "trabajan entre vosotros, os presiden en el Señor y os amonestan" (l Ts 5, 12).

4. LA COMUNIDAD DE BIENES

Ciertas cosas que en otro tiempo parecían exclusivas de las comunidades religiosas, están pasando hoy a considerarse patrimonio común de toda vida cristiana "normal". Gracias a Dios se han ido difuminando cada día más los límites entre la vida religiosa y la vida seglar.
La llamada a la comunidad no es exclusiva de los religiosos, sino que es parte de toda vocación cristiana. Por lo mismo la llamada a la comunión de bienes no es exclusiva de quienes tienen voto de pobreza, sino que es esencial en cualquier proyecto comunitario que se llame cristiano.

La comunidad de Jerusalén no es sólo modelo de las órdenes religiosas, sino que debe ser modelo e inspiración de cualquier comunidad cristiana "normal". Hacia este modelo deben irse aproximando todas nuestras comunidades.

No es posible hablar de verdadera fraternidad si no se da la comunión íntima. El amor, o se da entre iguales, o hace iguales. "Si alguno posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer la necesidad y le cierra el corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?" (1 J n 3, 17). El amor nos convierte en vasos comunicantes en los que siempre existe un mismo nivel. Este concepto de igualdad es básico en el pensamiento de san Pablo: "Al presente vuestra abundancia remedia su necesidad, para que la abundancia de ellos pueda remediar también vuestra necesidad y reine la igualdad" (2Co 8, 14).

La manera concreta como se realiza esta comunión de bienes puede ser muy diversa. Cada comunidad irá concretando en medidas prácticas esta espiritualidad e irá creciendo progresivamente en ella. Puede ir desde una ayuda más o menos esporádica a algún miembro de la comunidad que se encuentre enfermo o en paro hasta la total puesta en común de las propiedades.

Entre medio caben muchos grados posibles y cada comunidad debe ir discerniendo en qué grado debe situarse. Puede haber una comunión más permanente de una parte de los ingresos, fijando unos mínimos (sistema de los diezmos). O puede darse una comunión en algunos bienes especiales, como sería el tener una casa de vacaciones en común, o el poseer en común los vehículos y aprovecharlos de un modo más solidario o menos egoísta.

La discreta caridad irá mostrando miles de signos vivos que manifiestan este espíritu, teniendo siempre cuidado de evitar la excesiva reglamentación que acabe en un mero legalismo, como hemos detectado en alguna congregación religiosa en la que la comunión de bienes se ha convertido en algo jurídico, desprovisto de imaginación, de generosidad, de alegría, de dinamismo, de creatividad.

La comunión de los bienes materiales debe ser signo visible de una comunión más profunda de todo lo que somos y poseemos, especialmente los dones espirituales recibidos del Señor para el bien común. "A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para bien común" (l Co 12. 7). "Cada cual tiene de Dios su don particular, unos de una manera, otros de otra" (l Co 7, 7).

Este don particular de cada uno para la comunidad hay que irlo descubriendo para ponerlo al servicio de todos para la edificación mutua. "Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios" (1 P 4, 10).

La comunidad debe ayudar a cada uno a descubrir su don y exhortarle a que lo ejercite. Pero ante todo hay que saber que nuestro mayor don somos nosotros mismos, la presencia siempre puntual, siempre activa, siempre benevolente y positiva. Como irradiaciones de esta presencia, ¡qué maravillosa variedad de dones!: el ministerio de la dulzura, el de la escucha atenta, el del servicio en cosas pequeñas, el de la reconciliación, el de decir siempre la verdad, el del discernimiento, el de la sonrisa, el de la enseñanza; el carisma de hacer sentirse a los otros a gusto, el de apaciguar las discusiones; el ministerio profético de la palabra oportuna para cada situación; el don de la imaginación y la creatividad, el de la organización y coordinación, el de la curación interior y física, el del conocimiento profundo de la Palabra de Dios; el don de contagiar efusivamente a otros el espíritu de alabanza, el de alentar e inspirar la música y el canto, el de hacer presente la gracia de Dios por medio de los sacramentos de la Iglesia.

Cuando todos han puesto en común sus dones se consigue que "siempre esté completo el cuerpo que formamos en Cristo y cada uno respete en su prójimo el carisma que ha recibido" (S. Clemente a los Corintios). Símbolo vivo y visible de esta comunión será la comunidad de bienes materiales a la que nos hemos referido antes. Sin ella nunca podrá existir una comunidad cristiana.







COMO REPARAR EL MAL CAUSADO A OTROS

Por M. Dolores Larrañaga

Cuando vivimos la conversión y el arrepentimiento con sinceridad, una de las cosas que más duele es el mal que hemos causado a otros. Y aún después de haber empezado una entrega al Señor, en nuestro acontecer diario, consciente o inconscientemente, ofendemos a Dios y a los hermanos con nuestros comportamientos, omisiones, olvidos, indiferencias, críticas, juicios, marginaciones, malos ejemplos...

Cada uno de nosotros, que seguramente habremos experimentado la curación interior de traumas y heridas que otros nos causaron, puede contribuir a su vez a que sean curados aquellos a quienes hemos ofendido. Y esto de una manera real y profunda, que no se quede en meras apariencias.

Aquí nada valen los formalismos mundanos que nada tienen que ver con el Evangelio. Son necesarias unas actitudes básicas que responden a lo que Jesús nos ha enseñado y definen también lo que han de ser nuestras relaciones interpersonales.

1.- RECONOCERNOS PECADORES

Para vivir la vida en el Espíritu y recibir la salvación de Jesús, es actitud fundamental e indispensable la aceptación alegre, ante Dios y ante nuestros hermanos, de nuestra propia nada, de nuestra condición de naturaleza pecadora.

El sentimiento de la propia justicia, el deseo autosuficiente de la propia perfección, la falta de reconocimiento de nuestras propias caídas, son formas de orgullo que nos cierran a la salvación de Jesús, a la acción del Espíritu en nosotros.

En el Evangelio de San Mateo, Jesús contrapone estas dos actitudes: "No necesitan de médico los sanos, sino los que están mal. Id pues a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos sino a pecadores" (Mt 9, 12-13).

El fariseo, satisfecho de sus obras, de su propia justicia, se cierra a la salvación de Jesús, mientras el publicano, que se reconoce pecador, es justificado (Lc 18. 9-14).

La Iglesia, en su liturgia, presupone en todos nosotros la actitud del publicano, antes de comenzar la Celebración Eucarística: "Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión... “Esto no es un formalismo, sino la expresión consciente de una profunda realidad.

2.- ABRIRNOS A LA SALVACION DE JESUS

Una actitud sincera y humilde ante Dios y ante nuestros hermanos, atrae la compasión del Señor. Entonces el fondo de nuestra miseria se convierte para nosotros en ámbito de la glorificación del Padre, de alabanza por sus misericordias, de experiencia de la salvación de Jesús, de humildad, de compasión hacia nuestros hermanos y de punto de partida de relaciones interpersonales profundas, en las que Jesús mismo construye la Comunidad.

En nuestras caídas nuestra primera mirada debe ser hacia Jesús, a quien le mostramos nuestras llagas. El es nuestro médico. "El cura nuestras dolencias... sabe que somos polvo" (Sal 103). Entonces experimentamos el gozo de sentirnos amados, precisamente por nuestra pobreza, y exultamos en alabanza por sabernos necesitados de salvación.

También debe ser motivo de alabanza y de gozo en el Espíritu el vernos imperfectos ante los demás, aceptando alegremente la humillación y abandonando la situación en manos del Señor, sabiendo que "todo se convierte en bien para los que son amados de Dios".

3.- RECONCILIARNOS CON EL HERMANO

La segunda mirada debe ser hacia el hermano ofendido de quien debemos solicitar y recibir el perdón. Hemos de ir a su encuentro buscando reparar el mal causado, y tratando de ser para él vehículo del amor y salvación de Jesús. De este modo, nuestras palabras y nuestra actitud serán sinceras, humildes, cariñosas. La reconciliación con el hermano ofendido es disposición necesaria para que nuestra ofrenda agrade al Señor (Mt 20, 23-24). En ocasiones, una sonrisa oportuna, un saludo amable, el hacer un favor o solicitarlo, puede suavizar pequeños roces o resentimientos.

Ordinariamente la reconciliación sincera con el hermano ofendido, y más en un ambiente de oración, es suficiente para que desaparezcan resentimientos y no pocas veces es el comienzo de una amistad en la que la prevención y antipatía se convierten en amor y en compasión.

A veces esta reconciliación va acompañada de corrección fraterna, que hemos de recibir con agradecimiento y amor, permaneciendo a la escucha del Espíritu. Siempre debemos estar dispuestos a dejarnos lavar los pies por el hermano e incluso prestar este servicio cuando el amor a Dios y al hermano lo requieren; pero solamente puede hacer bien el papel de Jesús, quien está dispuesto a dejarse lavar los pies por el hermano.

Debemos reconciliarnos tantas cuantas veces sea preciso, lo mismo que debemos estar siempre abiertos al perdón (Le 17,4). Esta doble actitud nos mantiene, personal y comunitariamente, con salud espiritual y psíquica, y abiertos a la misericordia y perdón del Señor.

4.- SANACION INTERIOR

Cuando las caídas se repiten y, a pesar de la reconciliación, ofendemos frecuentemente a un hermano con críticas internas o externas, con rechazos, palabras ofensivas, burlas, etc., hemos de hacernos conscientes de que nuestro mal tiene una raíz profunda que es necesario extirpar.

Esta raíz puede ser:

- El resentimiento por una ofensa, quizá del pasado, pero no del todo perdonada.

- El propio orgullo y ambición de prestigio que ven en ese hermano un rival.

- La envidia ante unas cualidades que yo no poseo.

- Una corrección fraterna que no supe recibir con humildad y cuyo recuerdo irrita.

- La falta de capacidad de aceptación de las personas tal como son.

- Complejos personales que se proyectan en el otro.

- Chismes o críticas que han minado la imagen que tenía del hermano.

Estas situaciones y otras semejantes, necesitan muchas veces sanación interior. Esta sanación la podemos hallar en el Sacramento de la Reconciliación, en el que el Sacerdote nos ayuda a descubrir la raíz de nuestras faltas y ora por Sanación. En el Sacramento de la Eucaristía en el que la acción de Jesús presente cura nuestras enfermedades. En la oración personal, en la oración de intercesión de los hermanos o en la oración de sanación de recuerdos. Es también la oración de alabanza, y concretamente por el hermano hacia quien sentimos rechazo, el ambiente propicio para que el Espíritu nos libere.

Estas disposiciones, necesarias en todos, revisten mayor importancia en quienes ejercen el ministerio de pastores. Actitudes de rechazo que no se curan ni se reparan, pueden causar divisiones profundas, impedir el crecimiento en los grupos, y frenar los carismas. Es frecuente que, al no aceptar a las personas, no se reconozcan los dones que el Señor les ha dado, impidiendo el ejercicio de su ministerio en bien de la Comunidad.

5.- ACTITUDES ANTE LAS OFENSAS

En la medida en que crecemos en la vida en el Espíritu y en la preocupación por los demás, mayor es el olvido propio, y por tanto, más lejos estamos de susceptibilidades y de resentimientos. Es señal de madurez humana y espiritual no temer las ofensas ni darse nunca por ofendido, ser inenfadable, no tenerse en cuenta.

La preocupación por el qué dirán, el temor a quedar malo a ser censurado, las quejas, los lamentos, la autocompasión ante ofensas reales o imaginarias, el divulgarlas. etc..., así como ciertas expresiones, v.g. "no merezco que se me trate así", "cómo han hecho eso conmigo", denotan inmadurez humana y falta de crecimiento espiritual, a la vez que son ?un mal para la Comunidad. "Poned cuidado en que nadie se vea privado de la gracia de Dios; en que ninguna raíz amarga retoñe ni os turbe y por ella llegue a inficionarse la comunidad" (Hb 12, 15).

Viviendo la vida en el Espíritu, estando atentos a la acción de Dios, todo se puede convertir en bien, tanto las propias faltas como las de los hermanos. Ante las ofensas hemos de cambiar lo que puede ser signo negativo en positivo.

- En primer lugar hemos de ver en la ofensa del hermano una ocasión de ser para él testigos de Jesús, acogiéndole con su mismo amor y comprensión, que le ayuden a crecer y a superar su agresividad y violencia.

- En segundo lugar, hemos de aprovechar esta ocasión para alabar al Señor por la parte de dolor que nos pueda tocar.

- En tercer lugar, dejémonos corregir por el Señor, aceptando la parte de verdad que encierra toda censura, así como las enseñanzas que pueda tener para nosotros.

Jesús nos quiere unidos. No busquemos la unidad en políticas mundanas ni en transigir con la mentira. Jesús es el fundamento de nuestra unidad, la vida de nuestra vida, el amor y centro de todos los corazones. Dejémonos pastorear por El, ser sus discípulos, y El irá haciendo nuestro corazón semejante al suyo, y experimentaremos que todo, incluso las caídas, se convierten en medios para unirnos más estrechamente con El y con nuestros hermanos.






ACOGER AL HERMANO COMO UN DON


Por M. Victoria Triviño, osc.

El SEÑOR ME DIO HERMANOS

Francisco de Asís era un joven alegre, divertido, medio juglar medio trovador, que sabía de la amistad y del compañerismo. Pero a partir del momento en que fue poseído por el Espíritu e hizo un viraje hacia el servicio de Dios, cambió sus apreciaciones. Ya no hablaría más de compañeros y amigos. ¡EI Señor me dio hermanos!: ésta fue su nueva mentalidad. Para Francisco de Asís cada hermano era "un don" de Dios, y como tal lo acogía, amaba, guardaba y veneraba. Para él ya no había más que ¡mis benditos hermanos!

A LOS QUE MIRABA CON OJOS SENCILLOS

Sólo la mirada del sencillo es capaz de descubrir con admiración la acción del Espíritu en los hermanos. Todos sabemos cómo el Espíritu distribuye sus dones con profusión, pero no de manera uniforme. Lo mismo que tenemos una fisonomía corporal que nos diferencia de los demás, así también la evolución espiritual que cada uno seguimos bajo la acción de la gracia va marcando los rasgos de nuestra fisonomía espiritual. Saber captar estos rasgos en cada uno supone una cualidad hermosa y constructora.

Francisco de Asís, que tenía ojos y corazón sencillos para cantar al sol, a los pajarillos, al agua, y a todas las criaturas, los tenía muy atentos para captar y admirar los dones de sus hermanos y no temía llegar a proponerlos como facetas de un ideal. Reuniendo las cualidades de todos aparecía el boceto del hermano perfecto, con lo que cada hermano se sentía apreciado por él, daba gracias a Dios por el carisma recibido y encontraba estímulo reconociendo que aún estaba lejos del ideal y que le quedaba mucho que aprender de aquellos con los que se codeaba cada día, de ¡los hermanos que Dios le había regalado!

"Será un buen hermano menor aquél que reúna: ... la fe del hermano Bernardo que con el amor a la pobreza la poseyó en grado sumo; la sencillez y pureza del hermano León; la cortesía del hermano Ángel; la presencia agradable y el porte natural, junto con la conversación elegante y devota del hermano Maseo; la elevación de alma por la contemplación del hermano Gil; la virtuosa y continua oración del hermano Rufino; la paciencia del hermano Junípero y el supremo deseo de imitar a Cristo en el camino de la cruz; la fortaleza espiritual y corporal del hermano Juan; la caridad del hermano Rogerio; la solicitud del hermano Lúcido ... " (Spc 85): he aquí como Francisco de Asís veía a sus hermanos y los estimulaba al mutuo aprecio y santa emulación.

CON ENTRAÑAS DE MISERICORDIA

Quizá la nota más impresionante, con la que en conformidad con el Evangelio Francisco dejó marcada la espiritualidad de su Orden hasta nuestros días, sea la misericordia.

La fraternidad es una flor delicada que no se hace de una vez para siempre. Si se quiere que viva, hay que crearla cada día con amor siempre nuevo. El pecado, la limitación y otras muchas cosas amenazan con turbar las más puras y santas relaciones. ¿Qué hacer ante las caídas que amenazan deteriorar la fraternidad?

"Si alguno de los hermanos, por instigación del enemigo, peca gravemente, esté obligado a recurrir al guardián. Y ninguno de los hermanos que sepa que ha pecado lo abochorne, ni lo critique, sino que tenga para él gran compasión y mantenga muy en secreto el pecado de su hermano porque no son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos (Mt 9, 12). Y si el hermano peca venialmente, confiésese con un hermano sacerdote, y si no hay allí sacerdote, confiéselo con un hermano suyo cualquiera, hasta que tenga un sacerdote hermano que le absuelva canónicamente. Y estos hermanos no tengan en absoluto potestad de imponer ninguna otra penitencia que ésta: vete y no vuelvas a pecar (Jn 8,11)" (Carta M.14-20).

No había en su corazón una exigencia perfeccionista para los demás, sino esa inmensa comprensión que sabe esperar el momento de la gracia en el hermano. Es la humildad que no puede echar en cara nada, porque uno se sabe hecho del mismo barro. Es el amor al estilo de Jesús, el Señor. De esta misericordia que redime sabían no sólo los hermanos de hábito de San Francisco, sino cualquiera que hubiese caído.

Nos cuentan las Florecillas cómo llegaron un día al eremitorio de Monte Casale unos bandidos a pedir que se les diera de comer. Fray Ángel aprovechó la oportunidad para reprochar con dureza a los bandidos sus robos, asesinatos... y la desvergüenza de ir todavía a aprovecharse del fruto de las fatigas de los frailes. Después los despidió deseando no volver a verlos jamás por allí.

Cuando regresó Francisco, Fray Ángel le contó "la visita de los bandidos" y cómo los había recriminado duramente. No aprobó el Santo aquella acción, sino que le causó pena. No es así como nos enseñó el Señor. Al momento le entregó su alforja con todo lo que tenía y envió al fraile en busca de los bandidos para pedirles perdón...

Aquellos hombres, asombrados, no acababan de creer lo que veían sus ojos, y mientras vaciaban con apetito la alforja del hermano Francisco empezaron a razonar: ¿Qué hace este fraile bueno pidiéndonos perdón a nosotros por unas palabras que al fin son verdad? Y... ¿Qué hacemos nosotros que no tememos a Dios con pecados tan graves?

Como consecuencia, los tres, siguiendo a Fray Ángel, volvieron al eremitorio confusos a preguntar qué debían hacer. Francisco les habló largamente de la misericordia de Dios, y mientras escuchaban despertó en su corazón el arrepentimiento y una nueva vida. Ya no querían separarse de los hermanos... Pero... ¿llegaría la misericordia de Francisco hasta aceptar en la fraternidad como frailes a unos hombres que hasta no hacía más que unos minutos habían sido unos bandoleros? ¿No sería una imprudencia, una temeridad? Francisco los recibió al instante. Y los tres vivirían después entregados a la oración y a la penitencia hasta morir santamente. ¡La misericordia de Francisco les había transparentado la misericordia del corazón de Dios!

CON TERNURA DE MADRE

La Biblia, cuando habla del amor de Dios dice que nos acoge en su seno con la ternura de una madre.

Esto mismo es lo que quería Francisco: "Y manifieste el uno al otro su propia necesidad, para que le encuentre lo necesario y se lo proporcione. Y cada uno ame y nutra a su hermano, como la madre ama y nutre a su hijo (l Ts 2, 7) en las cosas para las que Dios le diere gracia. Y el que no come no juzgue al que come" (1 Regla).

Así era aquella "fraternidad" en la que el cuidado y solicitud por el hermano concreto no quedaba a merced de un superior. Todos y cada uno son responsables en el servir, en el soportar, en el complacer, en el comprender, en el amar.

Francisco intuía las penas, las tentaciones de sus hermanos, y trataba de ofrecerles su afecto, un escrito, una bendición, un abrazo, una palabra, todo lo que pudiera abrir el camino hacia la paz y la alegría del hermano necesitado. No vacilaba en comer a media noche con un hermano que tenía necesidad, para que no se sintiese humillado, ni madrugar al alba para satisfacer el capricho de un enfermo que quería uvas.

No temía que abusasen de su generosidad. Yendo de camino con otro hermano en un día de invierno, les salió al paso una mujer pidiendo limosna. Francisco se quitó el paño, que le hacía de capa, y se lo dio para que se hiciese una saya. Aquella mujer marchó contenta a su casa y se apresuró a meter la tijera, pero... no le llegaba la tela. Se apresuró a alcanzar a su bienhechor para decirle que necesitaba más paño. Francisco, mirando al hermano que se protegía del frío con un paño parecido, exclamó: "¿Oyes lo que dice esta pobrecilla? Mira, soportemos por amor de Dios el frío, y da ese paño a la viejecita para que se pueda completar la túnica" (Spc 29).

En otra ocasión acudió al convento la madre de dos Hermanos Menores, viuda, pidiendo que le ayudasen en la extrema necesidad en que se hallaba. Enseguida Francisco buscó con qué socorrerla, pero... tampoco ellos tenían nada. Únicamente un ejemplar del Nuevo Testamento, del que se servían los hermanos para las lecturas del Oficio Divino a falta de breviarios para todos. No vaciló el Pobrecillo y le entregó el libro a la mujer para que lo vendiese.

Por toda explicación y justificación de lo que acababa de hacer, dijo a sus hermanos: "Más vale vivir el Evangelio que leerlo".





QUE TU PALABRA SEA DIGNA

Por Enrique Goiburu


La Sagrada Escritura es el punto de referencia para valorar todas nuestras actitudes. Allí vemos cómo nuestras palabras son algo más que un mero sonido o un medio de comunicación humana. Son la expresión de toda la persona y participan de su dinamismo edificante o destructivo.

Para nosotros, discípulos de Jesús, la palabra tiene un alcance aún más relevante.
Somos discípulos de la Palabra del Dios-Amor, hecha carne, y nos mueve su mismo Espíritu que se reparte en lenguas de fuego sobre su Comunidad. Esta Palabra de Dios, que es Jesús, ha venido a ser para nosotros la Bendición y la Salvación; y el Aliento Santo, tan asociado a la vitalidad de la Palabra, es la Comunicación de Amor de Dios en nosotros.

Tanto la Palabra como el Espíritu, que son expresión y comunicación de Dios, son entregados y regalados para la Comunicación eclesial, para su consistencia, crecimiento y edificación.
En este contexto podremos valorar el peso y alcance de nuestras palabras humanas. Por pura bondad del Padre nos hallamos insertos en el misterio de su Hijo Jesucristo y de su mismo Espíritu. Por El y en El, como miembros de su Cuerpo, somos Expresión y Comunicación del Dios audible y palpable.

Sólo en su Iglesia se hacen perceptibles, por la acción del Espíritu, la Salvación y el Amor de nuestro Dios. Y en cuanto que nosotros somos Iglesia, nuestras mismas personas son también significativas y comunicativas de la Gracia del Señor. Por lo que nuestras palabras son de un gran alcance. En expresión de Santiago "de una misma boca proceden la bendición y la maldición" (St 3, 10).

I.- NO SALGA DE VUESTRA BOCA PALABRA DAÑOSA.

El nuevo Testamento contempla el aspecto negativo de la palabra humana la cual por su efecto nefasto se puede convertir en maldición, es decir, en el eco inverso de la Palabra Divina realizadora de la Creación, en vado, muerte y destrucción.

Comprendemos así como para nuestro Señor, Jesús, no hay palabras insignificantes o neutras, porque siempre expresan y comunican el contenido del corazón humano: "De lo que rebosa el corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro saca cosas buenas; el hombre malo, del mal tesoro saca cosas malas. Os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás declarado justo y por tus palabras serás condenado" (Mt 12,34-37).

"Ociosa" es lo mismo que "vana", trivial, innecesaria. Manifiesta un corazón incultivado, estéril y negligente (cf.: ?Ef 5, 4-5). San Pablo relaciona la ociosidad y la pereza, que producen vaciedad en las palabras, con el chismorreo y la mentira (cf.: 1 Tm 5, 13; Tt 1, 12).

Y aún más cuando llega a decir: "Lo que sale de la boca viene de dentro, del corazón, y eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro del corazón salen las malas intenciones... falsos testimonios, injurias. Eso es lo que hace impuro al hombre" (Mt 15, 11; 18-20). La boca es el conducto por el que se exterioriza el corazón. La línea de demarcación entre la "palabra" y la "acción" es muy tenue: lo que hace impuro al hombre no es tanto la palabra como el estado de podredumbre de su corazón, que lo expresa con sus palabras hirientes o mentirosas lo mismo que con sus acciones. Comunicamos a los hermanos nuestro estado interior de muerte cuando los herimos con nuestras palabras.

Por esto es Jesús tan intransigente: "Todo aquél que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal pero el que llame a su hermano "imbécil", será reo ante el Sanedrín; y el que le llame "renegado" será reo de gehenna de fuego" (Mt 5, 22). Como el Nuevo Moisés que proclama la Buena Noticia del Reino manifiesta la superioridad y la interioridad de la Nueva Alianza respecto a la Ley Antigua y expone cómo debe ser el "corazón" de sus discípulos.

El Señor nos dice que más allá de la pasión de ira y de los insultos que pueden ser corrientes debemos ser intransigentes con el interior del hombre. La ira interior queda prohibida porque es una pasión tan culpable como el asesinato, ya que impulsa al crimen. Las expresiones de ira en el lenguaje merecen castigos similares a los que los tribunales infligen a los homicidas. El fuego de gehenna era el símbolo de la maldición, incluso de la maldición eterna, en cuanto castigo final infligido por Dios mismo. El Dios que es Amor es intransigente con el odio o rencor que podemos guardar vivo en nuestro interior y que nos lleva a herir al hermano con las palabras.

San Pablo escribe a los Efesios: "Desechad la mentira... pues somos miembros los unos de los otros No salga de vuestra boca palabra dañosa… Toda acritud, ira, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad desaparezcan de entre vosotros" (Ef 4, 25-31). "La fornicación, y toda impureza o codicia, ni siquiera se mencione entre vosotros, como conviene a los santos. Lo mismo que la grosería, las necedades o las chocarrerías, cosas que no están bien" (Ef 5, 3-4). Y a los Colosenses: "Mas ahora desechad también vosotros todo esto: cólera, ira, maldad, maledicencia y palabras groseras, lejos de vuestra boca. No os mintáis unos a otros. Revestíos del Hombre Nuevo" (Col 3,8-10).

Podríamos clasificar en tres tipos los pecados de palabra que el Apóstol considera indignos del cristiano: la mentira, las palabras que manifiestan el egoísmo sensual y las contrarias al amor del prójimo.

La mentira entre creyentes rompe la unidad del Cuerpo Místico y es ofensa al Espíritu que es la Comunión en Cristo Jesús. Es asociarse con "el padre de la mentira", colaborar en la obra del "separador", del diablo. Por eso divide a la persona que la dice y promueve la desintegración de las relaciones fraternas.

Por lo que respecta a las palabras que expresan el egoísmo sensual, San Pablo exige que no sólo se excluya toda impureza relacionada con la materia sexual, sino que ni siquiera se mencione entre cristianos, porque la persona del creyente está consagrada a Dios, sellada por el Espíritu: "El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?.. ¿No sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y que habéis recibido de Dios y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados! Glorificad, por tanto a Dios en vuestro cuerpo" (1 Co 6, 13-20).

Aquel que es impuro, aunque nada más sea en sus palabras, no pertenece a Cristo Jesús. Es esclavo del ídolo y no tiene parte en el Reino de Dios y de Cristo.

El discípulo de Jesús está totalmente consagrado al Señor: su boca, su lengua, sus palabras no pueden servir más que para su Señor y por tanto serán palabras de alabanza y bendición de Dios.

Las palabras contrarias al amor fraterno son los gritos, la maledicencia, las discusiones necias y su consecuencia, los altercados. Son expresión de los pecados internos del corazón, especialmente de la amargura y de la acritud, que son actitudes del hombre viejo opuestas a la mansedumbre y a la comprensión fraterna. A este propósito escribe el autor de la Carta a los Hebreos: "Poned cuidado... en que ninguna raíz amarga retoñe ni os turbe y por ella llegue a inficionarse la comunidad" (Hb 12, 15). Las palabras de crítica, inconcebibles también en el cristiano, suponen atribuirse una función que sólo pertenece al Señor y que Él en su inmensa misericordia no quiere adelantar, pues la reserva hasta el día final en que vendrá a "juzgar a vivos y muertos".

El Apóstol Santiago llega a decir: "No habléis mal unos de otros. El que habla mal de un hermano o juzga a su hermano, habla mal de la Ley; y si juzgas a la Ley, ya no eres cumplidor de la Ley, sino un juez. Uno solo es el legislador y juez que puede salvar o perder. En cambio tú, ¿quién eres para juzgar al prójimo?" (St 4, 11-12).

El juzgar, el criticar, el chismorrear, roen la vida del hermano y destruyen la Comunión eclesial: "La lengua es fuego, es un mundo de iniquidad... es uno de nuestros miembros, contamina todo el cuerpo y, encendida por el infierno, prende fuego a la rueda de la vida desde sus comienzos... Con ella bendecimos al Señor y al Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios... "(St 3,1-12).

La conclusión de cuanto hemos visto es que, según las Sagradas Escrituras, las palabras vacías, dañosas o podridas son una manifestación del "Misterio de la iniquidad" (2 Ts 2, 7) que ya está actuando por su instrumento que es "el padre de la mentira" (Jn 8, 44). Y que los mentirosos, los de lenguaje escabroso y los de lengua de doble filo son sus colaboradores.

Los discípulos de Jesús, en cambio, han de evitar toda palabra que pueda destruir el Amor o enturbiar las relaciones fraternas y la comunión eclesial. Sabiendo que esto es difícil y que "si alguno no cae hablando es un hombre perfecto" (St 3, 2), pedimos al Señor de lo imposible: "Pon, Señor, guardia a mi boca y vela a la puerta de mis labios" (Sal 141,3), o más bien, que abra nuestros labios para que nuestra boca publique su alabanza (Sal 51, 17).



II.- LA PALABRA BUENA Y PROPICIA PARA LA EDIFICACION

Si nuestras palabras revelan el fondo de nuestro corazón, ponen de manifiesto cuál es nuestra relación con el Señor y pueden ser una bendición y alabanza.

Por el contrario, bendecid. "Bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen...“ (Lc 6, 28): de esta forma enseña Jesús a amar a los enemigos para que seamos "hijos del Altísimo" (Lc 6, 35). Bendecir a los que nos maldicen y maltratan (la palabra griega significa desprecio, envidia, mala voluntad) no sólo exige decir dirigir una palabra buena al enemigo, sino ser para él un don, una manifestación de la generosidad recreadora y vivificante de Dios.

San Pablo repite lo mismo: "Bendecid a los que os persiguen, no maldigáis" (Rm 12, 14). Y San Pedro: "No devolváis mal por mal, ni insulto por insulto; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición" (1 P 3,9).

Si el discípulo de Jesús ha sido "bendecido con toda clase de bienes espirituales" (Ef 1,3), debe ser con su palabra y misericordia bendición de Dios para sus propios enemigos. Bendecir al que maldice, maltrata o insulta es comunicarle "toda clase de bienes espirituales".

Pero, ¿qué han de tener nuestras palabras para llegar a ser bendición en favor de los enemigos? He aquí las actitudes que nos enseña San Pablo para con aquellos que no tienen "el perfecto conocimiento de la verdad", de forma que nuestras palabras tengan un efecto evangelizador: "Evita las discusiones necias y estúpidas, tú sabes bien que engendran altercados. Y a un siervo del Señor no le conviene altercar, sino ser amable con todos, pronto a enseñar, sufrido y que corrija con mansedumbre a los adversarios, por si Dios les otorga la conversión que les haga conocer plenamente la verdad y volver al buen sentido, librándose de los lazos del diablo que los tiene cautivos, rendidos a su voluntad" (2 Tm 2, 23-26). Es así como la palabra cortés, fina con todos, dicha con dulzura, puede ser bendición.

Enseñar con amabilidad y corregir con mansedumbre, ser manso y humilde de corazón tienen siempre un efecto evangelizador y salvador para aquél que no cree, y quizá sea la gracia especial que necesita para que Dios transforme su corazón.

Palabra "que sea conveniente para edificar" (Ef 4, 29). Respecto a los hermanos en la fe San Pablo dice: "Hablad con verdad, pues somos miembros los unos de los otros... Salga de vuestra boca la palabra buena y propicia para la edificación oportuna a fin de que otorgue una bendición divina a los que os escuchan" (Ef 4,25-31). El contexto de estos versículos trata de los principios de la renovación espiritual, de la vida nueva en Cristo, "como conviene a los santos" (Ef S, 3).

En Cristo Jesús Resucitado el creyente ha llegado a ser un hombre nuevo, renovado por el Espíritu, que lo sella y marca definitivamente, por lo que sus palabras deben ser siempre buenas y verdaderas, como una exigencia de la fidelidad al Cuerpo de Cristo, a la comunión y unidad de este Cuerpo.

Este cuerpo es la comunidad eclesial, edificio que tiene a Cristo como piedra angular (Ef 2, 19-22; 4, 12-16), y del que todos somos "piedras vivas" (1 P 2, 5), miembros cuya función es el último crecimiento y el de todo el organismo. Es una construcción que continuamente crece y se desarrolla.

Las palabras del cristiano, por consiguiente, no pueden ser sino "edificantes", constructivas, que contribuyan al crecimiento de los hermanos y al desarrollo y vitalidad del organismo. "Todo cuanto hagáis de palabra y de boca, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre" (Col 3, 17): También cuentan los detalles insignificantes de la vida de un discípulo de Jesús.

Porque somos comunidad. Todos los bautizados formamos la comunidad cristiana, el nuevo Israel, y somos "elegidos de Dios, santos y amados". La caridad es el vínculo que nos une en "la paz de Cristo" y en la "vocación de un solo cuerpo". En San Pablo la edificación está estrechamente vinculada a la epíclesis (bendición) y a la palabra de aliento (1 Ts 5,11; 1 Co 14,3 Hb 12,13).

Entonces son una auténtica bendición espiritual. A través de palabras así dichas en la verdad, con mansedumbre y dulzura, con sentido también del humor, el Señor se manifiesta en la comunidad y realiza su obra salvadora en el hermano que las escucha, y el Cuerpo de Cristo se edifica y crece siendo más y más Morada de Dios en el Espíritu.

Ya que somos "linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para proclamar las alabanzas de Aquel que nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable" (1 P 2, 9), "ofrezcamos sin cesar, por medio de Jesús, a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre". (Hb 13, 15).




LA PALABRA EN DIOS ES:


- Fuego, martillo que golpea la peña (Jr 23,29)

- Como la lluvia y la nieve que descienden de los cielos (Is 55.10)

- Nos engendra a la vida divina (St 1, 18)

- Fuerza que nadie puede encadenar (2 Tm 2, 9)

- Viva y eficaz, más cortante que una espada de dos filos (Hb 4. 12)

- Reconciliación ((2 Co 5,19)

- Fuerza de Dios para la salvación (Rm 1, 16; Hch 13, 26)

- Espíritu y vida (Jn 6,63)

- La espada del Espíritu (Ef 6, 17)