KOINONIA 60

La pobreza del grupo, o cuerpo de Cristo

Por Chus VilIarroel O.P.


Para entender este tema, no he encontrado nada más bello que el Cap. 53 de Isaías. Sería bueno que quien quiera leer estas líneas repasara este pasaje por un momento.

Es un retrato vivo de Cristo, siglos antes de que naciera, y expresa el profundo significado y sentido de su mesianismo.

Pero este capítulo lo vamos a referir hoy a nuestro grupo o comunidad, ya que somos Cuerpo de Cristo. Por tanto, todo lo que se dice de Cristo, se dice también de nosotros que somos su Cuerpo. Es muy importante que esta verdad no se nos quede como algo abstracto e inoperante, ya que es fuente de vida.

Me da gusto poder escribir algo de esto, y mientras lo escribo le digo al Señor: "Gracias por poder servir a tu Cuerpo escribiendo esto". Y desde ahí, desde el servicio, entiendo que la fidelidad a Dios, es la fidelidad a su Cuerpo, es decir, a esta Renovación, a este grupo al que el Señor me ha llamado. A Dios nadie le ha visto jamás y nadie le ama, si no ama al hermano; lo mismo, nadie es fiel a Dios si no lo es allí donde el Señor le ha puesto, en su grupo, en su comunidad. Aquí está la verdad, aquí la obediencia, aquí la presencia real de Cristo en medio de nosotros. Aquí en este grupo que El ha elegido para formar su Cuerpo. Ninguno de nosotros nos hemos elegido. Andábamos errantes y extraviados. El nos congregó y dijo: "Este es mi pueblo".

Entonces este pueblo mesiánico se hace para cada uno de nosotros algo muy entrañable, muy querido, porque es un vivo retrato de Jesucristo, su presencia viva en medio de nosotros. Tan viva o más que en el Sacramento, porque el Sacramento está hecho para el Cuerpo, para la Iglesia. Jesucristo resucitado se identifica con su Cuerpo, del cual es Cabeza y al cual anima por su Espíritu. La Cabeza está en el cielo pero tiene a los miembros aun en la tierra.

Estar con los hermanos, servir a los hermanos, hablar con los hermanos es estar, servir y hablar con Cristo. Y esto es algo muy serio. Hay que pedir para que se nos revele esto en el Espíritu, porque de ahí van a brotar el crecimiento, la fidelidad y fecundidad. Esto nos mete de lleno en un compromiso profundo al cual el Señor nos ha llamado: el compromiso de servir a Cristo, de tener piedad de El, de no juzgarle y crucificarle. ¿Y cómo vamos a tener compasión de Cristo? Teniéndola de su Cuerpo roto, lacerado, pobre y destrozado que son mis hermanos, elegidos de Dios.

1. CRISTO EN EL GRUPO

El Espíritu Santo por boca de Isaías nos va a describir cómo es la pobreza del grupo o Cuerpo de Cristo. Y empieza diciendo: "¿quién creerá lo que voy a decir? ¿Quién aceptará esto? ¿Quién tiene el corazón preparado?"

"Creció como raíz en tierra árida" ¿Quién ha visto una raíz en el desierto? No es otra cosa que un intento frustrado, pues no hay ni agua, ni frescura, ni humedad. Es una quimera. Y así es como habla el Señor de nosotros, de nuestro grupo. El que venga a buscar glorias y se cree sus expectativas exhibicionistas, de frutos, triunfos, de significar, influir etc., está fuera de contexto.

A mi me gustaría que el Señor nos revelara al corazón esta inutilidad. Porque realmente lo somos, pero en la fuerza del Espíritu esta inutilidad tiene un sentido muy profundo, que es el sentido mesiánico del mismo Cristo.

"Creció como un retoño". No somos árbol, sino simple retoño, es decir, un rebrote en pequeña floración de un tronco cortado, pero sin la apariencia de árbol, sin la frondosidad y exhibición de un árbol. Un retoño delante de Dios.

"No tenía apariencia, ni presencia, ni hermosura que pudiésemos estimar". En la renovación Carismática no hay demasiada presencia, ni apariencia, ni figura. No contamos demasiado, no somos de los más sabios, ricos, poderosos, atractivos. Pero estamos en la Palabra de Dios. Desde fuera a veces, se nos juzga como un poco atípicos, y con razón, porque hacemos una serie de cosas que no tienen apariencia alguna. ¿Podemos imaginar lo que significa para el mundo que nos oigan un rato cantar en lenguas? ¿Hay cosa más pobre que orar en lenguas? De esta forma hablan sólo los niños, o el tonto del pueblo. Pero un grupo de personas que por edad ya podían ser algo seriecitas no es comprensible que lo hagan. La pobreza de las lenguas es grande, porque lo que se expresa no tiene apariencia, ni significado, ni sentido. Pero el que entiende esto en el Espíritu sabe que ahí hay fuerza y presencia de Dios. Incluso llega a sentir que no hay palabra o idea por bella y significativa que sea, que se pueda comparar con un balbuceo en lenguas que salga del corazón.

Yo a veces pienso lo incómodos que se sentirían algunos teólogos entre nosotros. Y no es que haya que fomentar esto, pero viene dado por la fuerza de las cosas. La teología ha caído a veces en una expresión demasiado conceptual e ideológica de modo que se pierde el sentido del misterio. Dios siempre estará por encima de lo que es razonable para el hombre. Por eso se complace en el grupo pobre, como en Cristo pobre, para confundir a los sabios y fuertes con la debilidad. De este modo, la fuerza que resucitó a Jesús de entre los muertos, que es la única fuerza que salva al mundo se valdrá de nuestra pobreza para dar vida al mundo. El Señor no necesita de nada ni de nadie, por eso se complace en el pobre y le escoge para obrar sus maravillas. Pero primero tiene que empobrecer nuestro corazón. De ahí que los grupos pasen por etapas de gran pobreza, donde no se percibe crecimiento; no aumenta el número de hermanos, incluso disminuye; no se tiene sacerdote, no hay alabanza, hay problemas y nos escandalizamos y juzgamos los unos a los otros.

Y este es el problema más grande, no lo que digan los de fuera, sino escandalizamos y juzgar en el interior nuestra pobreza. El juicio siempre se hace desde un corazón rico que busca imponer sus criterios. Generalmente hay buena voluntad, pero un gran desconocimiento de Cristo.

2. SENTIRSE IGLESIA

Tenemos que creer en el grupo como pueblo y Cuerpo de Cristo. "Creo en la Iglesia Católica". El grupo como parte de la Iglesia es objeto de nuestra fe. Porque no lo vemos, no vemos que nuestros comportamientos sean divinos. Al contrario, demasiado humanos. Entonces la duda y la serpiente que están en nuestro corazón comienzan sus intrigas contra el grupo. y nos escandalizamos de que no haya apariencia, ni hermosura, de que seamos tan pocos, que no haya guitarras ni nadie que entone, que no haya enseñanza ni ideas profundas, que no aumente el grupo. Nos escandalizamos de que ni el obispo, ni los sacerdotes, ni otros grupos o asociaciones nos hagan demasiado caso. Y nos desanimamos y nos juzgamos y echamos la culpa a los dirigentes y al final si no podemos manipular el grupo a nuestro aire, nos marchamos llenos de razón, pero sin Cristo.

Sí, llenos de razón, porque vistas las cosas humanamente hay en los grupos mucho pecado, mucha falta de compromiso, de fidelidad, de entrega, de escucha y en el fondo de interés. Y este problema se puede enfocar de dos maneras. O bien tratando de encarrilar el grupo tras una serie de ideales, que aunque brillantes, al fin fracasan por ser humanos; o bien seguir esperando en la gratuidad y misericordia de Dios. En esta línea va la pobreza de espíritu, que no es excusa para nuestro pecado, desgana, falta de conversión, pero que tampoco puede ser enterrada bajo una serie de ideales perfeccionistas y moralistas que nos darían brillantez aparente pero expulsarían al Cristo pobre del grupo.

"Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba”. Son nuestros pecados, heridas, rebeldías y culpas las que él soportó. Es decir, nuestra pobreza. El mundo fue redimido porque fue aceptado, amado tal como es. Sin idealismos ni perfeccionismos. Cristo no vino a hacer un mundo nuevo, producto de sus ideales o de su fantasía. Fue siervo. Y porque lo aceptó, soportó el peso de todas sus miserias. Todo en obediencia a la voluntad del Padre en orden a la salvación del mundo.

Cristo no juzgó las cosas, no gritó, no protestó, no reivindicó para sí ningún derecho, no quiso transformar el mundo. Al contrario, al asumir el pecado del mundo fue juzgado por ese peso y condenado. Pero como era inocente fue salvado él y la realidad que asumió.

Cuando Dios elige una comunidad que quiere hacer profundamente cristiana la lleva a esta humillación donde le es negada toda justicia. La gracia de la Renovación que es gracia de Bautismo en Espíritu y fuego, o sea cruz, nos lleva a estas profundidades. No es una gracia barata para consumo de superficiales, sino muy cara, pero que produce verdadera conversión.

Es cierto que la cruz del cristiano es una cruz gloriosa, resucitada. Es cierto que El ha cargado con el peso mayor. Es verdadera la experiencia de vida, de alabanza, de resurrección, de comunión que se experimenta en el grupo carismático. El gozo y la alegría son auténticos. Y lo mismo la gran esperanza a la que somos convocados. Pero esto no impide que nos haga pasar por la muerte y que suplamos lo que falta a la pasión de Cristo en favor de la Iglesia y del mundo?.

3.- PASAR POR LA MUERTE

Esto va a ser el baremo que indique la profundidad de nuestro ministerio en favor del mundo. Cualquier individuo o grupo cristiano que no sea hecho pasar por la muerte, no producirá frutos que permanezcan. Todo tiene que ser probado en el fuego, "para que vuestra fe sea más preciosa que el oro". Hay aquí un momento de verdad que hay que superar para que "no hayan sido en vano tan magníficas experiencias".

"Si se da en expiación, mi Siervo justificará a muchos". La muerte en el grupo consiste en dejarnos juzgar por la pobreza de los hermanos y cargar con ella. Esta pobreza nos va a condenar a morir a nosotros mismos. Pero es ahí donde se manifiesta el poder del Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos y que hace del grupo fermento de salvación para el mundo. No se trata, claro está, de gozarnos en la pobreza humana en cuanto humana. La pobreza, como obediencia, castidad, el amor al enemigo, etc., si fuera sólo en un orden humano nos haría daño y nos destruiría como personas. En la carne es ridículo y escandaloso gloriarnos de nuestras debilidades. Aquí hablamos en otra clave, con otra "sabiduría, misteriosa, escondida y que nos ha sido revelada por el Espíritu". Entramos en el lenguaje y en la realidad de las bienaventuranzas. Por tanto, el que pueda entender que entienda.

Pero a los grupos carismáticos se les ha concedido el inmenso don de ir entendiendo estas cosas en el Espíritu. Este don es una preciosa y delicada flor que hay que cuidar con esmero.

Pertenece al secreto del Espíritu la medida, y el cómo y el cuándo de la eficacia espiritual. "Mi siervo justificará a muchos". Sólo Dios conoce el sentido total de esta frase. Pero sí sabemos que la pobreza es el suelo de donde brota la semilla de la conversión y de la libertad cristiana. "Yo soy el que me manifestaré”.

El hombre puede con sus propias fuerzas cambiar y transformar muchas cosas en el mundo y también los cristianos están llamados a esta tarea de humanización del mundo. Pero un cambio cualitativo en el corazón del hombre que produzca un mundo nuevo en justicia, paz y santidad es sólo obra del Espíritu que renovará la faz de la tierra. La Renovación carismática sin descuidar la tarea histórica a la que está convocada en estos momentos la humanidad, debe estar muy atenta al actuar del Espíritu en la hora presente. Y esto no por ningún escapismo alienante, sino por amor al Reino de Dios que se quiere hacer presente y salvador en esta humanidad de hoy, la nuestra, la que nos ha tocado amar.


Eucaristía y pobreza.


Por Pedro Fdez. Reyero O.P.

El texto de la Carta de S. Pablo a los Efesios (4,1-13) nos habla del servicio a la comunidad y también a la Eucaristía.

Impresiona ver cómo Jesús, en su misión, comienza, antes de subir, por bajar a las regiones inferiores de la tierra. y que este mismo que bajó es el que subió y el que concedió, después de ser humillado, de ser muerto, de ser grano de trigo enterrado en la tierra, ser a unos apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores... ; concedió dones y carismas a su Iglesia sólo después de haber subido, porque antes había bajado.

Si nos dejamos vivir por el sentido profundo de este texto se nos revelarán al corazón las actitudes interiores que necesitamos para celebrar la eucaristía.

PRIMERA ACTITUD

Celebramos la eucaristía con .pan y con vino. No con muchos granos de trigo sino con muchos granos de trigo muertos a sí mismos -triturados en el molino- para formar una sola unidad; tampoco celebramos la eucaristía con muchas uvas, sino con un vino de muchas uvas muertas a sí mismas -pisadas en el lagar-.

Esto quiere decir que celebramos la eucaristía "en Jerusalén". El Señor celebró la Eucaristía allí y nosotros hemos de continuarla allí. Quien no quiera celebrarla en Jerusalén celebrará su propia Eucaristía pero no la del Señor. La Eucaristía del Monte Tabor ¡qué bien celebrarla siempre aquí! Pero el Señor dijo a Pedro: apártate de mí, Satanás... hemos de bajar e ir a Jerusalén y allí morir, porque sin morir no hay Eucaristía.

No podemos pedir al Señor que celebre su Eucaristía en nosotros haciéndola desde nosotros mismos, desde nuestros modos de pensar y de ver las cosas, desde nuestras comunidades separadas y divididas, desde nuestros fieles sin corazón de comunidad (alguien que tenía el corazón separado de los hermanos tuvo que irse en la primera y definitiva Eucaristía). Y, sobre todo, si nuestro corazón no ha descendido, no se ha humillado acogiendo su propia pobreza -como lo hizo el Señor-, desde la que podemos entender que los dones que se dan en la Eucaristía y que se dan para la Iglesia son fruto de la muerte, de la entrega, del puro amor del Señor.

Esto nos lleva a comenzar la Eucaristía con alma de pobre: ni la eucaristía, ni la comunidad que ésta forma, son fruto de nuestra sabiduría o de nuestro trabajo. Mientras no creamos en la gratuidad de Dios, estaremos pensando en los valores que tenemos para configurarla, en modos humanos de crear comunidad y en ofrecérsela desde nosotros mismos al Señor.

Creer en lo imposible es el modo más adecuado de morir a nosotros mismos: Dios va a dar unidad a nuestra comunidad, lo va a hacer él. Y cuando vemos así la eucaristía y la comunidad, se vuelve a repetir la historia de Dios entre los hombres; a construir, como Noé, una barca en medio de la arena del desierto. Es claro que una barca no puede navegar en el desierto; tan claro como nos es imposible a nosotros formar una comunidad en el Señor.

Nos manda el Señor vivir en comunidades que han nacido y navegan como barcas en el desierto, donde no hay agua, donde no vemos que haya agua, donde no tenemos sentidos para captar que exista agua; pero el Señor nos ha dicho que sobre el desierto habrá agua y esa barca va a navegar.

Por mucho que se rían los hombres, como de Noé, de esta acogida de la gratuidad de Dios, de la ineficacia para el mundo, tenemos que estar preparados para esta forma de muerte a nosotros mismos y a nuestra autosuficiencia. Poca gente cree en la gratuidad de Dios, en que va a haber agua en el desierto. Pero estamos en el terreno del misterio, de la presencia de Dios y de su fidelidad: "yo estaré con vosotros... sin mí no podéis hacer nada”.

Si no entramos en este misterio de gratuidad, ese pan y ese vino nos matarán, nos escandalizarán; nos llevarán a la increencia y nos convertiremos en administradores de algo en lo que no creemos; funcionarios del pan y del vino, funcionarios del rito y de la ley, pero no de la gracia.

Si no entramos en este misterio de gratuidad, nos escandalizará la pobreza de la comunidad, en la que nos será imposible ver la presencia del Señor; nos escandalizará la pobreza de los hermanos, a través de los cuales él va a manifestar su poder y su gloria; y, sobre todo, no veremos que los hermanos son dones gratuitos de Dios, caminos necesarios para que él venga a nuestra vida.

Desde estos elementos tan pobres nos van a llegar el milagro de la presencia de Dios. Y esto será lo que nos cure de "vivir de apariencias". Porque nosotros observamos y clasificamos todo por apariencias, también a los hermanos. Es la apreciación de nuestro pecado. Y, desde ahí, tratamos de imponer nuestros proyectos a esa comunidad... como si al Señor le fuéramos a encontrar en esas cosas maravillosas que nosotros pensamos y proyectamos desde nuestros propios criterios. El Señor viene en ese viento suave y apenas imperceptible... en esa pobreza. Ahí encontró Eliseo al Señor y ese símbolo de pobreza le llevó a encontrarse consigo mismo y a una profunda conversión.

Por eso, y porque los seres humanos tenemos la tendencia invencible a afirmarnos, a que nuestro hombre natural crezca, por eso clasificamos, juzgamos y, a veces, condenamos. Quien comience la eucaristía adorando el misterio de lo imposible para él, pronto aprenderá a ver cada día un milagro en sus manos; pronto tendrá ojos para acoger a su comunidad como nacida de Dios, para saber que Dios es su vida y su fin; pronto aprenderá ese discernimiento espiritual tan necesario para juzgarse uno a sí mismo: "cuanto dista el oriente del ocaso así distan mis caminos de vuestros caminos"; así dista el juicio de Dios sobre estas cosas de nuestros juicios.

Y es hermoso ir aprendiendo a subir al altar de Dios cada vez con menos escándalo, con más comprensión y amor a la pobreza y a la cruz; nadie que vaya por este camino querrá "ocultar" la pobreza y la desnudez de Dios entre los hombres. ¿Cómo entender al crucificado si no entendemos la pobreza de nuestras comunidades, su oración tan pobre, sus palabras balbuceantes, su canto lejos de todo perfeccionismo? ¿Cómo, si antes no entendiéramos la pobreza con la que Jesús se nos manifiesta y se nos entrega a cada uno de nosotros, sus sacerdotes?

Tiene que escandalizarnos el pan para entender, y la comunidad para entender, como la impotencia de Jesús aquella noche escandalizó a sus discípulos: "todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche". Es difícil encontrar a alguien que no se haya escandalizado ante una comunidad carismática. Y es que se repite la misma historia: la pobreza y el fracaso de Jesús nos hacen huir, ¿a dónde?, a buscar apariencias y ropajes para ocultar al pobre. Pero Jesús dijo: "dichoso el que no se escandalice de mi.

Esta primera actitud nos preparará el alma para no caer en el pecado que destruye la eucaristía y la comunidad: el juicio. Reconciliados con nuestra pobreza no podemos seguir en el altar de Dios con juicio en el corazón, porque hasta el juicio más oculto es rechazo de la propia pobreza y rompe el cuerpo de Cristo y su unidad.

SEGUNDA ACTITUD

Los dos polos entre los que se mueven nuestros juicios son: la no aceptación de nuestra propia pobreza y el deseo que tenemos de ser Dios. Y desde esta situación juzgamos a Dios y a los hermanos. En realidad nos hacemos medida de la santidad de los hermanos, les juzgamos si no son imagen y semejanza nuestra; y tenemos tentaciones de huir cuando no es asÍ, porque su pobreza nos escandaliza, de la misma forma que nos sigue escandalizando, y así será por los siglos de los siglos, la Cruz de Jesucristo, el Señor.

Y aquí entramos, de nuevo, en la gratuidad y en la impotencia. ¿Quién puede no juzgar? Únicamente el pobre; y pobre que asuma y ame serIo no ha habido más que uno: Jesucristo. Ser totalmente pobre, aunque lo es, no le corresponde al hombre; le corresponde solamente a Jesucristo.

Si en algún momento tiene que ser santo el precepto del Señor: "no juzguéis ... ", es en la eucaristía; si en algún lugar, en la comunidad. Precepto imposible, eucaristía imposible, comunidad imposible... para nosotros. Y es que el segundo peldaño en la subida al altar de Dios también es gratuidad - no llevábamos más que pobreza -. Y quien no la acoja celebrará "su" eucaristía: en ella aparecerán su sabiduría, sus cualidades, su lógica, sus ideas...; pero la verdad, que estaba ante nosotros -como ante Pilato- desnuda y pobre, seguirá oculta. Y ¿qué es la verdad? La tenía delante Pilato, pero su modo de mirar le llevó al juicio.

Si esta imagen de Jesús en los hermanos nos fuera cada día más familiar, más amiga, ¡qué bien nos sentiríamos en nuestra comunidad!, ¡qué bien celebraríamos el "paso" del Señor! Lo descubriríamos enseguida, lo disfrutaríamos, nos alegraríamos..., porque nuestras apariencias ya no nos lo impedirían; porque nos sentiríamos todos amados en los pobres que somos, en lo pecadores. Y un amor que ama todo esto y así ya no es humano: es Dios.

¿Dónde las diferencias? ¿Dónde los juicios? Sólo muere el juicio en quienes se dejan amar por Dios como son. Estos entienden que Dios ha creado a cada hermano como ha querido y que nos los ha dado no para juzgarlos o dominarlos sino para que nosotros le encontremos a él a través de ellos muriendo a nosotros mismos, que es el mejor modo de encontrarnos. De la misma forma que nos ha dado una cruz para que encontremos a Cristo en ella, si la pobreza de nuestros hermanos nos escandaliza, seguiremos escandalizándonos de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo.

Por este camino podremos ahondar más en el misterio del Cuerpo de Cristo; no sólo en el de su unidad sino en el de su diversidad. Ni en la eucaristía ni en la comunidad se puede dar el juicio, la división, pero todos somos distintos. Y aquí sucede el milagro: que nuestras diferencias ya no son obstáculos para celebrarla, no son motivo de discusión. De nuevo la gratuidad de Dios, el misterio de lo nuevo: lo que es imposible para el hombre lo hace el Señor. Un milagro nacido de la pobreza: cuando asumimos morir a nuestra apariencia, a nuestro cascarón, a nuestra piel... Dios realiza en nuestra diversidad un pan nuevo, un vino nuevo, una unidad nueva, "para que sean uno" a imagen de la Trinidad.

Hemos de cuidar en nuestras eucaristías y en nuestras comunidades de no ocultar al pobre; de no recubrirlo de estéticas, de lógicas, de palabras muertas. ¿Alguien ha visto en ellas al Pobre? Le hemos tapado con tantas riquezas, ocultado con tantas voces mixtas, con dorados y obras muertas de museo, que ¿cómo descubrir en un poco de pan y en un poco de vino y en cada hermano... al que está vivo?

Cuando deje de atraernos todo lo que no es pobre en la eucaristía y en la comunidad es que vamos entrando de verdad en el misterio de la Encarnación de Dios en la historia, por ese camino llegó. El Señor no viene a que le rindamos honores ni grandes homenajes; viene sólo a que le acojamos como es en nuestro corazón, para hacernos pueblo suyo y fermento para el mundo. A él sólo hemos de escuchar, a él celebrar y en comunidad, que es el lugar de su revelación. Esto nos llevará a no prescindir de nadie, sobre todo de los miembros más pobres, más enfermos y débiles; desde ellos ha querido venir el Señor muchas veces a nuestra vida, pero, como no hemos visto en ellos figura ni apariencia, hemos vuelto el rostro, no hemos descubierto en ellos "al que tampoco tenía figura ni apariencia", al Siervo de Jahvéh, al Salvador.

TERCERA ACTITUD

Las actitudes anteriores nos conducen hasta la más profunda; aquella con la que Jesús celebró la eucaristía y construyó la comunidad: la de servidor. Tiene alma de servidor quien ejerce la misericordia, quien tiene puestos sus ojos y su corazón en la necesidad, en la carencia, en el dolor y en el pecado de los demás, y los tiene puestos no con juicio sino con amor.

No tendremos este don si antes no hemos tenido nosotros mismos experiencia de la misericordia de Dios, que nos ha amado como somos. Sólo cuando sentimos sobre nuestra vida que Dios nos ha amado como somos podemos tener corazón de servidores; la liberación que produce ser amados así es el bien que nos lleva a servir a los hermanos, el mismo amor de Dios.

Todo nuestro ser tiene que estremecerse cuando tenemos entre las manos al Siervo, al grano de trigo triturada y al racimo pisado, al que prefirió no vivir ya nunca para sí. Esta es la actitud del consagrado, la del liberado de sí mismo; tener así el corazón, y tenerlo siempre -Jesús no se quitó el mandil en la última cena- es que el corazón de Dios vive entre nosotros en este mundo nadie se ama por eso, nadie da la vida por eso... si no mora en él el amor de Dios.

A medida que vamos adquiriendo actitudes de siervo descubrimos que le competen dos tareas importantes: la de escuchar y la de acoger. El siervo que no escucha no vive desde las necesidades de los demás; contesta a preguntas que nadie le hace y, en el fondo habla de sí y se sirve a sí mismo.

Al Señor, o se le sirve desde las necesidades de los demás o no se le sirve; ellas son las que convierten al siervo, las que le sacan de sí mismo; desde ellas nacerá la exigencia de oración-vivir desde los demás es una forma de muerte contra la que se rebela toda nuestra naturaleza -y la exigencia de formación- para no imaginar que podemos servir a la comunidad desde nuestras propias teorías, desde nuestros proyectos.

Los sacerdotes debemos ser los hombres de la escucha, aunque nos hayan enseñado todo lo contrario. El púlpito y la tarima, símbolos del que habla desde arriba; la cultura y hasta la misma tradición, nos han hecho los hombres de la primera y última palabra. Pero, cuando no escuchamos no sabemos por dónde nos quiere llevar el Señor, y vamos solos. Una buena decisión consistiría en nombrar a la comunidad como nuestro director espiritual. Desde ella y sus necesidades nos santificará el Señor y nos identificará con él; desde esta escucha cambiará nuestra jerarquía de valores y aprenderemos a escuchar a Dios, porque quien no escucha a los demás acaba por no escuchar tampoco a Dios; se escucha a sí mismo, reflexiona y todo acaba siendo fruto de su reflexión. El Señor nos habla desde las necesidades que tiene cada uno de sus hijos... pero ¡no tenemos tiempo! Porque escuchar no es eficacia.

Acoger es la tarea por la que el siervo asume como propio el peso, la debilidad de aquellos a los que sirve. En esto se distingue de quien no es verdadero servidor, quien no es verdadero siervo se despreocupa del peso de los demás y, a lo sumo, compadece de palabra, da consejos que no afectan para nada a la propia vida. Al verdadero siervo le obsesiona sobre todo el pecado y las situaciones de opresión de sus hermanos. Sabe que son peso e infelicidad. Por eso, a ejemplo de Jesucristo, el único siervo de verdad, quiere ayudar a los demás a llevar sus cargas, sus pecados.

Es propio de los sacerdotes ahondar de modo especial en la realidad de la "comunión de los santos"; tener el corazón lleno de compasión, puesto que no sólo estamos sumidos en la debilidad para que podamos entender, sino que el Señor Jesús, a ejemplo suyo, nos ha confiado esa misión. ¿Alguna vez hemos querido cargar con el peso de quien viene a nosotros y no puede más?

Tal vez ese comienzo de la eucaristía, la reconciliación, a la que dedicamos apenas unos segundos sea la clave del primer amor necesario para celebrar la eucaristía y sentirnos hermanos. Jesús le dedicó mucho tiempo... porque es difícil sentirse reconciliado por unas simples fórmulas. Y, tal vez aquí encontremos la clave para aceptar o no el final: compartir, romperse por los demás, comulgar con la realidad, que es el cuerpo de Cristo. La eucaristía, y la comunidad que forma, comienza por la muerte a nuestro propio egoísmo; sin esta forma de muerte no hay experiencia de presencia de Dios ni de comunidad. Todo consiste, al fin, en que no celebremos nosotros la eucaristía o hagamos la comunidad sino que la eucaristía y la comunidad pasen como don de Dios por nuestra vida real y la cambien.




Pobreza en el espíritu y vacío espiritual

(la experiencia oriental y la experiencia cristiana)

Por Fr. Marcos Ruiz O.P.

En la época de la postsecularización, que ha comenzado ya, son muchos los caminos por donde se va buscando de nuevo el tesoro perdido de la espiritualidad. Entre estos caminos están los sistemas orientales de espiritualidad, que en los últimos años han tenido no poca influencia entre nosotros. En efecto, muchos creyentes, con muy buena voluntad y no menos ingenuidad, intentan aprovechar estas ofertas, creyendo que al final de su experiencia encontrarán la ansiada unión con Dios y el gozo de su presencia. Olvidan lo que dice el Evangelio: "Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu" (Jn. 3,6). Thomas Merton, pensador y místico moderno que también conoció la experiencia del Oriente, llegó a escribir:

"No te hagas ilusiones. Como Dios no se diga a Sí mismo dentro de ti, no eres más que esa piedra que está en el campo".

Aunque soy consciente de moverme en un terreno delicado, el terreno de la experiencia espiritual que nunca es del todo descifrable, con estas líneas quiero aclarar algunas ideas y salir al paso de dificultades reales que, precisamente por estas corrientes que circulan entre nosotros, no pocos creyentes encuentran hoy en su camino espiritual.

1. LA MEDITACION, CAMINO ESPIRITUAL EN EL ORIENTE

Los sistemas orientales más conocidos entre nosotros, y que tratan de ser aprovechados como caminos para el encuentro con Dios, son: el Yoga, el Zen y la Meditación Trascendental. Todos ellos hunden sus raíces en el Hinduismo. Los grandes maestros o gurús han sido y son personas de gran valor espiritual, lo mismo que son de gran valor para sus propósitos las técnicas que utilizan y proponen a sus seguidores. Su vida ascética en general es admirable. La austeridad es para ellos un elemento necesario para la práctica de la meditación, la oración y el encuentro espiritual con el Absoluto.

Para el Hinduismo sólo existe verdaderamente el Absoluto, el Ser, Dios. Todos los demás seres reciben la existencia de él y son verdaderos en tanto en cuanto son y no en lo que aparecen ser. Lo cual es válido para el hombre y para todos los seres que existen. Una flor no es ni tiene valor por la belleza que tiene, sino simplemente porque existe y participa del Ser, que se expresa en ella en forma de belleza. Lo mismo cada uno de nosotros. De tal manera que el aspecto exterior que nos identifica o las cualidades que nos enriquecen, no son lo más valioso que cada uno tiene. Lo que interesa y es realmente válido es que somos, el ser que está dentro de nosotros, nuestra profundidad.

Por tanto, cada hombre, si desea vivir en la verdad, debe vivir en su propia profundidad y desde ahí. Cuanto más tiempo pueda permanecer dentro de sí mismo, tanto mejor, porque estará en la verdad, que le dará la felicidad liberándole de todo lo demás. De ahí que establecerse en la soledad y en la interioridad sea lo que pretenden los buscadores de perfección. Fácilmente abandonan todo, tanto alrededor de ellos como dentro de sí mismos, para establecerse en la verdad que está en la profundidad. Allí cada uno encuentra su verdadero yo (Atman) y encuentra a Dios (Brahman) .

Es evidente que el Hinduismo es un pensamiento filosófico-espiritual de tipo panteísta, en el que Dios y todos los seres se unen en el ser. Son, y siendo o desde el ser, son uno.

Ahora bien, ¿cómo llegar al fondo de uno mismo? El camino para llegar a la profundidad, a esa experiencia del ser, a la unión con el Absoluto, el Ser o Dios, es la meditación. La meditación es el elemento común a todos los caminos espirituales del Oriente. Mediante las técnicas de interiorización que proponen, practicadas asiduamente, el meditante consigue unos efectos positivos para su sistema nervioso, su psiquismo e incluso su cuerpo. Todos ellos son el resultado del estado de quietud en que sitúa la meditación. El fin, sin embargo, de la meditación es la unión con Dios en el nivel de la profundidad o trascendencia, más allá de todo lo que no es él, en un estado puramente espiritual, donde simplemente se es y se está. Allí el proceso meditativo se detiene y la misma meditación deja de existir, porque allí "el verdadero vidente ve al Divino, real y sin meditación alguna, como idéntico a su mismo yo"(Yoga davshana Upanishad IV, IX, X).

El vacío espiritual

El piadoso meditante del Oriente llega de esta forma al vacío. Sin embargo, la vacuidad no es para él la no existencia, la nada. Pero, ¿acaso por no ser la no existencia deja de ser vacío? ¿No habría que decir más bien que este vacío es incluso más angustioso precisamente por ser vacío en la existencia y ser experimentado por el que sabe que existe y está vacío? Este es el gran problema que tal camino espiritual plantea al hombre occidental, y por supuesto al cristiano, cuya idea de Dios y del hombre son totalmente distintas. Es éste un problema no solamente religioso, sino también psíquico y biológico, que puede tener consecuencias muy negativas para quien se vea afectado por él.

Es de suponer que el hombre religioso oriental, hinduista, no vea ni viva así su experiencia espiritual. Partiendo de la idea de Dios como el Ser supremo que subyace a todos los seres y que se identifica con ellos en cuanto son, el hombre que busca la unión con Dios necesariamente ha de intentar encontrarle en ese nivel. El camino más corto, y en realidad único, es la propia interioridad. Se le impone, por tanto, vaciarse de todo lo que no sea el ser, desprenderse de todo y de todos, incluso de su propio yo exterior, que no es su yo auténtico. Se queda así en la pura existencia, que ciertamente es un vacío de todo, pero para él es el encuentro de su verdadero yo, el yo interior, y en el del Ser, el Absoluto, Dios. De nuevo, no hay que olvidar que el Hinduismo es panteísta, y ofrece al hombre religioso la absorción en la Divinidad, como la meta del proceso espiritual y de la vida entera.

El vacío espiritual aquí es el lugar de la experiencia de Dios a través de la no experiencia de otras realidades. Es el estado de la trascendencia, del puro y simple acto de ser en el Ser, donde el devoto hindú encuentra su verdadera identidad, aunque sea perdiéndola en su identificación con lo divino. Estado para él de felicidad, inmunidad y bienaventuranza, incluso en este mundo.


2. - EL CAMINO ESPIRITUAL CRISTIANO

La espiritualidad cristiana discurre de muy distinta manera, y por eso es radicalmente incompatible con la espiritualidad oriental. No entender esto, es exponerse a un sincretismo teórico y práctico nada aconsejable.

Comunión, inhabilitación, amor.

El Dios de la Biblia es un Dios personal, distinto e inconfundible con ninguno de los seres de la creación salida de él (Gn 1: Ex 3, 14). Entra ciertamente en comunión con los hombres, con quienes realiza una Historia de Salvación, hasta el punto de tomar su propia carne en seno de una Virgen (Lc 1, 26-38), pero nace como alguien distinto en la persona de Jesús de Nazaret (Lc 2, 1- 20), por más que éste apareciera como uno de tantos (Fil 2, 6-7). La vida y las enseñanzas de Jesús revelarán a los hombres que Dios es también un Padre (Mt 6, 9-15), Padre suyo y Padre nuestro (Jn 20, 17), con quien vive en estrecha unión por el Espíritu (Jn 16, 13-15; 17,22) Y con quien desea venir a habitar en el corazón de quien les acoja por la fe (Jn 14, 23), una vez resucitado y hecho espíritu que da vida (lCo 15, 45). Pero nunca esta unión de Dios con el hombre será una fusión, con-fusión o absorción de uno en otro. La espiritualidad cristiana habla de comunión y de inhabitación. Lo cual es puro don de Dios, que el hombre a lo sumo puede desear, pedir y recibir del mismo Dios, que ciertamente desea comunicarse a todos los hombres (Rm 11, 32).

La unión del hombre con Dios, siendo ambos distintos, sólo es posible a través del camino de la unión personal: el amor. Por el amor uno va al encuentro del otro y ambos consuman la unión en el encuentro amoroso, permaneciendo sin embargo distintos entre sí, en comunión o íntima unión. En la tradición espiritual cristiana el camino para llegar a esta unión se ha llamado siempre contemplación, no como opuesta a la meditación, sino como último peldaño al que el Espíritu Santo conduce "fuerte y suavemente", dice San Juan de la Cruz, desde la meditación (Subida al M.C.,II,14,2). Es ésta una vivencia del orden del amor que, lejos de experimentarse en forma de vacío, se experimenta como un sentimiento fuerte de plenitud. Más que ausencia de algo, es presencia de Alguien. Una experiencia inefable, que los que la viven difícilmente consiguen expresar.

Cuando el contemplativo cristiano que busca la unión con Dios se ve agraciado por su presencia en él, se da cuenta de que su actitud debe ser más de dejarse hacer que de hacer. Dios es de otro orden, está por encima del hombre y éste debe ser elevado al nivel de Dios. Es el orden de lo sobrenatural. Para conseguirlo, el creyente deberá ciertamente despojarse de todo aquello que, en el orden natural, sea incompatible con el don de Dios. Pero es un despojo, un vaciamiento, para dejar paso a una nueva presencia, y ésta más plena. Basta que ame, que desee, que abra la puerta de su corazón al nuevo huésped que quiere entrar en él

"Atención amorosa a Dios"

Tal proceso no lleva a la angustia del puro vacío, sino al gozo de la posesión de algo infinitamente superior. No hay intervalos de pura nada entre estos dos momentos. Es una continuidad de presencias. Ocurre que, a medida que el contemplativo avanza hacia la contemplación perfecta, el mismo Espíritu Santo le va empobreciendo, desprendiendo de multitud de cosas en su entorno exterior y en su interior. Se va dando en él incluso la suspensión de las facultades internas y va pasando de la actividad a la pura pasividad. Y llegado este momento, dice San Juan de la Cruz, "el alma gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios sin particular consideración, en paz interior, quietud y descanso, y sin actos ni ejercicios de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad" (Subida al M.C.,II,13,2,3 y 4).

El contemplativo cristiano comienza este camino atraído por el mismo Dios que, de alguna manera, se ha hecho presente en su vida. En él ha encontrado el tesoro escondido de que habla el Evangelio (Mt 13, 44). A partir de ese momento, todo lo demás pierde valor para él. Dios, de quien ha tenido noticia directa por la revelación de algunos de sus atributos, atrae poderosa e irresistiblemente a su alma, sigue diciendo San Juan de la Cruz (Subida al M.C.,II,26,3 y 6). Todo su quehacer será dejarse llevar por quien se ha hecho presente en su vida, "sumergiéndose cada vez más en la profundidad de su Misterio" (Sor Isabel de la Trinidad, Elevación).

Lo que produce tales efectos en un alma contemplativa no es el esfuerzo personal, la renuncia, la relajación o la suspensión del pensamiento, como propugnan las técnicas orientales. En este orden de cosas, tales técnicas no dan como resultado más que el vacío y la angustia para quien ha confesado previamente a Dios como un ser personal. Quien, a pesar de todo, se empeñe en practicar tales métodos de oración, puede producirse inocentemente la experiencia de tal vacío, que su punto de comparación más semejante para nosotros puede ser el mismo infierno, como ausencia de Dios y resistencia a ofrecerle morada en él A veces habría que temer incluso la influencia poderosa, y a todas luces perjudicial, del Espíritu del Mal en un espíritu humano que se empeñe en permanecer vacío. Por eso, absolutamente hablando, los caminos del Oriente no son compatibles con el camino espiritual cristiano. El cristiano sólo tiene un camino para ir a Dios, Jesucristo, que ha dicho de Sí mismo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 5), y que actúa ahora por medio de su Espíritu. Fuera de él, el creyente debe saber que nunca más encontrará a Dios, sino únicamente a sí mismo o la nada.

Por el contrario, cuando un creyente se deja conducir por la acción del Espíritu del Señor que le va llevando por los caminos de la contemplación hacia la plenitud del encuentro con Dios, puede pasar por el vaciamiento de sí mismo, la pobreza y el despojo, pero el resultado final es el gozo y una sensación de paz tal, que bien puede decirse es un adelanto de la bienaventuranza del cielo. A este estado se refiere San Juan de la Cruz cuando habla del sosiego espiritual en la noche: "En este sueño espiritual que el alma tiene en el pecho de su Amado posee y busca todo el sosiego, descanso y quietud de la pacífica noche, y recibe juntamente en Dios una abisal y oscura inteligencia divina; y por eso dice que su Amado es para ella "la noche sosegada" (Cántico Espiritual B, estro 14-15).

En un contemplativo cristiano hay pobreza, austeridad, desprendimiento, sí. Pero son obra del Espíritu Santo, fruto de la presencia de Dios en él, y no del ejercicio de sus propias potencias espirituales. No hay en él vacío, sino presencia de Alguien. Su pobreza se ha convertido en riqueza sobreabundante, pero de otro orden, y sólo comprensible para quien tiene ojos de fe. Aparentemente en el acto contemplativo no hay actividad en el sujeto, sino pasividad o padecimiento de la nueva presencia. En realidad el vacío del contemplativo está lleno, y su pasividad es la actividad de un amor que se abandona.

3.- ESPIRITUALIDAD CRISTIANA Y ESPIRITUALIDAD ORIENTAL: REFLEXIONES y CONCLUSIONES

Llegado a este punto, fácilmente podemos comprender cómo, a pesar de la semejanza aparente en cuanto al recorrido espiritual, la espiritualidad cristiana y la espiritualidad oriental tienen fundamentos absolutamente distintos que, al menos a nivel de los principios, las hacen incompatibles entre sí.

-La espiritualidad oriental, cuyo fundamento está en los principios doctrinales del Hinduismo, se presenta como un camino que el hombre recorre para llegar al encuentro con Dios. La iniciativa la toma el hombre. Dios es, está. Es el Ser y el fondo de todo ser, pero su acción es estática y a lo sumo actúa estando y permitiendo que quien le busca le encuentre. Lo cual el hombre lo consigue cuando, a través del desprendimiento y del camino interior de la meditación, se encuentra consigo mismo, con su ser que es uno con el Ser. Allí reposa y descansa en la experiencia de la pura existencia.

-La espiritualidad cristiana, sin embargo, tiene como fundamento el acontecimiento histórico de la Encarnación de Dios en Jesús de Nazaret preparada en el pueblo de Israel y continuada en la Iglesia. El espiritual cristiano es el que contempla el gran amor de Dios, que le ha llevado a buscar al hombre, a amarle primero (1 Jn 4, 10), hasta tomar carne en Jesucristo. La iniciativa la tiene Dios, y el hombre es el que libremente recibe al Dios que viene y puede colmar los deseos de su corazón. Dios se acerca al hombre de corazón sencillo y limpio y le hace bienaventurado, se muestra a él (Mt 5, 3-4). Por la acción del Espíritu le eleva a un nivel superior de existencia, al nivel de su misma vida divina.

La acción del Espíritu Santo, la gracia santificante y elevante en el hombre fiel que ha descubierto el amor de Dios, hacen que éste se vea irresistiblemente provocado a amar a un Dios que ama hasta el punto de querer habitar en medio de los hombres y en el corazón de cada uno. A partir de aquí tiene lugar la experiencia fascinante de la contemplación cristiana, una experiencia de gozo embriagador y sufrimiento purificador al mismo tiempo, lo más libre y lo más difícil de resistir, lo más dulce y lo más hiriente. Cuando esta experiencia se da en plenitud, es más pasiva que activa. Está fundada en el amor de Dios y basada en todo momento en la confianza en Jesucristo, camino de Dios hacia el hombre y del hombre hacia Dios. Es una experiencia que, dadas todas sus características, resulta inefable, difícil de expresar. Hay que vivirla para entenderla de verdad. De ella los verdaderos místicos sólo hablan cuando se les pregunta y nunca quedan satisfechos de sus propias palabras. Thomas Merton decía, hablando de la oración conternplativa: "El que piense que puede decir algo acerca de la contemplación, es que nunca la ha experimentado. Todo lo más que se puede hacer es anunciarla, apuntar hacia ella, dar algunas analogías, algunos símbolos de lo que realmente es. Lo que hay que hacer es experimentarla. Y, experimentándola, encontraremos que nuestra vida cambia. Y nuestra idea de Dios también".

Esto es lo que he querido hacer aquí: aproximarme a la experiencia espiritual fundamentalmente cristiana. El punto de comparación ha sido la experiencia oriental, dada la influencia de sus métodos entre nosotros en estos últimos años. Es preciso que sepamos aprovechar lo que hay de bueno en esos y otros caminos que pretenden llevar a Dios (Fil 4, 8). Pero se impone un buen discernimiento espiritual, sobre todo cuando se trata de asumir los valores de las religiones. El cristiano debe saber que de la simple experiencia religiosa al cristianismo hay un salto cualitativo que dar, nada menos que el salto del nivel natural al nivel sobrenatural. Por eso para el cristiano cualquier mensaje, y más si es religioso, debe ser una llamada a la reflexión comparada. Y, tratándose de las creencias y los métodos espirituales que tienen como base el Hinduismo, de no hacer un buen discernimiento, uno se expone a caer en el vacío, en la angustia y en la decepción, en lugar de entrar en la plenitud y el gozo del verdadero Dios, que quiere ser todo en todos (lCo 15, 28).