LA LITURGIA EFUSION DEL ESPÍRITU

INTERIORIZACIÓN Y PROFUNDIZACIÓN



Este número de la Revista va dedicado a la Liturgia como lugar privilegiado en el que el Espíritu Santo actúa y se comunica.

La Liturgia es "la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (Vat. TI, SC 10). Renovación en el Espíritu y renovación litúrgica son dos realidades correlativas. La una llama enseguida a la otra, y no puede haber una renovación en el Espíritu seria y auténtica si no la acompaña una profunda vida litúrgica. El Espíritu y la Iglesia están siempre ordenados el uno a la otra y son inseparables entre sí: "debes pertenecer al Cuerpo de Cristo si quieres vivir el Espíritu de Cristo" (San Agustín).

La reforma litúrgica ha hecho aparecer abundante literatura al respecto y se ha elaborado una bella teología que debemos apreciar y utilizar como don de Dios.

Sin embargo el problema de siempre consiste en llegar a interiorizar toda la actividad litúrgica, es decir, asimilar con la fe, gustar y contemplar interiormente aquello que celebramos, y ser concordes con lo que recibimos, de forma que mente y corazón se impregnen de ello en una participación "consciente, activa y fructuosa". (SC 11).

Tanto si se trata de la vida divina en general como de los misterios que celebramos en la Liturgia, el agente de interiorización y profundización es el Espíritu Santo.

Así como El es el que nos hace sentir en el Hijo, hijos amados del Padre y despierta en nosotros la verdadera adoración y alabanza, por lo que clamamos en el Espíritu o El clama en nosotros (Rm 8, 15. 26; Ga 4, 6), de la misma manera nos llevará a interiorizar sabrosamente la oración litúrgica, la Palabra que celebramos, los sacramentos, la Ley.

Interiorizar la oración litúrgica significa que ésta sea un orar en el Espíritu y por el Espíritu, pues tal es la genuina oración del cristiano, la propia de los verdaderos adoradores (Jn 4, 24), que no admite parangón con ninguna otra y nos eleva hacia el Padre celestial.

Interiorizar los sacramentos exige que se celebren y se reciban, con ese estremecimiento sagrado del que vive conscientemente una acción tan fecunda de la gracia divina. Esto quiere decir sintonizar con el Espíritu Santo en cada sacramento y no quedarse en una iniciación teórica o en fría espiritualidad cerebral, que siempre sería pobre e insuficiente.

Necesitamos la iniciación del Espíritu, que El nos enseñe y revele interiormente "las gracias que Dios nos ha otorgado" (1 Co 2, 12) y nos lleve a un conocimiento más experimental del contenido de los sacramentos. Si El introdujo a los Apóstoles en la plena inteligencia de lo que Jesús hizo y enseñó, también a nosotros nos dará "espíritu de sabiduría y de revelación" (Ef 1, 17) para vivir el misterio que encierra cada sacramento.

Este conocimiento íntimo, que fue la sabiduría de los santos, formado de una fe penetrante por el amor, es lo que nos puede adentrar en la profundidad del "amor de Cristo, que excede todo conocimiento" (Ef 3, 19), pues el Espíritu desea ardientemente (St 4, 5) llevarnos "hasta la total Plenitud de Dios" (Ef 3, 19). Así nunca se cae en la rutina ni se acostumbra uno a la celebración.

Interiorizar la Palabra que se proclama es conservarla cuidadosamente en el corazón (Lc 2, 51) en toda su pureza. El Espíritu Santo es "el maestro que está dentro" y tiene su cátedra en el cielo (San Agustín). El instruye los corazones y nos llevará a la contemplación de las palabras que son "espíritu y vida" (Jn 6,61).

También necesitamos interiorizar la Ley de la Nueva Alianza, "la ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús" (Rm 8, 2), escrita en los corazones (Jr 31, 33) y, como consecuencia, todo precepto que exija obediencia, pues en la Nueva Ley obediencia significa sumisión y docilidad al Espíritu.

Interiorizar es colaborar con el Espíritu Santo y dejar que en el aposento interior entren "ríos de agua viva" (Jn 7,38).



LA LITURGIA, EFUSIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

Por Rodolfo Puigdollers

¿Qué es la liturgia?

La palabra "liturgia", empleada entre los cristianos para designar la oración de la Iglesia, procede del griego y significa "una acción pública".

Jesús dijo que allí donde haya dos o tres reunidos en su nombre, allí está él (cf. Mt. 18, 20). El creyente tiene experiencia de esta presencia de Cristo en medio de los hermanos y, de un modo especial, en las asambleas del grupo o comunidad. Pero hay algunos encuentros en que esta presencia de Cristo reviste unas características muy determinadas y, por lo tanto, también la expresión de la realidad de la Iglesia. En una reunión de oración encontramos a Cristo presente, pero su presencia es distinta en una asamblea eucarística: una reunión de oración es algo importante en la vida de la comunidad, pero la asamblea eucarística es su centro. En este grupo reunido en Eucaristía está de un modo especial presente toda la Iglesia. Lo mismo podemos decir de otro tipo de encuentros: si un hermano intercede por mí, encuentro a Cristo presente: pero si este encuentro con un hermano es con uno que tiene el ministerio sacerdotal y me perdona los pecados, la presencia de Cristo y la realidad de la Iglesia reviste unas características diversas.

Estos momentos fuertes en que se manifiesta de modo objetivo la presencia de Cristo y la realidad de la Iglesia constituyen lo que llamamos la liturgia. Esta comprende, por lo tanto, en primer lugar, la asamblea eucarística, el bautismo, la confirmación, la unción de los enfermos, la ordenación sacerdotal, el matrimonio (los sacramentos), la oración de las horas y las bendiciones, consagraciones y otros ritos comprendidos entre los sacramentales.

Importancia

El Concilio Vaticano II ha escrito una página muy acertada sobre la liturgia, que puede ayudarnos a tomar conciencia de su importancia. Dice así: "La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor.

"Por su parte, la liturgia impulsa a los fieles a que, saciados con los sacramentos pascuales, sean concordes en la piedad; ruega a Dios que conserven en su vida lo que recibieron en la fe, y la renovación de la alianza del Señor con los hombres en la Eucaristía, enciende y arrastra a fieles a la apremiante caridad de Cristo. Por tanto, de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente, y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin" (SC 10).

La liturgia es la manifestación del Cuerpo de Cristo. En cuanto presencia y acción de Cristo resucitado, dador del Espíritu, es la fuente de toda la vida de la Iglesia. En cuanto realización y crecimiento de la comunidad cristiana es la cumbre a la que tiende toda la actividad de la Iglesia. De este modo, por el cuerpo de Cristo, que es Cristo, crece el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Así se comprende que la Eucaristía sea el centro de la comunidad (cf. PO 5).

Y así este cuerpo de Cristo, formado por el Espíritu Santo y dador del mismo Espíritu, hace que la liturgia sea también obra del Espíritu y efusión del mismo Espíritu.

Características

Los momentos litúrgicos, hemos dicho, son momentos de una presencia especial de Cristo y de su Iglesia. Podemos señalar en ellos tres características

a) La presencia y acción de Cristo.
En la liturgia podemos decir plenamente que es Cristo quién actúa a través de los ministerios. Si uno bautiza, es Cristo quien bautiza; si uno perdona, es Cristo quien perdona; si uno dice "Esto es mi cuerpo", es Cristo quien lo dice; si uno ora, es Cristo quien ora.

b) La manifestación de la Iglesia.
La liturgia es el momento pleno de la manifestación de la Iglesia, es su fuente y su cú1men. De ahí que la liturgia sea siempre:
- comunitaria: no se trata nunca de una oración particular, sino de una oración común.
- eclesial: no se trata de la oración de un grupito o de una sola comunidad, sino de la oración de toda la iglesia.

e) La efusión del Espíritu.
La presencia de Cristo y su acción se manifiesta en la efusión del Espíritu Santo, que reúne y da vida a la comunidad eclesial.

La acción del Espíritu

"Durante demasiado tiempo, la casa de la liturgia ha permanecido fría, poco acogedora. Descubrir que es la habitación, el lugar del Espíritu significa respirar en una atmósfera de calor, de entusiasmo, de vida nueva: significa gozar de realidades renovadas por la presencia del Espíritu" (S. RINAUDO, La liturgia epifanía dello Spirito, Leumann, 1980, p. 42).

Del mismo modo que en la Anunciación Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en María, y en Pentecostés nació la Iglesia por obra del Espíritu Santo con María, así también actualmente el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia se forma, se reúne, se purifica, se alimenta por obra del Espíritu Santo.

En la segunda plegaria eucarística, la Iglesia reunida ora así: "Santifica estos dones con la efusión de tu espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor". El que nació "por obra del Espíritu Santo" se hace presente en medio de su comunidad por medio del Espíritu. El Cuerpo de Cristo lo forma siempre el Espíritu: en el seno de María, en la comunidad cristiana, en la asamblea eucarística.

Importancia de la comunidad

Hablar de liturgia es hablar de comunidad. Allí donde no existe una comunidad cristiana viva es difícil que se pueda dar una liturgia viva.
La liturgia es la expresión de la Iglesia presente en una comunidad local. Si no hay comunidad, falta el nivel de encarnación de la Iglesia, que hace posible que unos ritos y oraciones sean auténtica expresión de una realidad.

Cuando nacen comunidades cristianas vivas, nace la posibilidad de una nueva liturgia, que no supone necesariamente formas nuevas, sino un espíritu nuevo. O, si se quiere, supone que el soplo del Espíritu sople sobre las formas rituales.

El ritual puede ser comparado al libreto de una ópera: sólo cuando éste va acompañado de la música nos encontramos verdaderamente ante una vivencia. Leer el libreto, aunque sean sin omitir ni añadir nada, no es celebrar la liturgia. Sólo cuando la liturgia es expresión de una comunidad movida por el Espíritu nos encontramos con una verdadera liturgia según la mente del Concilio Vaticano II. No basta la fidelidad al rito, se necesitan hombres renovados, comunidades renovadas para tener una liturgia renovada.

Algunas deformaciones

La liturgia ha presentado históricamente diversas tergiversaciones a lo largo de los siglos. Cuando se ha perdido la fuerza de la vida cristiana y se ha caído en la rutina, la liturgia tiende hacia el ritualismo. Se concibe entonces como unos formularios que hay que repetir. Como el sentido del rito y la repetición de fórmulas es algo que pertenece a la estructura misma de la expresión religiosa, esta desviación es siempre una tentación allí donde la fe se convierte en una forma religiosa de vivir, más bien que en una vida.

Otra tergiversación de la liturgia, propia esta vez de comunidades vivas y cultas, pero cerradas es el esteticismo. Consiste en una importancia excesiva dada a la dimensión estética de la liturgia. En estas celebraciones la belleza aparece como uno de los elementos fundamentales, sacrificándose así otros valores más importantes. Normalmente, este tipo de liturgia se presenta acompañado de fuertes reminiscencias del pasado.

No podemos olvidar nunca que la liturgia no es una representación ni un juego ni un "happening" ni un rito mágico, sino el momento fuerte de una comunidad cristiana. De ahí que como uno de los elementos fundamentales ha de permanecer siempre la dimensión de del encuentro, de la comunicación, de la manifestación. Es un encuentro con Dios y con los hermanos.




El Espíritu Santo reúne a la Asamblea

Por Marcos R Ruiz, O. P.

Una de las realidades más características de la vida cristiana es el hecho de reunirse en asamblea. Los Hechos de los Apóstoles, desde los primeros capítulos hacen referencia a las asambleas, tanto para la enseñanza dada por los Apóstoles, como para la fracción del pan y las oraciones (Hch. 2,42). San Pablo, escribiendo a sus comunidades, también tiene un interés especial por la reunión en asamblea y por la forma de llevar dicha reunión (1 Co 11 y 14). En tratados como la Didakhé (14.1), la Didascalía (c. 13) y las Constituciones Apostólicas (2,59) se habla también de la obligación que tienen los cristianos de asistir a la asamblea. Y entre los Santos Padres, San Juan Crisóstomo fue quizá quien más se ocupó en su predicación y catequesis del significado que la asamblea tiene para los creyentes (ver, por ejemplo. Homilía 27, 1-3, sobre la 1 Co P.G. 61. 526-527).

La asamblea es un signo fundamental, a través del cual se manifiesta la obra realizada por Cristo y por su Espíritu, que se hacen misteriosamente presentes en toda celebración litúrgica. No se puede hablar de la asamblea sin hacer referencia a la obra de Jesús, que después de su crucifixión atrae a todos hacia Sí (Jn 12,32), y de su Espíritu, enviado ahora por El desde el seno del Padre para reproducir y continuar su obra en el mundo (Jn 16,7-14).

1.- La "Asamblea del Señor" en la Sagrada Escritura

a) En el Antiguo Testamento: La Sagrada Escritura muestra la importancia que tiene para el pueblo de Israel el hecho de que sea el mismo Dios quien los constituye como pueblo, como "su pueblo", como "un reino de sacerdotes y una nación consagrada". Este acontecimiento primordial, relatado en el libro del Éxodo 19-24, será conocido en la tradición bíblica con el nombre de "Asamblea de Yahvé" ("Qahal Yahvé" en hebreo, y "Ekklesia tou Kyriou" en griego). El momento de la constitución de Israel como pueblo o asamblea de Dios será considerado como clave en la vida de Israel.

Los elementos de la Asamblea del Señor son cuatro: convocación divina, presencia del Señor, escucha la Palabra, sacrificio de la Alianza. De una manera o de otra, estos cuatro elementos se encontrarán también en las asambleas del pueblo que se realizan más tarde, como una prolongación y un recuerdo de aquella asamblea primera y primordial. Las más importantes fueron: la dedicación del Templo (1 R 8), la Pascua de la restauración del culto (2 Co 29-30), la renovación de la Alianza (2 R 23), la reunión después del Exilio (Nm 8-9). En la organización posterior del culto tendrán gran importancia las celebraciones festivas de los aniversarios de estas grandes asambleas del pasado.

La significación teológica y espiritual de estas asambleas del A.T. es siempre la misma: son signos de la realización del designio de Dios, es decir, de la asamblea universal de todos los pueblos, de la reunión efectiva de todos los hombres llamados a la salvación y al Reino de Dios.

b) En el Nuevo Testamento: La tradición evangélica presenta a Cristo como el encargado de llevar a cabo el designio de reunión que los profetas del A.T. atribuyen al mismo Yahvé (Mt 23, 37-39). Cristo es el que convoca y, al mismo tiempo, el lugar de la convocación, el Nuevo Templo (Jn. 2, 19-22). El misterio de salvación en Cristo consiste en la constitución de un nuevo Pueblo de Dios (2 Co 6, 14-16), una reunión de los hijos de Dios dispersos (Jn 11,52), una asamblea: la Ekklesia, la Iglesia (Mt 16,18). La asamblea convocada por Cristo a través de los heraldos que El mismo envía (Mt 28, 16-20) está abierta a todos los hombres sin excepción. Cristo convoca a toda la humanidad y reúne "a los buenos y a los malos" (Mt 22.10). La convocatoria se realiza en dos etapas: en la primera, el enviado debe invitar a todos los hombres y en la segunda Dios mismo separará el trigo de la cizaña.

Esta asamblea es la Iglesia. Cuerpo de Cristo. Templo Nuevo. Esposa de Cristo. Históricamente, los discípulos de Cristo tomaron conciencia de la reunión en asamblea a través de las reuniones celebradas en torno al Resucitado. Antes de la Resurrección no se ve todavía la realidad de la nueva asamblea, sólo existe la promesa. Una vez resucitado y glorificado, Cristo reivindica para sí el derecho de "reunir" o "convocar", ya que por la Resurrección ha sido constituido Señor, a fin de "reunir todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra" (Ef 1.10). A partir de Pentecostés, la nueva asamblea queda perfectamente constituida, si bien su situación es todavía de tensión mientras camina hacia la perfección escatológica de la asamblea del cielo.

2.- La "Asamblea del Señor" en la Litúrgia

La asamblea litúrgica, o la reunión de los cristianos para la celebración de su fe, es el signo más claro de la "Asamblea del Señor" que es la misma Iglesia (Conc. Val. II, Const. Liturgia, n. 41). La asamblea litúrgica manifiesta y realiza la Iglesia. Y en cada celebración, aunque con distintos grados de intensidad, se encuentra presente toda la Iglesia. Este es el misterio profundo de la asamblea litúrgica: ser un signo de la Iglesia.

Hay una serie de valores que se ponen de manifiesto en la celebración de la liturgia por una asamblea de creyentes. La Iglesia es la reunión de un pueblo. Este pueblo no es una masa amorfa e indiferenciada, sino una comunidad estructurada, con una jerarquía y unos ministerios. A pesar de su unidad fundamental, contiene una gran diversidad humana, ya que, la unión del cuerpo eclesial no es debida a unos factores sociales, culturales o psicológicos, sino a la vinculación de los creyentes entre sí por la fe que es común a todos. No es una comunidad cerrada en sí misma, sino abierta a todo hombre que esté dispuesto a ponerse en contacto con Cristo por la fe y en comunidad.

La asamblea litúrgica es signo de la Iglesia en las tres dimensiones del tiempo: hace referencia al pasado, en cuanto lleva a su plenitud las figuras de la Iglesia a lo largo de la Historia de la Salvación; hace referencia al presente porque en cada momento de su dinamismo temporal hace presente la realidad viva de la Iglesia; hace referencia al futuro, ya que es una anticipación de la realidad escatológica, pues "en la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén" (Cons. Lit. n. 8).

Podríamos decir que la asamblea litúrgica es "la reunión local de la comunidad de los cristianos para celebrar el culto, reunión integrada en la Iglesia universal a través del ministerio jerárquico, y como tal, memoria, realidad y signo de la reunión de todos los hombres en Cristo". Es ésta una definición teológica de la asamblea litúrgica, en la que están incluidos todos los elementos que sustentan una verdadera espiritualidad litúrgica: la comunión local y universal de los creyentes, la unión con el Señor Resucitado y presente entre los suyos por la acción de su Espíritu y la esperanza de un encuentro definitivo cara a cara con El en el Padre.

3.- El Espíritu Santo y la Asamblea

Las asambleas cristianas no son producto del esfuerzo humano, sino del Espíritu de Dios que actúa en el corazón de los fieles y los llama a la reunión, como una campana interior que los convoca a las horas del culto. Es Dios quien convoca a su pueblo. Como hemos visto anteriormente, es Yahvé, es el Señor quien tiene la iniciativa a la hora de la convocación. La asamblea es un don gratuito de Dios a los hombres que, de otra forma, permanecerían dispersos como ovejas sin pastor.

Hay un paralelismo claro entre los elementos que se daban en las asambleas del Señor en el A.T. y los elementos de la asamblea cristiana. En efecto, se da una convocación hecha por el mismo Dios; una presencia del Señor a través de los diferentes signos (Cons. Lit. n. 7); la proclamación de la Palabra de Dios; y el sacrificio de la Nueva Alianza, si se trata de asambleas eucarísticas, o bien un rito sacramental, que siempre tiene relación con la Eucaristía, o una oración del pueblo, que expresa el sacrificio espiritual de los cristianos.

En la Nueva Alianza, el sacrificio de Cristo, ya realizado en el Calvario y hecho de nuevo presente en los sacramentos, fue el que fundó la Iglesia y es el que ahora reúne a los hombres en asamblea de bautizados. Cristo, por su Resurrección, ha sido constituido en "Espíritu que da vida" (1 Co 15,45) y por la acción poderosa de su Espíritu llama y convoca a los suyos para dar un culto agradable al Padre en espíritu y en verdad (Jn 4,23). Si el obispo y los sacerdotes convocan y presiden la asamblea, lo hacen porque tienen este poder y ministerio por la misión que heredan de los Apóstoles y por el carácter sacerdotal que los configura a Cristo cabeza de la Iglesia y de toda asamblea.

El Señor mismo se hace presente allí donde dos o más están reunidos en su nombre (Mt 18,20). Los Padres de la Iglesia, sobre todo San Juan Crisóstomo, aplican estas palabras de Jesús particularmente a la asamblea litúrgica, para afirmar que implica una presencia del Señor. La presencia de Cristo en medio de sus discípulos es una realidad fundamental de la fe, sobre todo cuando éstos se reúnen para orar en su nombre. De no ser así, aunque la oración se dirigiera a Dios, perdería su valor propiamente cristiano, ya que en la oración de los cristianos es Cristo mismo quien ora al Padre, y en su presencia está prometida cuando dos o más se reúnen en su nombre. El Espíritu del Señor, es decir, el Señor mismo en persona, está en medio de ellos orando, intercediendo o alabando al Padre. Por esta razón, los creyentes desde siempre lo llaman y reclaman su presencia con fórmulas tan expresivas como el "maranatha" (Ven, Señor Jesús) u otras semejantes. También por este motivo se reúnen formando asamblea, indicando incluso de una forma sensible que están unidos por el Espíritu del Señor, que son uno en Cristo, que El está en medio de ellos. Esto lo hacen formando un círculo, a coros alternos, uniendo las manos, etc. Todo es signo de la unidad y presencia del Señor.

Sin embargo, esta presencia del Señor, no es sacramental en el sentido estricto del término y por el mero hecho de estar reunidos en asambleas y juntos los cristianos. La asamblea deberá oír la Palabra de Dios, lo cual produce otra presencia del Señor y de su Espíritu más explícita: tiende hacia los sacramentos, que son actos del mismo Cristo, y sobre todo hacia la Eucaristía, que es la plenitud de esta presencia, ya que hace realmente presente la humanidad gloriosa del Señor Crucificado (Const. Lit. nn. 2, 6, 7, 33, 42, 48).

La acción del Espíritu Santo es fundamental en toda asamblea litúrgica. No sólo es el Espíritu de Dios el que convoca a la reunión sino que El es el que hace comprender la Palabra proclamada: por su invocación sobre los elementos sacramentales se da en ellos la presencia del Señor y bajo su moción los ministros realizan los diversos servicios o ministerios en la asamblea. Propiamente hablando sólo hay un servicio que es el que realiza toda la asamblea al celebrar el culto divino. Pero, dentro de la asamblea hay distintos ministerios, que están destinados a conjugar armónicamente las diversas actividades de todos los miembros de la asamblea, para que resulte una acción verdaderamente comunitaria. La autenticidad y vitalidad de la asamblea cristiana exige que se dé en ella una diversidad para asegurar los distintos ministerios (presidente, diácono, lectores, salmista, pueblo) y que cada uno ejerza fielmente lo que le corresponde, a fin de expresar mejor la realidad del Cuerpo Místico de Cristo, que posee distintos miembros pero que es un único organismo vivo (Const, Lit. n. 28; Instr. "Eucharisticum mysterium", n. 16).

El Espíritu Santo es el que da vida a este único organismo o Cuerpo de Cristo reunido en asamblea. De la misma forma que el Espíritu ha distribuido diversos carismas para la edificación de la Iglesia, Cuerpo de Cristo en la tierra, y ha puesto una jerarquía u orden entre ellos (1 Co 12 y 13), así también este mismo Espíritu ha distribuido unos dones en el Pueblo de Dios para los momentos en que éste se reúne en asamblea de oración o culto, a fin de que este culto sea la expresión de un cuerpo vivo y organizado. El Espíritu que da el ser a la Iglesia como Cuerpo de Cristo, está también animando su obrar, sobre todo en el momento del culto. Es entonces cuando Cristo está más unido a sus miembros y los une más en su Espíritu, porque es el momento en que se significa, se celebra y se gusta más la vida de Dios derramada entre los hombres. El Padre que nos ha hecho hijos suyos en el Hijo, nos congrega como hermanos por su Espíritu. En ello toda la Trinidad despliega su gracia y recibe la gloria que le es debida.





LOS SACRAMENTOS COMO MANIFESTACIÓN DEL ESPÍRITU

Por Luis Martín

En Jesús han hallado su "Sí" todas las promesas hechas por Dios "y por eso decimos por El 'Amén' a la gloria de Dios" (2 Co l. 20). El es el "Amén", el Testigo fiel y veraz" (Ap 3,14).

Después de la resurrección, queriendo resumir el Señor todo lo que el Padre nos ha dado por medio del Hijo, utiliza esta expresión: "la Promesa de mi Padre" (Lc 24, 49; Hch 1,4).

Sí, "la Promesa" (Hch 2, 39; Ga 3, 22), es "el Espíritu Santo prometido" (Hch 2,33; Ga 3, l4; Ef 1,13). La esencia da la Nueva Alianza es el don del Espíritu. "La Ley Nueva es esencialmente la gracia del Espíritu Santo dada a los cristianos" (1). El Nuevo Testamento se caracteriza ante todo por el hecho de que el régimen de la Ley ha cedido su puesto al régimen del Espíritu.

Si el compendio de todos los dones de Cristo es el Espíritu, el compendio de todo lo que el Espíritu hace a partir de Pentecostés es la aparición y edificación del Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Con la glorificación de Cristo se inaugura el tiempo del Espíritu.

El tiempo de la Iglesia es lo mismo que el tiempo del Espíritu. "El Espíritu Santo es el don del periodo presente y del periodo futuro de la historia de la salvación" (2). La Iglesia es el lugar donde obra esencialmente el Espíritu. "El Espíritu sin la Iglesia sería una fuerza sin medio de acción. La Iglesia sin el Espíritu sería un cuerpo sin principio de vida" (3).

"Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda Gracia", afirma S. Ireneo (4).

Por otra parte, Jesús es el gran Sacramento del encuentro del hombre con Dios, el Sacramento Primordial de Dios, es decir, el mayor signo que ha aparecido en el mundo de una realidad sagrada, que salva y santifica a los hombres. Es Sacramento de Dios porque su humanidad contiene la presencia personal de la divinidad.

La Iglesia es la prolongación de Cristo y se configura, a su vez, como el Sacramento Universal de salvación. Como Cristo fue Sacramento Primordial de Dios Salvador, la Iglesia es el Sacramento de Cristo y "Sacramento Universal de salvación". "Del costado de Cristo dormido en la Cruz nació el Sacramento universal de la Iglesia entera" (5).

Si la Iglesia es Sacramento, también los elemento esenciales que hay en ella, y hasta cuanto ella hace, tienen una estructura sacramental, como, por ejemplo, la Liturgia, el servicio de la caridad, el anuncio de la Buena Nueva. De su raíz brotan los siete sacramentos, los cuales son actos de Cristo y de la Iglesia, signos de gracia que detallan la acción de la Iglesia en diversas situaciones de la vida.

Toda la Liturgia está verdaderamente invadida por la acción del Espíritu. Podemos afirmar que de toda la actividad de la Iglesia la Liturgia es donde más fácilmente palpamos el hálito del Espíritu que se derrama y actúa sobre toda la asamblea.

"Todos los actos litúrgicos tienen lugar de facto "en" el Espíritu Santo, piénsenlo o no los participantes. En realidad se trata de hacer conscientes a todos los que participan en la Liturgia de esta acción del Espíritu de Cristo" (6).

"En la Liturgia la virtud del Espíritu Santo actúa sobre nosotros por medio de los signos sacramentales" (7).

Los siete sacramentos, "en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica" (8) y en los que llegamos al encuentro con el Señor, "son signos del amor celestial y signos de la gloria del Señor... signos del amor de Cristo, que tomó el amor de Dios en su propio amor y nos lo regaló otra vez en el Espíritu Santo. El envío del Espíritu Santo... desarrolla siempre de nuevo su dinámica salvadora en los sacramentos" (9).

"El Espíritu Santo, alma y fuente vivificadora de la comunidad eclesial, no limita su influencia solamente a las manifestaciones carismáticas, individuales o colectivas. Su virtud, su poder santificador se manifiesta también por medio de los diversos sacramentos que acompañan al discípulo de Cristo desde el nacimiento hasta la muerte" (10).

En la pastoral y en la espiritualidad cristianas no siempre se ha acertado a presentar los sacramentos en toda su riqueza y contenido de presencia del Espíritu, por lo que muchos cristianos o no llegan a descubrir el Sacramento como lugar de encuentro con el Cristo Salvador, o valoran y propician otras prácticas muy por encima de los sacramentos.

Incluso en la R.C., si no estamos suficientemente precavidos, es posible que alguien venga a buscar experiencias del Señor en la plegaria común, en la efusión del Espíritu, en la intercesión, sin dar gran valor a los sacramentos. En algunos casos puede ocurrir que se contraponga experiencia religiosa a Sacramentos, o que se manifieste cierta decepción ante los sacramentos, incluso en aquellos que han sido asiduos a su práctica durante largo tiempo sin haber llegado a tener nunca una experiencia decisiva del Señor.

Se pueden dar dos razones que explican esta incomprensión ante los sacramentos:

1) Son signos y acciones de fe, un misterio de fe donde se oculta una realidad salvífica.

Signos de fe quiere decir que son realizados únicamente por la palabra de la fe que se pronuncia sobre ellos, y aunque su eficacia se da por la fuerza y virtud de Dios que el mismo Cristo quiso asegurar, el fruto que experimentamos depende en gran parte de la fe del que los recibe. Esta fe no es solamente creer en la eficacia del Sacramento, sino, ante todo, una disposición interna de apertura y acogida ansiosa del don que Dios nos ofrece. Cuando se cae en la rutina, en la mecanización o burocratización del sacramento, queda desplazada la fe y no se llega a esa relación y encuentro personal con el Señor.

Lo mismo que Cristo era el misterio personificado y nadie podía llegar a El si el Padre que lo había enviado no le atraía, así también ocurre ahora con los sacramentos. En ellos el Espíritu Santo está presente dándoles toda su fuerza santificador, "son realizados por el Espíritu Santo, lo mismo que la naturaleza humana de Cristo, cuya continuación y prolongación son" (11).

Para el que se acerca sin fe, nada le puede decir el Sacramento. La fe es un elemento constitutivo del Sacramento.

"Sin esta fe... la realidad salvífica de la vida de Cristo y de la Iglesia no se hace presente en el signo; realidad salvífica que puede hacerse septuplemente en los sacramentos. El símbolo queda vacío, no se convierte en sacramento pleno, en símbolo real. Pero no sólo se trata de la fe del ministro, sino también de la del sujeto. No existe una comunicación salvífica sin una apertura de carácter personal en el sujeto, a la que llamamos fe. Este no puede comportarse de un modo meramente pasivo frente a una actividad exclusiva del ministro, como tampoco éste puede, sólo por razón de su fe como órgano de la voluntad salvífica de Cristo que se acciona en el Sacramento, ser instrumento personal de la salud. De la acción de ambos, de la fe de ambos surge el símbolo real sacramental y su fruto" (12).

Si sólo por la acción del Espíritu Santo, cuando lo dejamos que abra nuestras inteligencias, podemos penetrar en la Palabra de Dios como realidad salvadora, de la misma manera sólo por el Espíritu podremos tener acceso a la realidad sagrada de los sacramentos. Es una fe que siempre se ha de procurar y activar todo lo posible.


2) Otro hecho que ha motivado la incomprensión ante los sacramentos es que se les ha dado muchas veces una significación predominantemente moralista, como un medio más a nuestro alcance para llegar a la perfección.

"Si los Sacramentos fueron predicados como puros medios para mejorar moralmente, no sólo se transtornaría su sentido, sino que además se harían poco dignos de fe cuando faltara ese mejoramiento ético" (13).

Cristo no instituyó los sacramentos para mejorar éticamente al hombre. No vino a mejorar a los hombres, sino a salvarlos, haciendo de cada uno de ellos un hombre nuevo, una nueva creación. Por consiguiente, la vida que recibimos en los sacramentos no hay que entenderla en relación con el orden moral, sino con el nuevo ser, la nueva vida que el Señor nos ha dado, con la participación en la vida divina.

Es preciso tener esto en cuenta para saber valorar la vida sacramental en su dimensión salvífica. Esto no quiere decir que no tengan importancia el esfuerzo moral, la ascesis, sino más bien que han de ser consecuencia de la comunidad de vida con el Cristo resucitado que producen en nosotros los sacramentos.

"Los sacramentos son, ante todo, un himno de alabanza a Dios, que la Iglesia, comunidad de creyentes en Cristo, ofrece al Padre: son liturgia y culto. Pero al glorificar el hombre a Dios y someterse a El logra participar de su gloria, no se salva de otra forma. En los sacramentos Cristo santifica al hombre incorporándolo a la glorificación que El hizo del Padre y que sigue haciendo sin cesar en la liturgia celestial. La santificación sacramental, según eso, ocurre en un acto de adoración a Dios. El hombre logra su salvación y salud en los sacramentos por cuanto se instaura en él el reino de Dios" (14).

"Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios: pero en cuanto signos, también tienen un fin pedagógico. No sólo suponen la fe, sino que a la vez la iluminan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y de cosas; por eso se llaman sacramentos de la fe” (15).

LOS SACRAMENTOS DE LA INICIACION CRISTIANA.
BAUTISMO - CONFIRMACION - EUCARISTIA

En la Iglesia primitiva iban siempre juntos formando cierta unidad los tres sacramentos de la iniciación cristiana: el Bautismo, la imposición de manos (Confirmación) y la participación en la mesa del Señor (Eucaristía).

La iniciación cristiana era ante todo entrada en la luz y en la vida de Dios. Era iluminación no sólo de la inteligencia, sino también de los corazones, iluminación interior. Se trataba de entrar en contacto con el Cristo resucitado, con su Santo Espíritu. Por eso esos tres sacramentos gravitan sobre el Espíritu Santo y están penetrados de su acción.

EL BAUTISMO O EL BAÑO DE LA REGENERACION

Las primeras catequesis sobre el Bautismo en los comienzos de la vida de la Iglesia llegaron a desarrollar una teología en la que resalta cómo el Espíritu Santo comunica la nueva vida al bautizado.

Es en el Bautismo donde empieza la vida del Espíritu. El Espíritu Santo purifica y limpia al catecúmeno, lo ilumina interiormente, y toma posesión del mismo para convertirlo en su templo, haciéndole sentir en lo más íntimo de su ser que es hijo de Dios y que ya ha entrado en el Reino de Dios de lo cual es viva expresión su incorporación a la Iglesia, en cuya construcción entra, para ser morada de Dios por el Espíritu (Ef 2,22).

La transformación espiritual que opera el Espíritu en el bautizado es misteriosa y profunda: es un paso de las tinieblas del pecado a la luz de Cristo (Ef 5, 8; Hb 6, 4), un nacimiento del agua y del Espíritu a la vida de Dios mediante "el baño de la regeneración" (Tt 3, 5), quedando "revestido de Cristo" (Ga 3, 27), de su santidad y justicia (Rm 6, 1-14: l Co 6, 11).

Algunas expresiones que utiliza el Nuevo Testamento son muy significativas para indicar la acción del Espíritu Santo, como iluminación, sello bautismal, unción.

Cuando se habla de iluminación a propósito del bautismo se resalta el protagonismo del Espíritu Santo en la iniciación, en la llegada a la fe, como entrada en el reino de la luz: "Cuantos fueron una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, saborearon las buenas nuevas de Dios y los prodigios del mundo futuro"." (Hb 6,4-5).

La expresión sello bautismal denota cómo el bautizado queda marcado con el sello del Espíritu Santo. Estar sellado con el sello del Espíritu significa ser propiedad de Dios, quedar consagrado a El, y conocemos que permanecemos en El y El en nosotros en que nos ha dado su Espíritu (l Jn 4, 13). Y el que no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece.

Se habla también de la unción refiriéndose al Espíritu recibido en el Bautismo el cual instruye internamente y gracias a él las palabras de Jesús son "espíritu y vida" (1 Jn 2, 27).

El Bautismo configura con la muerte y resurrección de Jesús, y en consecuencia El nos comunica el principio mismo de su propia santidad: su Espíritu que tan poderosamente se ha manifestado en su glorificación. "Por el Bautismo los hombres entran en posesión del Espíritu" (16).

En el mármol del baptisterio de San Juan de Letrán, que data del siglo V, se halla esculpida esta bella inscripción:
"La Iglesia concibe virginalmente a sus hijos en el Espíritu Santo y los engendra en el agua. Si quieres ser inocente purifícate en este baño, tanto si pesa sobre ti el pecado original como los pecados personales. Es esta la fuente de vida que limpia a todo el universo y que arranca de las heridas de Cristo. Esperad el reino de los cielos los que habéis renacido en esta fuente".

Esto mismo expresa la oración de bendición e invocación de Dios sobre el agua para el bautismo, en la que, después de haber recordado la unción de Jesús por el Espíritu, se pide que el Espíritu Santo descienda sobre el agua de la fuente, para que el hombre, limpio en el bautismo, muera al hombre viejo y renazca como niño a nueva vida por el agua y el Espíritu.


LA CONFIRMACION

La imposición de manos, de que habla el Nuevo Testamento, "ha sido considerada por la tradición católica como el primitivo origen del sacramento de la Confirmación, el cual perpetúa, en cierto modo, en la Iglesia la gracia de Pentecostés" (17).

En los Hechos sólo se menciona la imposición de las manos y la invocación al Espíritu Santo. En la Iglesia primitiva se confería la imposición junto con el Bautismo. Hoy se confiere aparte con diverso rito que a lo largo de la historia ha ido sufriendo sucesivas modificaciones, pero siempre se ha conservado el significado de la comunicación del Espíritu Santo.

En la Iglesia Occidental se administró la Confirmación por medio de la imposición de manos hasta muy entrada la Edad Media. En cambio, en la Iglesia Griega predominó la unción. Hoy día, tras la reforma conciliar, se ha adoptado la antigua forma del rito bizantino con la que se expresa el don del Espíritu Santo y se recuerda la efusión del día de Pentecostés. En esencia consiste en la unción del crisma en la frente, que se hace con la imposición de la mano, pronunciando al mismo tiempo las palabras: Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo.

En todo el conjunto del rito hay una doble significación: a) por la imposición de manos, que previamente hace el obispo juntamente con los sacerdotes concelebrantes, se actualiza el gesto bíblico con el que se invoca el don de Espíritu. b) Por la unción con el santo crisma y las palabras que la acompañan se significa el efecto del don del Espíritu, el cual configura al cristiano más perfectamente con Cristo y le otorga la gracia de confesar el nombre de Jesús como testigo y de derramar el buen olor de Cristo entre los hombres...

Por tanto, aunque por el sacramento del Bautismo se comunica el Espíritu Santo y así el cristiano queda convertido en templo del Espíritu, sin embargo se administra después la Confirmación para que el cristiano reciba el mismo don que los Apóstoles en Pentecostés, o sea una plenitud especial del Espíritu que viene a obrar con una virtualidad superior a la producida por la presencia del Espíritu que se recibe en el Bautismo.

Pero, ¿cuál fue el don que recibieron los apóstoles? En ellos se realizó una doble transformación: 1) El Espíritu Santo hizo luminosas las palabras de Jesús, haciéndoles entrar en contacto experiencial con el Cristo resucitado; 2) Les impulsó a ser testigos de Cristo y a proclamar la Buena Nueva.

Por consiguiente en el que se confirma podemos decir: a) que este sacramento lo pone en más íntima relación con Cristo resucitado, insertándole más directamente en el misterio de su muerte y resurrección, y completando su semejanza con el Señor de la gloria, con su sacerdocio; y b) que le comunica el espíritu de fortaleza y de verdad para ser testigo valiente del Señor, equipándole para difundir el Reino de Dios. Es el sacramento que más directamente lanza a todo cristiano al testimonio, a la confesión de la fe y a la evangelización.

Para que todo eso sea posible este sacramento también nos introduce más íntimamente en la vida del Espíritu y en la comunidad de amor que desde el seno de la Trinidad se irradia a la comunidad cristiana en la que el Espíritu Santo da testimonio del poder del Padre y de la presencia del Resucitado.

LA EUCARISTIA

Es el lugar privilegiado para toda efusión del Espíritu, tanto sobre la comunidad como sobre cada fiel en particular.

"Los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan. Y es que en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo...

Por lo cual la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica, como quiera que los catecúmenos son, poco a poco, introducidos a la participación de la Eucaristía, y los fieles, sellados ya por el sagrado Bautismo y la Confirmación, se insertan, por la recepción de la Eucaristía, plenamente en el Cuerpo de Cristo (I8).

La Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia, ya se la considere como sacramento o como celebración. Si observamos las estructuras de la misma celebración descubrimos la presencia del Espíritu en cada uno de los momentos más significativos.

En el transcurso de la celebración de la Palabra la Iglesia "en las palabras de los Apóstoles y los Profetas hace resonar la voz del Espíritu Santo" (19). La Escritura ha sido inspirada por el Espíritu Santo, es obra del Espíritu y comunica el mismo Espíritu. Palabra y Espíritu siempre actúan en constante ósmosis.

En la segunda parte de la celebración o liturgia eucarística, el Espíritu Santo desciende sobre la asamblea reunida en nombre de Jesús, la hace comunidad de amor. Varias veces se invoca al Espíritu Santo, pero sobre todo en dos momentos importantes (epiclesis):

a) Invocación sobre los dones: el celebrante, antes de la consagración, impone las manos sobre los dones de pan y vino y suplica: "Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor" (Anáfora II).

Si por obra del Espíritu Santo tomó el Verbo de Dios carne en las entrañas de la Virgen María, también ahora es el mismo Espíritu el que santifica los dones de la Iglesia y hace presente el Cuerpo y la Sangre del Cristo resucitado hecho espíritu vivificante.

b) Invocación sobre lo personas: en el mismo cánon, después de la consagración, el celebrante suplica que "el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo" (Anáfora II).

Santificar las ofrendas y santificar la comunidad que celebra son dos acciones que se corresponden. El alimento consagrado por el Espíritu convertido en el Cuerpo de Cristo, hace a su vez de los fieles el Cuerpo de Cristo, que vive de su Espíritu, enriquecido con diversidad de dones, carismas y ministerios.

Por otra parte, la asamblea que pide formar "en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu" hace memoria de su “pasión salvadora", "de su admirable Resurrección y Ascensión al cielo" (anámnesis) y con El y en El presenta al Padre, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria (doxología).

La imagen del Espíritu Santo se ilumina en la Eucaristía a través de la epíclesis, de la anámnesis y de las doxologías. Por los demás, estas tres fases de la celebración eucarística parecen evocar el misterio de la Trinidad.

Resplandece sobre todo el amor del Espíritu Santo en la transformación de los dones en Cristo y en la cristificación del hombre como nueva criatura. Dios toca así el interior del hombre, en su dimensión personal y comunitaria, por medio de su Espíritu Santo" (20).

Al recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor en la Comunión, el Espíritu realiza en nosotros una vinculación más íntima con el Cristo resucitado y una comunicación del amor personal. Es cuando verdaderamente formamos con El un solo espíritu, pues "el que se une al Señor se hace un espíritu con El" (1 Co 6, 17).

Es así cómo se realiza el alumbramiento de la Iglesia. "Háganse los fieles cuerpo de Cristo si quieren vivir del Espíritu de Cristo. Del Espíritu de Cristo no vive sino el Cuerpo de Cristo... ¿Quieres tú vivir del Espíritu de Cristo? Penetra en el Cuerpo de Cristo... “(21).

LOS SACRAMENTOS MEDICINALES:
PENITENCIA y UNCION DE LOS ENFERMOS

La penitencia y unción de los enfermos son los sacramentos para comunicar el perdón del pecado y la curación. Son propiamente los sacramentos medicinales.

Cierto que el perdón de los pecados también se obtiene, según diversas circunstancias, por el Bautismo y por la Eucaristía, y que la curación es un efecto que producen todos los sacramentos, pero la penitencia y la unción lo procuran de una manera especial, aunque de modo distinto, y en ello apreciamos la acción del Espíritu Santo.

LA PENITENCIA

Es el sacramento de la conversión del creyente, que por el pecado rompió la opción fundamental por el Señor que hizo en el Bautismo. La conversión o metanoia que se vive en este sacramento ha de ser un cambio íntimo que afecte a toda la persona, a su manera de pensar y de actuar.

El Espíritu actúa tanto para el perdón del pecado como para la curación.

a) Perdón del pecado: "Después de su resurrección envió el Espíritu Santo a los Apóstoles para que tuvieran la potestad de perdonar y retener los pecados y recibieran la misión de predicar en su nombre la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos" (22). Es así como el Ritual de la Penitencia pone de manifiesto la acción del Espíritu Santo en el perdón del pecado, para afirmar después que el Espíritu Santo es dado para la remisión de los pecados y para que los fieles reconciliados y llenos de nuevo del Espíritu Santo puedan en El presentarse al Padre.

El Espíritu Santo es en la Penitencia el artífice de la reconciliación y de la unión con Dios Padre. El es el que purifica e ilumina los corazones. La misma fórmula del sacramento lo recalca: "Y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados...".

La acción del Espíritu la descubrimos de manera especial en el arrepentimiento y en la conversión. Es el Espíritu el que crea en nosotros un corazón y un espíritu nuevos, como reiteradamente afirma la Palabra de la Escritura: "Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis" (Ez 36, 25-28: 31, 14: 11, 17-20; 18,30-31).

Por esto, a la hora de acercamos a este sacramento, se debe implorar insistentemente el Espíritu Santo, y se ha de poner el acento, más que en el examen y la acusación minuciosa de los pecados o faltas leves, en el grado de arrepentimiento y de sinceridad con Dios a que llegamos por la acción del Espíritu. Por otra parte, el arrepentimiento forma parte del sacramento.

Cuando se dan estas condiciones, el perdón y la liberación interior fluyen como una corriente de paz y suavidad interior. Dice R. Guardini que "el poder de Dios no consiste únicamente en crear lo que todavía no existe, sino también en convertir en inocente lo que ha sido culpable" y que "el arrepentimiento existe donde existe el Dios vivo" y "arrepentirse significa apelar al Dios vivo". (23)

El misterio de la reconciliación entre Dios y nosotros es algo muy grande e inefable, y sin embargo apenas reparamos en ello. Es un don del Espíritu Santo que se realiza en nosotros en virtud de la muerte y resurrección de Jesús que con su sangre nos ha dado acceso al gozo entrañable del Padre de las misericordias. La nueva creación que se opera en el pecador nace del Espíritu, y al pecado que imponía la ley de la carne sucede la Ley del Espíritu y de la justicia de Dios: a las obras de la carne, los frutos del Espíritu.

b) Curación. Todo pecado causa una herida más o menos profunda en el alma, y muchos de nuestros complejos y enfermedades interiores o bien tienen su origen directo en pecados personales o bien, indirectamente, se conexionan con el pecado o con la condición pecadora del hombre. Sólo el arrepentimiento y la gracia del perdón pueden devolver la paz interior y restaurar el equilibrio allí donde había desorden y desasosiego. La presencia del Espíritu es lo que verdaderamente cura.

Como vemos en el Evangelio, las curaciones que obraba Jesús no estaban separadas de la salud espiritual. Siempre había una relación más o menos manifiesta con el perdón de los pecados, y la curación corporal no era más que una manifestación, repercusión o confirmación de la salud interior. "Por el dedo de Dios" (Lc 11, 20), es decir, "por el Espíritu de Dios" (Mt 12, 28) Jesús expulsaba los demonios y "el poder de Dios le hacía obrar curaciones" (Lc 5 17). Después comunicó su mismo Espíritu a los Apóstoles para que perdonaran los pecados (Jn 20, 22-23), el cual es el principio de la curación y transformación que cualquier penitente pueda experimentar en el sacramento.

LA UNCION DE LOS ENFERMOS

Es un sacramento que cada día adquiere mayor actualidad y se está viendo su acción maravillosa en los enfermos como constatamos en muchos casos, sobre todo en las celebraciones comunitarias que de vez en cuando se tienen en grupos y comunidades.

"La Unción es el sacramento específico de la enfermedad y no de la muerte" (24). La fórmula sacramental y el resto de las oraciones están orientadas hacia la salud, pero sobre todo hacia el fortalecimiento espiritual.

a) Perdón del pecado: La Unción "concede, si es necesario, el perdón de los pecados y la plenitud de la penitencia cristiana" (25). Este sacramento es el complemento y perfeccionamiento de la Penitencia.

b) Curación: La misma fórmula del sacramento es la que mejor habla: "Por esta santa Unción y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Amén. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación, y te conforte en tu enfermedad. Amén.

Como se afirma en el mismo Ritual, la Unción de los enfermos "otorga al enfermo la gracia del Espíritu Santo con lo cual el hombre entero es ayudado en su salud, confortado por la confianza en Dios y robustecido contra las tentaciones del enemigo y de la angustia de la muerte" (26).

Para la curación interior y exterior se ofrece al enfermo la fuerza consoladora del Espíritu Santo y la presencia fraternal de la Iglesia. El enfermo está siempre sometido a una situación de debilidad y decaimiento, de tentación, de angustia ante la muerte. Para que su fe no decaiga y sobre todo se mantenga en paz y fortaleza espiritual, el sacramento de la Unción le confiere la gracia del Espíritu Santo, del verdadero Consolador (27), para que lo salve, lo cure de la enfermedad, le haga sólido en la fe y sereno en la esperanza.

En la gracia de este sacramento el enfermo es configurado a Cristo sufriente y glorificado por el poder del Espíritu y la oración de la Iglesia.

LOS SACRAMENTOS FUNCIONALES O DE CONSAGRACION:
ORDEN y MATRIMONIO

Ambos sacramentos, en prolongación con el sacramento de la Confirmación, santifican y consagran al cristiano para funciones eclesiásticas, a unos para apacentar el pueblo de Dios, santificándolo y administrándole los misterios de la salvación: a otros, para que participando en el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia sean "fortificados y como consagrados... para cumplir su misión conyugal y familiar (28).

ORDEN SAGRADO
O SACERDOCIO MINISTERIAL

Es un sacramento tripartito por las tres ordenaciones de episcopado, presbiterado y diaconado.

"Así, el ministerio eclesiástico, de institución divina, es ejercido en diversos órdenes por aquellos, que, ya desde antiguo, vienen llamándose obispos, presbíteros y diáconos (29).

Estas tres ordenaciones se corresponden perfectamente y entre ellas hay una clara simetría, pues en todas ellas se da como rito esencial la imposición de manos y un prefacio litúrgico que invoca la venida del Espíritu Santo.

El Episcopado es un don del Espíritu ya que por el rito sacramental de la imposición de las manos y las palabras de la consagración se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el carácter sagrado (30), constituyendo al obispo en la plenitud del sacramento del Orden, en sumo sacerdote, cumbre del ministerio sagrado, comunicándole los oficios de enseñar, santificar y regir.

Los obispos, "elegidos para apacentar la grey del Señor, son los ministros de Cristo y los dispensadores de los misterios de Dios (cf. 1 Co 4, 1), a quienes está encomendado el testimonio del Evangelio de la gracia de Dios (cf. Rm 15, 16; Hch 20, 24) y la gloriosa administración del Espíritu y de la justicia (cf 2Co 3, 8-9). Para realizar estos oficios tan excelsos, los Apóstoles fueron enriquecidos por Cristo con una efusión especial del Espíritu Santo, que descendió sobre ellos (cf Hch 1, 8; 2, 4; Jn 20, 22-23), y ellos, a su vez, por la imposición de las manos, transmitieron a sus colaboradores este don espiritual (cf. 1Tm 4, 14; 2Tm 1, 6-7), que ha llegado hasta nosotros en la consagración episcopal" (31).

Por tanto, los obispos no enseñan, santifican o rigen en nombre propio, ni tampoco por sus cualidades personales o por su santidad personal. Es el Espíritu Santo el que, por la consagración episcopal que recibieron, actúa en ellos para conducir al Pueblo de Dios.

El Presbiterado. En la oración consecratoria el obispo pide a Dios Padre Todopoderoso "que concedas a estos tus siervos la dignidad del presbiterado: infunde en su interior el Espíritu Santo; que reciban de ti, ¡oh, Dios!, el ministerio de segundo orden, y que su vida sea ejemplo para los demás".

"El Sacerdocio de los presbíteros supone, desde luego, los sacramentos de la iniciación cristiana; sin embargo, se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como persona de Cristo cabeza" (32).

El Diaconado. La sacramentalidad del Diaconado se sitúa en la sacrametalidad del Orden, como una participación inferior de la sacramentalidad, no del presbiterado sino del episcopado, que es el que contiene la plenitud del sacramento del Orden.

En la ordenación de los diáconos se pide al Señor que derrame sobre ellos el Espíritu Santo para que, robustecidos con la fuerza de su gracia septiforme, cumplan con fidelidad este servicio. Pide también la Iglesia que resplandezca en sus vidas un vivir siempre según el Espíritu.

"Reciben la imposición de las manos, no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio. Así, confortados con la gracia sacramental, en comunión con el obispo y su presbiterio, sirven al pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad" (33).

Como podemos apreciar, el Espíritu Santo es el agente principal en el sacramento del Orden. El carácter sacerdotal que se recibe en la ordenación es una impronta que configura al ordenado a Cristo Sacerdote, pero también es un sello del Espíritu.

No cabe otra posibilidad de ejercer y vivir el ministerio del sacerdocio más que viviendo siempre la vida del Espíritu poniendo en funcionamiento los dones y carismas que se han recibido del mismo Espíritu, los cuales no se pueden enterrar ni relegar al olvido por inanición. "Nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra sino del Espíritu" (2Co 3, 4-5).

Debe ser, pues, "el ministerio del Espíritu" (2Co 3, 8).

EL MATRIMONIO
El sacramento del Matrimonio es don de Dios en el Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo.

Sólo aquellos que fueron "incorporados por el Bautismo al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, nacida del costado de Cristo, son capaces de celebrar el sacramento del Matrimonio;... dada su condición de miembros de Cristo, que no se pertenecen a sí mismos sino al Señor, los esposos cristianos se entregan y reciben mutuamente, como don del mismo Cristo... y así, por este sacramento, imbuidos del Espíritu de Cristo, su amor conyugal es asumido para cumplir su misión conyugal familiar" (34).

Los esposos son el símbolo del amor de Cristo a la Iglesia, su esposa, a la que está unido en alianza eterna de amor. Y el Espíritu Santo, que es el mismo que une a Cristo con su Iglesia, es el que funda y fortalece la nueva comunidad familiar. El es el iniciador y santificador de toda comunidad sobrenatural en la que se hace presente Cristo Jesús.

Función suya es purificar los corazones de los esposos y hacerse vínculo indisoluble entre ellos, realizando una alianza que es reflejo de aquella Alianza que, en el Espíritu de Cristo, Dios Padre ha contraído con la humanidad redimida.

El Matrimonio como sacramento de amor es también sacramento de la Alianza entre Cristo y la Iglesia. De la unión entre Cristo y la Iglesia se derrama sobre los esposos el espíritu de amor y de comunión.

El anillo nupcial es un signo también del Espíritu. En el sacramento del Matrimonio se celebra el amor, o mejor la instalación en el amor, esa situación en la que el amor por el otro se ha constituido en la razón y denominador común de la vida.

Los casados cristianos si viven el sacramento, si dejan que el Espíritu Santo actúe en ellos y fortalezca su amor, serán verdaderos testigos del misterio del amor de Dios y ofrecerán al mundo un ejemplo único, y un testimonio de que el amor, que es la vocación básica del ser humano, es realmente posible entre los hombres.

"Las expresiones del afecto conyugal son un reflejo de lo que es el Espíritu en la vida trinitaria, y del cual se da una participación en la vida conyugal, en el beso, el abrazo, en el gozo y en la suavidad del amor, en el don recíproco, en la fecundidad, en la comunión y en la unidad". (35).

NOTAS.
(1) S. TOMAS DE AQUINO. S. Theol 2-2, q. 106, a. 1 y 2
(2) OSCAL CULLMAN, Christ et le temps, Delachaux et Niestlé, Suiza, 1966, p. 160
(3) V. ALLMEN, Vocabulario bíblico, Marova, Madrid 1968, p. 110.
(4) SAN IRENEO, Adv. Haer. III, 38,1
(5) Vat. II, LG 48
(6) H. MUHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1974, p. 715
(7) Vat. II, LG 50
(8) Vat. II, SC 6
(9) M. SCHMAUS, Teología Dogmática, VI, Los Sacramentos, Rialp, Madrid 1961, p.50
(10) Cardenal LJ. SUENENS, Ecumenismo y Renovación Carismática, Ed. Roma, Barcelona 1979, p. 63
(11) M. SCHMAUS. ib., p. 24
(12) A. WINKLHOFFER. La Iglesia en los sacramentos, Fax, Madrid 1971, p. 29-30
(13) M. SCHMAUS, ib., p. 52
(14) M. SCHMAUS. ib., p. 51-52
(15) Vat. II, SC 59
(16) SAN IRENEO, ib. III, 24,1
(17) Constit. Divinae Consortium
(18) Vat. II, PO 5
(19) Vat II, DV 21
(20) S. VERGES, Imagen del Espíritu de Jesús, Secretariado Trinitario,
Salamanca 1977, p 242.
(21) SAN AGUSTIN, Com. in Jn. Ev., 26, 13
(22) Ritual de la Penitencia, n. 1
(23) R. GUARDINI, El Espíritu del Dios viviente, Ed. Paulinas, Bogotá 1976, p. 36 ss.
(24) Ritual de la Unción de enfermos, n.65
(25) Ib. n. 6
(26) Ib., n. 6
(27) Ib., n. 47
(28) Vat. II, GS 48
(29) Vat. II, LG 28
(30) Ib., 21
(31) Ib., 21
(32) Vat. II, PO 2
(33) Vat. II, LG 29
(34) Ritual del matrimonio, n. 5
(35) SPIRITO RINAUDO, La Liturgia Epifania dello Spirito, Leumann, Torino 1980, p. 33






LOS DISTINTOS MINISTERIOS EN LA ASAMBLEA EUCARÍSTICA

Por Rodolfo Puigdollers

La experiencia de las asambleas de oración en la R.C., con toda su fuerza de espontaneidad y de apertura a la acción del Espíritu, no debe quedarse cerrada en las oraciones del grupo carismático, sino que debe influir en la celebración más importante para la vida cristiana: la celebración de la Asamblea eucarística.

Quizá la costumbre de dejar la celebración de la Eucaristía en manos del sacerdote o bien un deficiente conocimiento de su sentido profundo, lleva normalmente en los grupos carismáticos a unas celebraciones eucarísticas menos vivas que las asambleas de oración.

Es importante, por lo tanto, que reflexionemos sobre el sentido de la asamblea eucarística y sobre la diversidad de ministerios en ella. La "Ordenación general del Misal Romano", promulgada por el Papa Pablo VI el 3 de abril de 1969, nos puede ayudar a renovar la celebración eucarística siguiendo fielmente el espíritu del Concilio Vaticano II.

Según esta "Ordenación general", en la Asamblea eucarística cada uno de los presentes tiene el derecho y el deber de aportar su participación, en modo diverso, según la variedad de ministerios y de carismas.

Hay un deber y un derecho del creyente al descubrimiento de la riqueza de la celebración y de las distintas formas de participar. Tanto los sacerdotes como los seglares deben hacer todo y sólo aquello que pertenece a cada uno. De este modo, la misma celebración se convierte en una manifestación de lo que es la comunidad cristiana, con toda su diversidad de ministerios y de carismas.

En la asamblea eucarística los fieles forman el "pueblo elegido, el sacerdocio real, la nación consagrada" (1 P 2.9) que da gracias a Dios y ofrece la ofrenda inmaculada. Esta acción de gracias y este sacrificio no lo realiza sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él.

Realizar esta ofrenda del Cuerpo de Cristo en acción de gracias es, al mismo tiempo, ofrecerse a sí mismos al Padre junto con Cristo. De este modo, en la asamblea eucarística llega a su culminación la consagración del discípulo, según la exhortación de S. Pablo: "Os exhorto, hermanos, a presentaros como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable" (Rm 12,1). Esta ofrenda del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, se hace palpable si existe un verdadero amor entre los hermanos, un fuerte sentido de comunidad, sin protagonismos, sin divisiones, con orden.

Para que la asamblea eucarística tome toda su verdadera dimensión ha de existir este espíritu comunitario, este ambiente de fraternidad y de libertad. En este sentido los momentos iniciales de la celebración son muy importantes para poder formar este ambiente. Sencillez, fraternidad, acogida, calor humano, son la ciencia concreta de la comunidad. Por eso, todo el rito de entrada está constituido por elementos que ayudan a la expresión de esta fraternidad comunitaria: cantos, saludos, acogida, reconciliación, alabanza.

El ministerio de música

Nunca se ponderará bastante la importancia del ministerio de música en la celebración eucarística. Su importancia no se encuentra en la solemnidad, sino en ser un elemento fundamental en este impulsar a todos a la participación activa. El canto es una de las formas más importantes para la manifestación comunitaria.

La perfección técnica debe estar sometida enteramente a su función de impulso hacia la participación de todos. Las personas que forman parte de este ministerio deben vivirlo continuamente en la oración, para que sea un verdadero ministerio inspirado que no sirva de adorno, sino que se convierta en expresión de toda la comunidad.

En este servicio importante de cara a la expresión de toda la comunidad, los miembros del ministerio de música deben estar muy atentos en introducir: a) el canto oportuno; b) en el momento oportuno: c) del modo oportuno. Al mismo tiempo, han de tener en cuenta que la expresión de la comunidad se realiza por: a) la palabra; b) el canto; c) el canto en lenguas: d) el silencio. El ministerio de música ha de saber combinar todos estos elementos, según el momento y las características de la asamblea.

Los lectores

Los lectores son los encargados de la lectura de la Sagrada Escritura durante la asamblea (excepto la lectura del Evangelio, que la realiza el sacerdote o el diácono). Han de ser personas que sepan leer bien, con voz que se oiga, con unción del Espíritu: pues no se trata de una lectura privada, sino de la proclamación de la Palabra de Dios.

Este servicio de los lectores es una función propia, por lo que no deben ser sustituidos por un sacerdote. Al mismo tiempo, se trata de un servicio que debe impregnar la vida del que lo realiza. Se ha de preparar con la oración, de forma que lea la Palabra de Dios con una unción tal que la haga comprensible a todos.

En este ministerio es tan importante la lectura del texto como la animación de la asamblea a adherirse a la Palabra cuando es invitada mediante la frase "Palabra de Dios". El lector debe cuidar también de buscar el lugar apropiado para hacer la lectura, así como del respeto debido al libro que contiene la Sagrada Escritura.

El salmista

Es conveniente que la respuesta o meditación de la primera lectura se haga mediante un salmo (el llamado "salmo interleccional”). Para señalar la diferencia entre la proclamación de la Palabra de Dios y la respuesta de la asamblea, conviene que este salmo interleccional sea cantado o recitado por una persona distinta del lector.

Como no siempre se dispone de la música del salmo que se quiere emplear como respuesta, es una buena solución el emplear una antífona cantada, seguida de las estrofas leídas del salmo. Es importante que el salmista tome conciencia de que no está realizando una nueva lectura, sino que está expresando la respuesta de toda la asamblea; por eso es conveniente que la antífona cantada se repita después de cada versículo o estrofa.

El comentarista o monitor

El comentarista es el que da las explicaciones y avisos para que la asamblea se vaya introduciendo y captando cada vez más la celebración.

El comentarista ha de recordar que el sacerdote también hace a veces algunas explicaciones y que, por lo tanto, ha de actuar perfectamente al unísono con él. Algunos comentarios deben ser preparados con anterioridad, para que tengan la claridad, exactitud y brevedad necesarias. No se trata de hacer ilustraciones eruditas, sino de ayudar a la asamblea a entrar cada vez más en la celebración.

Servicio de orden y acogida

El servicio de orden y acogida son los encargados de recibir a las personas a la entrada, acomodarlas en los puestos correspondiente, y cuidar de los movimientos de la asamblea cuando se forma la procesión de comunión, etc. Su función también es importante de cara a los niños, para ayudarles a encontrar su lugar apropiado en la asamblea.

Encargados de la colecta

Los encargados de la colecta ayudan a la asamblea a compartir los bienes y a manifestar el amor fraterno. Es importante que realicen su ministerio en el momento oportuno con rapidez, alegría y discreción.

Encargados de la ofrenda

Si hay unas personas encargadas de entregar el pan, el vino, el agua (flores, cirios. etc.) al sacerdote, antes del ofertorio, se pone de manifiesto que la ofrenda que se está realizando es la expresión de toda la asamblea. Es conveniente que esta entrega de la ofrenda se haga en forma de procesión.

Ministerio de discernimiento

En las asambleas numerosas puede ser muy conveniente que existan algunas personas encargadas de discernir durante la misma asamblea algunos puntos concretos que hayan podido surgir. Concretamente este ministerio es muy conveniente de cara a discernir alguna palabra profética. La persona que quiera expresar una palabra profética puede ponerla por escrito y pasarla a este ministerio, para que se pueda discernir sobre su contenido y sobre su oportunidad.

Hay que tener en cuenta que el momento propio de la profecía en la asamblea eucarística es el momento después de la comunión.

Ministerio de intercesión

Durante la asamblea eucarística hay un momento muy importante de intercesión que es la llamada "oración universal de los fieles". Durante esta oración la asamblea intercede por las necesidades de la propia asamblea, de toda la Iglesia y de todo el mundo.

Esta "oración de los fieles" puede estar abierta a la espontaneidad en su momento final, pero es importante que al empezar se realicen algunas peticiones preparadas; esto asegura, por una parte, que se interceda realmente por toda la Iglesia, y, por otra, que las necesidades de la comunidad se vean auténticamente expresadas. Este ministerio de intercesión pueden ser los encargados de recoger las necesidades de la comunidad y de expresarlas durante la oración.

Otros ministerios

Según las circunstancias, se necesitarán personas encargadas de llevar los cirios, un encargado del incensario, etc.

Cuando la asamblea es grande y solemne, conviene que haya alguien designado para la preparación adecuada de la celebración, y para ensayar a los oficiantes de modo que todo salga con decoro, orden y edificación.

Un ministerio necesario, aunque anterior a la celebración, es el de los sacristanes, es decir, las personas encargadas de la preparación material de la celebración, arreglo del local, disposición de sillas, decoración, etc.

El sacerdote

El sacerdote, haciendo las veces de Cristo, preside la asamblea congregada: dirige las oraciones, anuncia el mensaje de salvación, asocia a sí mismo al pueblo al ofrecer el sacrificio por Cristo en el Espíritu a Dios Padre, y toma parte con sus hermanos en el pan de la vida eterna. Por consiguiente, cuando celebra la Eucaristía, debe servir a Dios y al pueblo con dignidad y humildad.
?La preparación de la asamblea eucarística se ha de hacer de común acuerdo entre todos aquellos a quienes afecta, tanto en lo que toca al rito, como al aspecto pastoral, como a la música, haciendo el sacerdote de moderador, y oyendo también el parecer de la comunidad.

El sacerdote, por consiguiente, cuando prepara la liturgia, debe mirar más el bien espiritual común de la asamblea que sus personales preferencias.

Hay que tener siempre presente que la eficacia pastoral de la celebración aumentará sin duda si se saben elegir, dentro de lo que cabe, los textos apropiados, las lecturas, oraciones y cantos que mejor respondan a las necesidades y a la preparación espiritual y modo de ser de quienes participan. Esto se obtendrá si se sabe utilizar la amplia libertad de elección prescrita por la Iglesia.




EL TIEMPO DEL ESPÍRITU


Por Hna. Victoria Triviño, osc.

Nuestra existencia se desenvuelve simultáneamente en un ritmo diario semanal y anual. La presencia operante del Espíritu Santo nos visita amorosamente sobre este triple ritmo. Y, la Iglesia vive y responde a esta llamada desde la Liturgia de las Horas, la celebración del Día del Señor y el Año Litúrgico.

1.- LITURGIA DE LAS HORAS

La Liturgia de las Horas consagra el tiempo, es decir, a nosotros mismos en el ritmo de la jornada.

Quien ha tenido la experiencia de Dios necesita orar. Más aún, dentro de la R.C. se suceden los testimonios de cuantos descubrimos y aprendemos a orar en comunidad. En adelante ya no basta orar a solas, se necesita además "acudir a las oraciones" con los hermanos creyentes.

A medida que una comunidad de fe adquiere madurez, su ritmo de oración se hace más frecuente. Puede ser llegado, entonces, el momento de verterla en el esquema de la Liturgia de las Horas con las dos Horas que polarizan la jornada:

Laudes

Es la oración de la mañana.
La mañana es el tiempo de la misericordia, manifiesta en el regalo de la vida, cuando la naturaleza despierta.

Los Laudes consagran a Dios el día que comienza con la alabanza, la acción de gracias y petición para servirle fielmente.

La Hora de Laudes es gozosa, llena de esperanza, abierta al futuro, no sólo de nuestra jornada con sus pequeños afanes, sino de todo el mundo.

Vísperas

Es la oración del atardecer. Cuando el día declina y nosotros también perdemos facultades por el cansancio.

Tienen una tonalidad muy marcada de acción de gracias.

Es la hora del "sacrificio de la tarde" (Sal 140,2), del recuerdo de la Cena del Señor, del poder de las tinieblas (Lc 22. 53) mientras el sol se había ocultado (Lc 23, 44). Es el momento de recapitular nuestro día en la acción de gracias y dirigir la mirada a la Gloria que esperamos. Se canta el "Magníficat", canto de las promesas cumplidas. El Espíritu ha fecundado nuestra tierra...


Estructura de Laudes y Vísperas

LAUDES
Invocación introductoria
Que nos sitúa ya en el plano de la gratuidad. Para alabar es Dios mismo quien ha de abrir nuestra boca.

Salmo Invitatorio
Es exclusivo de Laudes como primera oración del día. Como indica su nombre es una "invitación" a la alabanza que una persona sola dirige a toda la asamblea.

Himno
Es una composición poética para ser cantada. Su finalidad es ambientarnos en la alabanza y conviene que sea gozoso, brillante. Si no se canta se suprime.

Plegaria sálmica
Antífonas tomadas generalmente del mismo salmo que introducen, dan el matiz del tiempo litúrgico o de la fiesta que se celebra.


Salmo matutino que suele ser meditativo, íntimo.
Cántico del Antiguo Testamento.
Salmo hímnico. Muy jubiloso, de alabanza o acción de gracias.

Lectura breve
Está tomada de la Biblia, pero nunca de los Evangelios.
Por su brevedad se presta a ser retenida y a profundizar su mensaje.

Silencio.
Responsorio.

Cántico Evangélico
Se proclama en pie, como el Evangelio de la Misa.

"Benedictus"
Con él nos llenamos del Sol que nace de lo alto, mientras la aurora trae el recuerdo
de la Resurrección

Plegaria de los fieles
Es el espacio abierto a la oración de petición, a la intercesión por todos los hombres de forma más explícita. En las peticiones de la tarde hay siempre un recuerdo para los hermanos difuntos.

Padrenuestro.
Oración conclusiva.
Bendición.

VISPERAS

Invocación introductoria
Que nos sitúa ya en el plano de la gratuidad. Para alabar es Dios mismo quien ha de abrir nuestra boca.

Himno
Es una composición poética para ser cantada. Su finalidad es ambientarnos en la alabanza y conviene que sea gozoso, brillante. Si no se canta se suprime.

Plegaria sálmica.
Antífonas tomadas generalmente del mismo salmo que introducen, dan el matiz del tiempo litúrgico o de la fiesta que se celebra.


Salmo
Salmo de alabanza
Cántico del Nuevo Testamento de aire festivo, salvador.

Lectura breve
Está tomada de la Biblia, pero nunca de los Evangelios.
Por su brevedad se presta a ser retenida y a profundizar su mensaje.

Silencio.
Responsorio.

Cántico Evangélico
Se proclama en pie, como el Evangelio de la Misa.

Magnificat.
Canto profético de las promesas cumplidas.

Plegaria de los fieles
Es el espacio abierto a la oración de petición, a la intercesión por todos los hombres de forma más explícita. En las peticiones de la tarde hay siempre un recuerdo para los hermanos difuntos.

Padrenuestro.
Oración conclusiva.
Bendición

Dentro de esta estructura se combinan los dos elementos de toda liturgia: la alabanza a Dios y la salvación del hombre. Del mismo modo que la ofrenda de Jesús en la cruz da la gloria al Padre y salva a la humanidad.

En las comunidades de la R.C. ocurre que, sin deformarse, esta estructura de las Horas necesita abrirse espontáneamente para alcanzar una vibración y resonancia siempre nueva. No se trata de añadir algo sino de gustar, profundizar, comulgar realmente aquello que la Iglesia nos da: el pan de la Palabra. Es lo que llamamos "eco" de los salmos, la alabanza... Y lo que se nos da en mensaje profético o palabras inspiradas que actualizan la Palabra de Dios.

"Orad en mi nombre... "

Jesús, el Señor, nos mandó orar en su nombre (Jn 14, 13; 15, 16; 16, 23) porque El mismo vive siempre ante el Padre intercediendo por nosotros (Cf Hbs 7, 25) y “... la unidad de la iglesia orante se realiza por el Espíritu Santo que es el mismo en Cristo, en la totalidad de la Iglesia y en cada uno de los bautizados. No puede darse, pues, oración cristiana sin la acción del Espíritu Santo, el cual, realizando la unidad de la Iglesia, nos lleva al Padre por medio del Hijo" (Ordenación General de la Liturgia de las Horas, n. 8).

Una liturgia incesante

"Es necesario orar siempre y no desfallecer... “(Lc 18, 1) La alabanza, la acción de gracias, la intercesión no pueden cesar en la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo.

Hay quienes se comprometen por vocación a mantener siempre ardiente este fuego sagrado de un culto en el Espíritu. Son las comunidades contemplativas que celebran íntegramente y a sus tiempos la Liturgia de las Horas como flujo y reflujo desde el centro de la Eucaristía. Su vida manifiesta el Primado de Dios. En esta celebración, en nombre de toda la Iglesia ¡como Iglesia que el Espíritu reúne y alienta! Cristo está realmente presente.

Cuando puntual al tiempo del Espíritu se celebra siete veces al día, en ella están representados e incluidos todos los hombres. Mientras unos descansan y otros trabajan, la oración desinteresada de los contemplativos, que posee en sí misma valor apostólico, les alcanza en todos sus afanes. “... los que toman parte en la Liturgia de las Horas contribuyen de un modo misterioso y profundo al crecimiento del Pueblo de Dios" (OGHL, 18).

Una Liturgia de todos

Aunque el saberse incluidos en la oración incesante de los contemplativos puede ser un gozo, ello no dispensa de procurar la participación siempre que sea posible. El Concilio Vaticano II acarició el deseo de que la Liturgia de las Horas volviese a ser la oración de todos, e invita a todos los fieles, bien de forma individual y sobre todo en su forma comunitaria. Bien sea en el santuario doméstico o acudiendo a alguna comunidad donde la celebración es regular.

El mismo Papa, Juan Pablo II, reitera expresamente esta invitación en el discurso recientemente dirigido a los participantes en el IV Congreso Internacional de Líderes de la R.C. (9 de Mayo de 1981): "La función del líder es, en primer lugar, dar ejemplo de oración en su propia vida..., entrar más profundamente en el ciclo de los tiempos litúrgicos, de manera especial por la Liturgia de las Horas... “(KOINONIA, Nº 29, p. 6).

2.- EL DIA DEL SEÑOR

Acontecimiento del Día del Señor

Es esencial caer en cuenta de que el domingo es un "acontecimiento de fe".

A ritmo semanal celebra la Resurrección del Señor, su comida mesiánica con los discípulos, el Don del Espíritu Santo y el envío misionero de la Iglesia... Todo este insondable contenido de la Pascua cristiana es el "acontecimiento" del Primer día de la semana.

Aspectos de la novedad del Día del Señor

La novedad del Día del Señor podríamos sintetizarla en estos puntos:

- Memorial de la resurrección del Señor.
Día en que Cristo se hace presente en medio de sus discípulos. Día que actualiza la salvación, Día de la efusión gratuita y amorosa del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo... ¿Cómo podríamos revivir todo este caudal inconmensurable sino en la Eucaristía? En el centro del día y cumbre de la semana, queda la celebración de la Eucaristía. Y esta vuelta al Señor, presente y operante, vivida como "acontecimiento de fe" por la asamblea, es la realidad que colma en la admiración extática, el asombro humilde, la alabanza desbordante.

- Espera de la vuelta del Señor.
Es la aparición de Dios que convoca a los creyentes a su Reino, acontecimiento de la vida del mundo que es signo del mundo futuro, Fiesta del pueblo rescatado todavía peregrino, como proclamación visible del Reino futuro: "El cielo nuevo y la tierra nueva". Las mismas especies sacramentales son el testimonio tangible de una transformación escatológica.
Es el encuentro con el que es, el que era y ha de venir" . (Ap 4, 8).

- Reunión de creyentes.
El Espíritu convoca en el anuncio de la Palabra, en el sacrificio de la Eucaristía, en la presencia actual del Señor que nosotros comulgamos como "iglesia". Reunión de creyentes como un solo corazón y un alma sola por el amor que el Espíritu ha derramado entre nosotros. "No es el día de todo el mundo sino de los que han muerto al pecado y viven para Dios" (S. Atanasio).

- El envío.
La celebración dominical contiene el "envío" de Pentecostés.
En la Eucaristía se reconoce el “acontecimiento" de la Resurrección y el fruto es dar testimonio de él. Santificación de los creyentes, signo del mundo futuro, presencia del que es Luz del mundo... son realidades luminosas como una ciudad edificada sobre un monte.

El cristiano vuelve al sendero de la semana para continuar la "Obra de Dios" en el Espíritu. "Id... “a proclamar lo que habéis visto y oído. "Id... " a dar testimonio de lo que habéis vivido en la asamblea!

Testimonio de la Iglesia primitiva.

La generación apostólica vivió en continuidad la importancia de este día con la celebración eucarística como cumbre. Desde ella tomó un ritmo semanal que comienza el Primer día de la semana. En Ap 1, 10 (hacia el año 95) se le da el nombre de "Día del Señor", de su forma latina deriva nuestro "Domingo" .

Su celebración era fundamental en la vida eclesial de los primeros siglos, a pesar de no ser día festivo ni de descanso hasta el año 321 en que Constantino lo declaró tal como Día del Sol y, al mismo tiempo, del Cristo. En Didascalia Apostolorum se lee esta exhortación: "No pongáis vuestros quehaceres temporales sobre la Palabra de Dios, sino abandonad todo en el Día del Señor, y marchad con diligencia a vuestra Iglesia, porque allí alabáis a Dios. ¿Pues qué excusa tendrán delante de Dios los que no se reúnan en el Día del Señor para oír la Palabra y nutrirse del alimento divino que permanece eternamente?" (s. III).

Este dato histórico nos alecciona ante el hecho de que poco a poco el calendario oficial se va separando del litúrgico. El que una fiesta litúrgica sea día laborable no debería obstar para su celebración en asamblea de fe, aunque requiera un esfuerzo y adaptación a las posibilidades reales.

Emocionante es el testimonio de los mártires de Abitinia (Túnez). 49 fieles detenidos el 12 de Febrero del año 404 por haberse reunido en asamblea cristiana dominical. Al reproche del procónsul de contravenir las leyes del Imperio, respondió el sacerdote Saturninus: "Debemos celebrar el Día del Señor. Esta es nuestra ley". También el lector Eméritus, en cuya casa tenían la celebración, respondió: "Sí, es mi casa donde hemos celebrado el Día del Señor, no podemos vivir sin celebrarlo". Por fin la virgen Victoria declaró con firmeza: "Yo he estado en la asamblea porque soy cristiana".

He aquí cómo este racimo de mártires manifiesta con su testimonio, mejor que muchos discursos, la realidad sacramental del Domingo que, en medio de las pruebas, fortalecía e inundaba a los creyentes de gozo.

3.- EL AÑO LITURGICO

Con el Año Litúrgico seguimos el tema de la santificación del tiempo en ritmo anual. Podríamos definirlo como una trayectoria de seguimiento, según la llamada constante que la Iglesia siente reproducir en sí misma la imagen de Cristo.

Dejados a nuestra individualidad tendemos a centrarnos en el pequeño círculo de intereses que nos afectan, dentro del cual la experiencia de Dios se emprobece. La Iglesia, atenta a educarnos en la fe, nos ofrece a través del Año Litúrgico la vivencia progresiva de los misterios de la salvación de Cristo. "Conmemorando así los misterios de la redención (la Iglesia) abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación" (Cont. S.C., 102).

Eje del Año Litúrgico

La Resurrección del Señor en el Primer día de la semana, como nueva creación en el Espíritu, inauguró un tiempo nuevo. Sobre los límites convencionales o astrales, el tiempo del Espíritu toma un ritmo semanal y anual. La Resurrección es el acontecimiento central.

La celebración solemne de la Pascua marca el ritmo anual.
La Vigilia Pascual se ha llamado con razón "Madre de todas las Vigilias" y queda en el eje del ciclo cristológico.

Estructura del Año Litúrgico

a)- La preparación y celebración de la Pascua vienen a colmar un trimestre, como una "estación de renovación", una verdadera "primavera" del Espíritu.

La Cuaresma "prepara a los fieles, entregados más inmediatamente a oír la Palabra de Dios y a la oración, para que celebren el Misterio Pascual, sobre todo mediante el recuerdo o la preparación del bautismo y mediante la penitencia ... " (Cont. S.C., 109). Es el Espíritu que conduce a la Iglesia, en un proceso de "muerte-resurrección", a una purificación y santificación constante en espera de la transfiguración escatológica.

Pascua. Se celebra el domingo más próximo al plenilunio de la pascua judía. Ocupa el centro del ciclo cristológico por su carácter salvífico: "Cristo murió por nuestros pecados y resucitó por nuestra justificación".

El acontecimiento pascual se prolonga en la cincuentena pascual hasta Pentecostés. Tiempo de cosecha y de misión. Bien podemos decir que, en nuestra vivencia, Pascua y Pentecostés están fundidas.

La Iglesia en Pentecostés nace como templo del Espíritu, Cuerpo de Cristo, signo y realidad anticipada del Reino, memorial de la Venida del Señor y espera de su retorno, comunidad bautismal y eucarística, signo viviente de la salvación celebrada en la Pascua.

b)- Con el solsticio de invierno viene la conmemoración de las epifanías o ciclo de Navidad.

El Adviento es el tiempo de preparación en espera gozosa. La Navidad celebra la primera Venida del Señor.

Epifanía, su manifestación, fiesta de luz.

c)- Paralelamente al ciclo cristológico se coloca el ciclo santoral, que tiene su origen en el culto a los mártires.

Mientras nosotros vamos recorriendo los misterios de la vida del Señor durante el año, la realidad operante de la Pascua y Pentecostés está siempre presente.

Fuerza santificadora del Espíritu.

El devenir del Año Litúrgico no es un círculo cerrado en el recuerdo de los misterios de Cristo. La obra de Dios no está limitada por nuestra cronología. El Espíritu de Pentecostés los transforma HOY en memorial -que actualiza la salvación celebrada-. Es memorial de la nueva creación en el Espíritu que nos lanza en ese espacio abierto sobre nuestro tiempo que termina en el seno del Padre.

Al celebrar los misterios de Cristo y hacer memoria de los santos, no nos quedamos en un recuerdo piadoso. El Espíritu Santo actualiza en nosotros su fuerza salvadora. Nos da la experiencia de la presencia operante de Dios en el hombre y en la historia. Y, al vivir progresivamente el Año Litúrgico como "acontecimiento" en que Dios mismo ha tomado la iniciativa, somos inmersos, por el Espíritu Santo, en la vida trinitaria.

Las celebraciones litúrgicas, por el Espíritu, tocan siempre eternidad del Señor y el futuro de su retorno, la Iglesia avanza como una novia al encuentro de su Señor. Es el tiempo del Espíritu.

"El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!
y el que oiga, diga.' ¡Ven!" (Ap 22, 17)