CARISMAS

Cuando este numero se encontraba ya en la imprenta ha aparecido la exhortación apostólica "Christifideles laici" del Papa Juan Pablo II. El apartado nº 24 tiene como titulo "Los carismas". Dada su importancia para el tema que estamos tratando lo reproducimos íntegramente, aunque sin las notas. Los subtítulos son de la Redacción.

Dones del Espíritu

El Espíritu Santo no sólo confía diversos ministerios a la Iglesia-Comunión, sino que también la enriquece con otros dones e impulsos particulares, llamados carismas. Estos pueden asumir las más diversas formas, sea en cuanto expresiones de la absoluta libertad del Espíritu que los dona, sea como respuesta a las múltiples exigencias de la historia de la Iglesia. La descripción y clasificación que los textos neotestamentarios hacen de estos dones, es una muestra de su gran variedad: "A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para la utilidad común. Porque a uno le es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia por medio del mismo Espíritu; a otro fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, el don de profecía; a otro, el don de discernir los espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, finalmente el don de interpretarlas" (1 Co 12,7-10; Cf. 1 Co 12, 4-6, 28-31; Rm 12, 6-8, 1 P 4, 10-11.

Para edificar la Iglesia

Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas son siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo.

Incluso en nuestros días, no falta el florecimiento de diversos carismas entre los fieles laicos, hombres y mujeres. Los carismas se conceden a la persona concreta; pero pueden ser participados también por otros y, de este modo, se continúan en el tiempo como viva y preciosa herencia, que genera una particular afinidad espiritual entre las personas. Refiriéndose precisamente al apostolado de los laicos, el Concilio Vaticano II escribe: «Para el ejercicio de este apostolado el Espíritu Santo, que obra la santificación del Pueblo de Dios por medio del ministerio y de los sacramentos, otorga también a los fieles dones particulares (Cf. 1 Co 12, 7), "distribuyendo a cada uno según quiere" (Cf. 1 Co 12, 11), para que "poniendo cada uno la gracia recibida al servicio de los demás", contribuyan también ellos "como buenos dispensadores de la multiforme gracia recibida de Dios" (1 P 4, 10), a la edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf. El 4, 16).

Los dones del Espíritu Santo exigen -según la lógica de la originaria donación de la que proceden- que cuantos los han recibido, los ejerzan para el crecimiento de toda la Iglesia, como lo recuerda el Concilio.

Acogidos con gratitud

Los carismas han de ser acogidos con gratitud, tanto por parte de quien los recibe, como por parte de todos en la Iglesia. Son, en efecto, una singular riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad del entero Cuerpo de Cristo, con tal que sean dones que verdaderamente provengan del Espíritu, y sean ejercidos en plena conformidad con los auténticos impulsos del Espíritu. En este sentido siempre es necesario el discernimiento de los carismas. En realidad, como han dicho los Padres sinodales, «la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, no siempre es fácil de reconocer y de acoger. Sabemos que Dios actúa en todos los fieles cristianos y somos conscientes de los beneficios que provienen de los carismas, tanto para los individuos como para toda la comunidad cristiana. Sin embargo, somos también conscientes de la potencia del pecado y de sus esfuerzos tendientes a turbar y confundir la vida de los fieles y de la comunidad». Por tanto, ningún carisma dispensa de la relación y sumisión a los Pastores de la Iglesia. El Concilio dice claramente: «El juicio sobre su autenticidad (de los carismas) y sobre su ordenado ejercicio pertenece a aquellos que presiden en la Iglesia, a quienes especialmente corresponde no extinguir el Espíritu, sino examinarlo todo y retener lo que es bueno (Cf. 1 Ts 5, 12.19-21), con el fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al bien común.






1 Co 12

"En la cuestión de los dones espirituales no quiero, hermanos, que sigáis en la ignorancia. Recordáis que, cuando erais gentiles, os sentíais arrebatados hacia los ídolos mudos, siguiendo el ímpetu que os venía. Por eso os advierto que nadie puede decir: ¡Afuera Jesús!, si habla impulsado por el Espíritu de Dios. Ni nadie puede decir: Jesús es Señor, si no es bajo la acción del Espíritu Santo.

Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.

Y así uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. A éste le han concedido hacer milagros; a aquel, profetizar; a otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, el lenguaje arcano; a otro, el don de interpretarlo. El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece.

Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 1-13)









Significado de la palabra "carisma" y "carismático"

Por el P. Giuseppe Mercuri


Recogemos casi en su totalidad el artículo que bajo el título" Una gracia que Dios ha dado a nuestro tiempo" ha publicado el P. Giuseppe Mercuri, capuchino italiano, a partir del estudio de la obra del P. Yves Congar "El Espíritu Santo".


El término "carisma" en las cartas de S. Pablo

El término "chárisma" se encuentra sólo en S. Pablo (16 veces), si exceptuamos una vez que se encuentra también en la primera carta de S. Pedro (1, 11). El P. Congar observa que lo usa con tres significados.

1. Carisma = gracia, siempre

A pesar de que la teología clásica distingue entre carismas (= gratiae gratis datae) y gracia santificante, es decir, gracias que el Señor concede para poder ayudar a los demás (carismas) y gracia que concede para santificar la persona a la que es concedida (es decir, la gracia de Dios santificante), el P. Congar observa que en las cartas paulinas (y también en 1 P 1, 11) el término carisma, carismas (chárisma, charísmata) es siempre puesto en relación con gracia (charis).


Es decir, el carisma es siempre una cosa que depende de la gracia. Son especialmente iluminadores tres pasajes:

• Rm 12, 6: "teniendo carismas diferentes, según la gracia que nos ha sido dada".

• 1 C 1, 4. 7: "la gracia de Dios (charis) que os ha sido otorgada en Cristo Jesús... así, ya no os falta ningún carisma a los que esperáis la Revelación de nuestro Señor Jesucristo" (1 C 7, 7: "cada cual tiene de Dios su carisma: unos de una manera, otros de otra").

• 1 C 12, 4: "hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo", es decir, el Espíritu Santo presente mediante su gracia.

Por lo tanto (concluimos nosotros) los carismas no son dones dados a algunos cristianos privilegiados, sino a todos los cristianos (diversos en cada uno) en base a la gracia dada en el bautismo. Son dones y talentos, dice el P. Congar, que hay que poner al servicio de la construcción del Cuerpo de Cristo, para que cada uno pueda colaborar en la obra de salvación.

2. Carismas = manifestaciones sensibles del Espíritu

Tenemos este significado en 1 C 12, 7: "A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común".

El P. Congar observa que esta definición es la que caracteriza a la Renovación llamada carismática. El escrito entregado a los periodistas por los responsables del Congreso mundial de la Renovación celebrado en Roma en Pentecostés del 1975, caracterizaba la Renovación carismática como "un lugar en que se manifiesta de manera sensible la acción del Espíritu".

3. Carismas = manifestaciones extraordinarias del Espíritu

Desgraciadamente, dice el P. Congar, a menudo se identifican los carismas con las manifestaciones extraordinarias y espectaculares del Espíritu, como el hablar en lenguas, la profecía, las curaciones, los milagros; esta definición se encuentra también en autores que gozan de prestigio no inmerecido y hasta en algún documento eclesiástico. Pero el teólogo observa que S. Pablo llama estas manifestaciones extraordinarias con el término pneumatiká (1 C 12, 1 y 14, 1), que se convierten en carismas sólo cuando se hacen útiles a la construcción de la comunidad, de la Iglesia: entonces son dones hechos según la gracia salvífica: charísmata.

El pensamiento del Concilio y el himno a la caridad de S. Pablo

En el célebre texto del Concilio (Lumen Gentium, 12) sobre los carismas, encontramos la confirmación de esto que dice el P. Congar. En efecto, el texto conciliar afirma que el Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que, distribuyéndolas a cada uno según quiere, reparte entre los fieles gracias de todo género, incluso especiales...; estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes...

Así se subraya su relación con la santificación (gracia, caridad) y con la edificación de la comunidad cristiana. Esto se le escapa aún a muchos, a causa de la tradicional doctrina de los carismas como dones dados gratuitamente a los demás, junto con la gracia dada para la santificación de sí mismo.

En esta concepción que une los carismas a la gracia (charísmata, charis) adquiere nueva luz el himno a la caridad (al amor) de S. Pablo en el cap. 13 de la primera carta a los Corintios. No se debe entender que los carismas sin la caridad no valen nada, sino que esas manifestaciones que parecen carismas, sin la caridad no son verdaderos carismas, no son útiles a la santificación y no edifican realimente la Iglesia. Como si dijese: Buscad sobre todo la caridad, si queréis tener auténticos carismas; buscad sobre todo la caridad, pero desead también los carismas que dan la capacidad de ejercer la caridad (con varios servicios, realizados por verdadero amor sobrenatural) y la nutren finalmente, edificando la Iglesia no sólo como una organización humana sino como verdaderamente debe ser, Cuerpo de Cristo animado por el Espíritu.

¿Renovación "carismática"?
¿Manifestaciones extraordinarias del Espíritu?

Hechas estas premisas exegéticas, el P. Congar critica la denominación movimiento carismático, porque así corre el riesgo de atribuir los carismas a un movimiento o grupos particulares, como si el conjunto de los fieles no los tuviesen. Por esto algunos prefieren hablar de renovación espiritual, de renovación en el Espíritu, o simplemente de renovación.

Pero también las palabras renovación y movimiento son criticables desde ciertos puntos de vista.

Es verdad, sin embargo, observa el P. Congar, que el movimiento se define carismático precisando que todos los bautizados lo son y deberían tomar conciencia. Así como todos los cristianos son llamados a conocer la Biblia y la Liturgia, y a pesar de esto existe un movimiento bíblico y un movimiento litúrgico.

Así también hay que evitar el peligro de restringir el concepto de carismas a las manifestaciones extraordinarias del Espíritu.

El P. Congar recuerda la discusión que hubo en el Concilio. El cardenal Ruffini sostenía que los carismas (y pensaba en los extraordinarios) no son concedidos a todos los cristianos; pero le respondía el Cardenal Suenens restableciendo la verdadera noción de carismas y testimoniando que en su Iglesia existían en abundancia. S. Pablo de hecho habla también de carismas bastante poco clamorosos, como el de la exhortación y de la consolación (Rm 12, 8), del servicio (Rm 12, 7), de la enseñanza (Rm 12, 7; I C 12, 28s.), de la palabra de sabiduría y de ciencia (1 C 12,8), de la fe (1C 12, 9), del discernimiento (1 C 12, 10), de las obras de asistencia y del gobierno (1 C 12, 28).

(Publicado en "Rinnovamento nello Spirito Santo", novembre 1988, pp. 6-8, traducción de KOINONIA)






Palabra de sabiduría

Por Vicente Rubio, O.P.


El siguiente artículo es un resumen de una enseñanza del P. Salvador Carrillo Alday, M.Sp.S., mejicano, bien conocido de nuestros lectores. El artículo ha sido publicado en "Alabanza" n" 82, p. 13.


En los carismas enumerados por San Pablo en su primera carta a los Corintios (12, 8 y ss.) el Padre Carillo distingue tres clases: Carismas en relación al entendimiento, a la fe, y a las lenguas.

En los que dicen relación al entendimiento, coloca dos: la "palabra de sabiduría" y la "palabra de ciencia”.

En estos dones, el énfasis no está tanto en la sabiduría o en la ciencia -que pueden venir de lo alto, pero también pueden ser adquiridos por el estudio- cuanto en la"palabra". El don del Espíritu está sobre todo en la palabra, es decir, en el poder y en la eficacia que pone el Espíritu en aquel a quien toma como instrumento para comunicar la sabiduría o la ciencia.

Para algunos autores no hay gran diferencia entre "palabra de sabiduría" y "palabra de ciencia"; ambos son carismas para impartir una instrucción al impulso del Espíritu.

Otros comentadores piensan que la "sabiduría" evoca la cualidad de los autores de los libros de sabiduría del Antiguo Testamento, en tanto que la "ciencia" alude al conocimiento intuitivo de los profetas. Ambas clases de inspiración bíblica encontraron su proyección entre los dones distribuidos por el Espíritu en la nueva economía (del Nuevo Testamento).

Para otros autores hay una diferencia más notable: "la palabra de sabiduría" consiste en el conocimiento del plan de Dios y de los medios de salvación y es un don más elevado que la palabra de ciencia; la palabra de sabiduría es dada, a través del Espíritu; por este don sapiencial se conoce también el verdadero valor de las cosas, es una mirada neumática y comprensiva, amplia y perspicaz.

De todo lo hasta aquí dicho por el P. Carillo Alday se deduce que:

El carisma "palabra de sabiduría" tiene su énfasis en el vocablo "palabra", porque es un carisma para enseñar y en el momento en que se enseña.

Consiste en dar una instrucción a impulso del Espíritu Santo, que es quien dirige al enseñarte y le pone en sus labios palabras acertadas.

Se circunscribe a conocer profundamente todos los aspectos del plan de Dios y de los medios de salvación y, en consecuencia, a medir el verdadero valor de las cosas con una mirada espiritual y totalizadora, amplia y perspicaz.












PALABRA DE CONOCIMIENTO



Bajo este título presentamos tres fragmentos de tres autores bien diferentes. En el primero el P. Juan Leal, conocido biblista, expone lo que desde el punto de vista bíblico se puede decir sobre la “palabra de conocimiento”, tal como nos viene presentada en la Biblia. En el segundo texto el matrimonio Ranaghan presenta una interpretación basada en la experiencia. En el tercero el P. Tardiff nos habla de lo que ha venido a llamarse “palabra de conocimiento” en la más reciente experiencia Pentecostal, sin ninguna relación con el carisma bíblico.


Dificultades de interpretación bíblica

"No es fácil especificar con exactitud la naturaleza de cada carisma y en qué se distingue del vecino. La dificultad empieza con la primera bina: discurso de sabiduría (sophías), discurso de ciencia (gnoseos). Discurso, logos, es el género. Los genitivos precisan la especie.

A juzgar por l Co 2, 6, la sabiduría puede indicar la penetración en los misterios divinos, como Pablo la posee y expone a los perfectos. La Ciencia o gnosis puede ser una forma más corriente de conocimiento hondo del Antiguo Testamento, en cuanto se relaciona con el Nuevo. Tal vez es la ciencia propia de los profetas y doctores.

Algunos biblistas (Lietzman, Bultmann) dudan que se pueda distinguir. Para Héring, sophía se refiere a la doctrina moral, y gnosis al dogma" (Juan Leal, SJ., en La Sagrada Escritura, B.A.C. nº 2 l 1, pp. 433-434).



Una "opinión" a partir de la experiencia

"Los eruditos difieren en sus esfuerzos por establecer exactamente lo que San Pablo quiere decir con los varios dones del Espíritu. Esto se aplica especialmente al don de la palabra de ciencia.

La opinión que nosotros hallamos más probable viene de la experiencia, y tiene, al parecer una aplicación individual y otra para la comunidad. En el caso del individuo, a primera vista este don mucho se asemeja al don de discernimiento, aunque difiere en su operación

Muchas veces, por ejemplo, nos hemos encontrado con algún desconocido y después de muy pocos minutos de conversación, lo que aquel necesitaba brotaba de nuestros labios. Repentinamente, sin falla, penetrábamos a la raíz de su necesidad o de su problema. Hablada, ésta es verdaderamente una palabra de ciencia, pero siendo que los dones son dados no solamente a los individuos, sino también a la Iglesia, y para la Iglesia, se sabe que uso más frecuente de este don será de naturaleza eclesiástica.

Su función es hablar de la palabra de ciencia a toda la comunidad en el tiempo presente. Por esto no es extraño que veamos una conexión íntima entre este don y el de enseñar. Esto no quiere decir que este don opera en toda la enseñanza de la Iglesia, (¡ojalá fuera así!). Pero, una vez más, se sabe cuándo este don está presente. Se reconoce. Lo reconocemos mientras no estemos esperando rayos y truenos. Una lluvia moderada puede remojar la tierra lo mismo que una tormenta.

Si no podemos ver las manifestaciones del Espíritu si no son espectaculares, puede ser que las perdamos todas. Repetidas veces en nuestras reuniones hemos hallado que, como con la palabra de sabiduría, cuando la palabra de ciencia es proferida, aunque la verdad sea conocida y el predicador el de siempre, sin embargo, en aquel momento la lección penetra en el corazón, lo azora, lo refresca como nunca antes. En aquel momento la cualidad, el tono, la presentación, y el contenido es tal que solamente podemos describirlo con la nomenclatura de nuestros hermanos evangélicos: tiene la unción" (K. Y D. Ranaghan, Pentecostales católicos, pp. 138-139).


¿"Problemas para discutir"?

"Todos los signos carismático son maravillas de Dios. Sin embargo, a menudo Dios nos da maravillas para contemplar, y nosotros las transformamos en problemas para discutir. Así pasa con muchos carismas, en particular con el carisma de la palabra de conocimiento, que también se llama palabra de ciencia (1 Co 12, 8).

La palabra de conocimiento es un carisma del Espíritu Santo que sorprende mucho a los que viven esta experiencia. Es la comunicación de una seguridad interior, una certeza que no se adquiere a partir de una reflexión o de una deducción. Es como una idea que invade nuestra mente con intensidad. Ésta nos acapara como una palabra sin sonido, una palabra que viene del interior de nuestro ser y permanece presente en nuestro espíritu durante algunos momentos. Y resulta que, con este pensamiento en nuestra mente, estamos seguros de algo, pero no podemos explicar cómo lo sabemos. Sabemos que no viene de nosotros, pero sí pasa a través de nosotros.

Es como si la luz del Espíritu en nosotros iluminara una realidad que pasa, una realidad que pasó en la vida de tal persona o de tal comunidad, y al mismo tiempo, ese conocimiento nos viene a ayudar a resolver algún problema, a anunciar alguna bendición del Señor que sucede en ése momento, como lo podemos ver, por ejemplo, durante un ministerio de sanación " (E. Tardiff, El don de conocimiento, en "Alabanza" nº 81, p. 8).










La fe dogmática y el carisma de la fe

Por S. Cirilo de Jerusalén

Un texto del año 350 cobra actualidad. Su autor: Cirilo, obispo de Jerusalén desde el 348 al 387. Dejó escritas 24 catequesis bautismales. Y en una de ellas "el Credo y la Fe" encontramos estos hermosos párrafos que definen claramente "la fe por la que creemos" o fe dogmática y "la fe que realiza obras que superan las fuerzas humanas" o carisma de la fe:

"La fe, aunque por su nombre es una, tiene dos realidades distintas. Hay, en efecto, una fe por la que se cree en los dogmas y que exige que el espíritu atienda y la voluntad se adhiera a determinadas verdades; esta fe es útil al alma, como lo dice el mismo Señor: "El que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado tiene vida eterna y no incurre en condenación"; y añade: "El que cree en el Hijo no está condenado, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida".

¡Oh gran bondad de Dios para con los hombres! Los antiguos justos, ciertamente, pudieron agradar a Dios empleando para este fin los largos años de su vida; mas lo que ellos consiguieron con su esforzado generoso servicio de muchos años, eso mismo te concede a ti Jesús realizarlo en un solo momento. Si, en efecto, crees que Jesucristo es el Señor y que Dios lo resucitó de entre los muertos conseguirás la salvación y serás llevado al paraíso por aquel mismo que recibió en su reino al buen ladrón. No desconfíes ni dudes de si ello va a ser posible o no: el que salvó en el Gólgota al ladrón a causa de una sola hora de fe, él mismo te salvará también a ti si creyeres.

La otra clase de fe es aquella que Cristo concede a algunos como don gratuito. A unos es dado por Espíritu el don de sabiduría; a otros el don de ciencia en conformidad con el mismo Espíritu; a unos la gracia de la fe en el mismo Espíritu; a otros la gracia de curaciones en el mismo y único Espíritu.

Esta gracia de fe que da el Espíritu no consiste solamente en una fe dogmática, sino también en aquella otra fe capaz de realizar obras que superan toda posibilidad humana; quien tiene esta fe puede decir a un monte: "Vete de aquí a otro sitio", y se irá. Cuando uno, ?guiado por esta fe, dice esto y cree sin dudar en su corazón que lo que dice se realizará, entonces este tal ha recibido el don de esta fe.

Es de esta fe de la que se afirma: "Si tuvieses fe, como un grano de mostaza". Porque así como el grano de mostaza, aunque pequeño en tamaño, está dotado de una fuerza parecida a la del fuego y, plantado aunque sea en un lugar exiguo, produce grandes ramas hasta tal punto que pueden cobijarse en él las aves del cielo, así también la fe, cuando arraiga en el alma, en pocos momentos realiza grandes maravillas. El alma, en efecto, iluminada por esta fe, alcanza a concebir en su mente una imagen de Dios, y llega incluso hasta contemplar al mismo Dios en la medida en que ello es posible; le es dado recorrer los límites del universo y ver, antes del fin del mundo, el juicio futuro y la realización de los bienes prometidos.

Procura, pues, llegar a aquella fe que de ti depende y que conduce al Señor a quien la posee, y así el Señor te dará también aquella otra que actúa por encima de las fuerzas humanas".










Sanación total del hombre


por Thomas Forrest

Al pedir sanación a Cristo, muchos sólo quieren aspirina. Buscan el tipo de salvación que se ofrece por televisión: instantánea y barata. Lo que desean no es de veras sanación, sino aliviarse del dolor, y este alivio instantáneo ¡desaparece rápidamente como promete el anuncio que va a desaparecer el dolor!

Hace algunos años, una de mis hermanas padecía de algo que los doctores decían que sólo se mejoraría mediante una intervención quirúrgica. Sus amigos le habían dicho que la recuperación sería sumamente incómoda y dolorosa, así que ella prefería seguir dependiendo de medicinas que mejoraban, pero no curaban. Fue entonces de vacaciones a mi casa y la ayudé a vencer su miedo y someterse a la operación. Tuvo que operarse y se sanó.

Muchos de los que acuden a Jesús para sanación, ni siquiera piensan en someterse a una operación. No buscan tanto una verdadera sanación sino más bien un alivio a su dolor e incomodidad. Lo menos que quieren es una operación, una acción radical necesaria de Jesús y de ellos mismos, que de veras los sane.

Es un error acudir a Jesús buscando alivio para el dolor de los dedos, el estómago o la cabeza; sólo alivios instantáneos. Durante la crisis, cuando el dolor nos desespera, Jesús muchas veces actúa rápida y directamente, aliviándonos hasta que recobramos nuestras fuerzas. En otras palabras, Jesús a veces nos da aspirinas. A veces actúa con maravilloso poder, sanando instantáneamente las distintas partes del cuerpo.

Pero Él no vino sólo para damos el alivio que nos promete la televisión cuando la prendemos. Jesús no es sólo una aspirina, que alivia el dolor y sana alguna parte de nuestro cuerpo. El es quien verdaderamente sana personas.

Distinto que la aspirina, el mejoral y el dolex, Jesús nos ofrece nada menos que nueva vida. Nos ofrece corazones nuevos y mentes renovadas, un renacer como hijos de Dios. Ser sus hermanos, sus amigos y templos de su espíritu. En otras palabras, vino a hacernos personas sanas de acuerdo al plan que recibió de su Padre para nosotros. Él se llamó a sí mismo el Camino, Camino hacia la paz y hacia el Padre Celestial. Él es la Verdad que a veces es dolorosa pero la única Buena Vida para el hombre, la Vida de los hijos de Dios.

No podemos cometer la equivocación de querer de Jesús sólo la salud fácil, la instantánea, la física, la parcial. Cualquier sanación así, será temporal porque no sanará nuestra personalidad.

Seguiremos con las llagas de nuestro cáncer de egoísmo, una enfermedad que sólo se cura por medio de cirugía radical, la clase de cirugía que generalmente tenemos y rehusamos, o que sencillamente jamás comprenderemos.

Hemos sido llamados a ser un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa que camina en su luz admirable (1 P 2, 9). Aquí se nos promete mucho más que el "alivio rápido", para usar el lenguaje de la televisión. Lo que recibimos de Jesús es la promesa y la oportunidad de sanarnos totalmente.

Cuando escuchamos las promesas vemos que éstas van más allá de vivir sin dolor.

Se nos ofrece "rebosar de alegría inefable y gloriosa" (1 P 1, 8), ser bendecido con toda bendición (Ef 1, 3), recibir más de lo que podemos imaginar o pedir (Ef 3, 20), una transformación más perdurable que el oro. Y se nos dice sin más ni más que en comparación con lo que tenemos en Jesús, todo lo demás es "basura" (Flp 3, 8).

Nos dicen que podemos pasar de la esclavitud a la libertad (Rm 6, 12-20), de la condenación al perdón (Rm 15, 18), de las tinieblas a la luz (Col l, 13), de ser hijos del príncipe de este mundo a ser hijos de Dios (1 Jn 3, 1-3).

Se nos dice que es posible y podemos lograrlo. Pero no positivamente. La verdadera sanación de la persona no es para cristianos pasivos. De hecho no existen cristianos pasivos. El cristianismo es vida, actividad. Es una respuesta a la llamada de Jesús y del espíritu que nos urge. Jesús es el Sanador, ¡ya lo creo!, pero mi fe en El no es pasiva. No me quedo quieto esperando a que me sane.

Para curar, el médico empieza tocando al paciente, pero el tratamiento no termina aquí. Él le receta algo y le da consejo que aunque bueno a veces es muy duro. Si el paciente quiere que el médico lo cure solamente tocándolo, si rehúsa las medicinas y no sigue el consejo, el médico pierde su tiempo.

Jesús es el que sana, el único Salvador. Pero al sanarnos, siempre deja algo para que nosotros hagamos. Es importante que lo hagamos, tanto que la fe en Jesús, sin hacer lo que Él enseña, es muerte. Nos enseña con autoridad cómo vivir, para que podamos renacer a una buena nueva vida. Nos dice: "Venid a mÍ... y yo os daré descanso" (Mt 11, 28), "guardad mi Palabra y os daré lo que pedís" (Jn 15, 7), "manteneos unidos a la vid y vuestras vidas darán mucho fruto" (Jn 15, 1-17), "acogedme y os daré el poder de ser hijos de Dios" (Jn 1, 12), "haced lo que os pido y seréis mis amigos"(Jn 15,4).

Su promesa es para los que tengan oídos para oír, voluntades para someter, corazones con que amar y perdonar, manos con que trabajar y servir, y valor para seguir adelante a pesar de la cruz. Por supuesto no me refiero a la cruz con que el demonio espera aplastarnos, sino la cruz de Jesús, el precio de ser como Él en Amor sacrificado y en el servicio.

No es suficiente, para ser verdaderamente sano, gritar: "Señor, Señor" (Mt 7, 21) y esperar el día en que la famosa hermana Fulana, o el Padre Tal y Cual te impongan las manos. Debemos tener el valor para preguntar a otros: "Señor, ¿qué debo hacer?" (Mt 19, 16). Un hermano o hermana llenos de fe que te impongan las manos pueden ser una fuente muy grande de alivio, de esperanza y de sanación parcial. Pero sólo si cooperas y obedeces absolutamente a Jesús serás completamente sano.

Esta sanación es para el que esté dispuesto a venderlo todo para conseguir la perla de gran precio, o el tesoro escondido en el campo (Mt 13, 44-46), y para el atleta que se entrena y se esfuerza en correr para ganar la victoria (1 Cor 9, 25), es para los que están dispuestos a desprenderse de todo para buscar sólo a Jesús, adelantando sin miedo, cueste lo que cueste, cuando lo escuchan decir: "Ven" (Lc 14, 25¬33). Sus caminos son misteriosos (Rm 11, 33-34; Sb 9, 13; Is 55, 8). Él es señal de contradicción (Jn 1, 10; I P 2, 8), y piedra de tropiezo (Ef 2, 20-21).

El mundo dice: "Dinero", y Él dice: "Pobreza". El mundo dice: "Fama", y Él dice: "Humildad". El mundo dice: "Poder", y Él dice: "Sed mis servidores y esclavos". El mundo dice: "Sed libres", y Él dice: "La verdadera libertad está en hacer la voluntad del Padre". El mundo dice que todo es ridículo. Pero no hay verdadera salvación, salud, ni ninguna otra cosa fuera de Él. Vino para darnos la vida en abundancia y si dejamos de escuchar al mundo y comenzamos de veras a escucharlo a Él con fe suficiente para hacer lo que Él nos diga, seremos gente saludable corno Jesús, e hijos de Dios.

(Tomado de "Fuego" nº 64, pp.3 y 12)










El don de profecía


Reproducimos en este artículo dos documentos referentes a la profecía. Los cuatro primeros apartados pertenecen al primer Documento de Malinas (1974) y reproducen el punto cinco de las orientaciones pastorales. Los restantes apartados son el punto 48 del segundo Documento de Malinas (1978) escrito por el cardenal Suenes bajo el título "Ecumenismo y Renovación Carismática".

1. La profecía en el A.T.

En el Antiguo Testamento el Espíritu estaba tan ligado a la profecía que se pensaba que cuando el último de los profetas muriera, el Espíritu abandonaría Israel. Según el profeta Joel la edad mesiánica comenzará cuando el Señor derrame su Espíritu sobre toda la humanidad: "Decid lo a vuestros hijos; que vuestros hijos lo digan a sus hijos, y sus hijos a la generación siguiente" (Jl 1, 3).

2. La profecía en el N.T.

En el nuevo Israel el Espíritu no se derrama solamente sobre algunos profetas elegidos, sino sobre toda la comunidad: "quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse" (Hech 2, 4). "Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la palabra de Dios con valentía" (Hech 4, 31).

La Iglesia primitiva consideraba este don del Espíritu como el privilegio exclusivo de los cristianos. Para muchos de los cristianos de esta época -pero no para S. Pablo-, el don de profecía era la manifestación suprema del Espíritu en la Iglesia. Dado que según el testimonio del Nuevo Testamento el Espíritu era el agente creador de la vida en la Iglesia, no dudaban en afirmar -como el mismo S. Pablo- que los cristianos forman parte de "una construcción que tiene como cimiento los apóstoles y los profetas" (Ef 2, 20). S. Pablo coloca a los apóstoles a la cabeza de los carismáticos y más de una vez menciona a los profetas inmediatamente después de los apóstoles: "Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas... “(1 Cor 12, 28). "Misterio que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu" (Ef 3, 5). "El mismo dio a unos ser apóstoles; a otros profetas; a otros evangelizadores; a otros pastores y maestros" (Ef 4, 11). Admitido que el Espíritu Santo es como el origen y fuente de toda la vida eclesial, también el profeta tenía su plaza fundamental en el ministerio y misión de la Iglesia.

3. Profecía e Iglesia local

El carisma de profecía pertenece, pues, a la vida ordinaria de toda Iglesia local y no debe considerarse como una gracia excepcional. Una profecía auténtica nos permite conocer la voluntad y la palabra de Dios, proyecta la luz de Dios sobre el presente. La profecía exhorta, advierte, reconforta y corrige; contribuye a la edificación de la Iglesia (1 Cor 14, 1-5). Es preciso usar juiciosamente de la profecía, sea predictiva o directiva. No se puede actuar en conformidad con una profecía predictiva sino después de haberla comprobado y haber obtenido confirmación por otros medios.

Como ocurre con otros dones, una declaración profética puede variar en calidad, en poder y en pureza. Está también sujeta a un proceso de maduración. Además las profecías pueden ofrecer una variedad de tipos, modos, finalidades y expresiones. La profecía puede ser simplemente una palabra de ánimo, una admonición, un anuncio, o una orientación para la acción. No se puede, por tanto, recibir e interpretar todas las profecías de una misma forma.

4. Discernimiento

El profeta es miembro de la Iglesia y no está de ninguna manera por encima de ella, aunque tenga que confrontarla con la voluntad y la Palabra de Dios. Ni el profeta ni su profecía constituyen por ellos mismos la prueba de su propia autenticidad. Las profecías han de someterse a la comunidad cristiana y a los que ejercen las responsabilidades pastorales. "En cuanto a los profetas, hablen dos o tres, y los demás juzguen" (1 Cor 14, 29). Cuando sea necesario deben someterse al discernimiento del obispo (Lumen Gentium, 12).

5. El profetismo en el seno de la Iglesia

El carisma de la profecía es un carisma delicado de interpretar.

Un profetismo al margen, sin relación vital con la autoridad apostólica y profética del Magisterio de la Iglesia, puede llegar a formar una iglesia "paralela" y desviarse, constituyendo finalmente una secta.

Una larga historia de desviaciones en este sentido invita a la prudencia. Hay que acoger la realidad de los dones proféticos en la Iglesia, pero es preciso que los profetas estén en última instancia sometidos a los pastores. El discernimiento de la profecía no es algo aislado: se necesita una sólida formación espiritual y un tacto no común. El fiel católico se dejará aconsejar, y se someterá normalmente al juicio del obispo la palabra interior, que cree haber recibido, si comporta serias implicaciones para la comunidad. Los dones de Dios a su Iglesia -y el don de profecía es uno de ellos- se sitúan en el Don primero y fundamental que no es otro que la misma Iglesia en su misterio.

6. Dentro del don fundamental

Los dones que en la historia han vivificado, renovado o hecho progresar a la Iglesia han sido dados por Dios dentro del don fundamental. Le están sometidos. Están ordenados a la vida de la Iglesia, para hacerla más viva y más fecunda. Han sido dados por el Padre para encaminar a la Iglesia hacia la plenitud del Cuerpo místico de Cristo. Esta plenitud está contenida totalmente -aunque no completamente desvelada- desde los orígenes de la fundación, en el don mismo de la Iglesia en Jesucristo.

Así Francisco e Ignacio, Teresa y Domingo y todos los demás, siempre y en todas partes, han comprendido que el don particular que habían recibido estaba ordenado a este gran don fundamental. Han vivido de hecho la sumisión a este don fundamental.

Habrían considerado que renegaban de sí mismos si no hubiesen vivido su misión en comunión profunda con este don fundamental que recapitula el de ellos.

El profetismo se relaciona muchas veces con un don inicial hecho a una persona privilegiada que se convierte en fuente y canal de gracia para originar una vasta corriente profética. La historia de la Iglesia muestra muchos ejemplos, tanto en el pasado como en el presente. Pienso -sin querer ser exhaustivo- en los movimientos contemporáneos como los Cursillos de Cristiandad en España, la Legión de María en Irlanda, los Focolares en Italia, Taizé en Francia, etc. Estas corrientes interpelan a la Iglesia por el acento que ponen en valores olvidados o difuminados, por el radicalismo evangélico y apostólico que recuerdan y realizan.

7. La R.C. corriente profética

En cuanto a la Renovación Carismática actual, nacida en Estados Unidos, es una corriente profética con una doble particularidad. En primer lugar, no se origina en el carisma de una persona concreta. No tiene un fundador: surge de forma casi simultánea y espontánea por el mundo.

Por otra parte, por su amplitud y fuerza, representa un "oportunidad" extraordinaria de renovación para la Iglesia, por todas las virtualidades que encierra. A condición de que la Iglesia "institucional" sepa reconocer la gracia de renovación que ofrece en tantos puntos y que sepa apoyarla guiando su evolución. A condición también de que la renovación sea profundamente eclesial, y evite la trampa de un profetismo marginal y arbitrario, a merced de todos los falsos profetas y de toda sobrevaloración.

8. No es una vía paralela

Es necesario que nuestros hermanos separados -esencialmente los que pertenecen a las Iglesias Libres- comprendan que para el católico el profetismo no es un vía paralela, sino que debemos vivir este don en simbiosis con el don eclesial que para nosotros es la garantía suprema.

Ayer Pedro y los apóstoles, hoy sus sucesores, el Papa y los obispos, recapitulan y autentifican todos los dones particulares que pueden aparecer en la Iglesia. El hecho de que a veces no hayan visto claro no cambia en nada la realidad espiritual. Es a su mismo fundador Jesucristo, a través de Pedro y sus sucesores, a quien los profetas se acercan cuando se acercan a los obispos. Es en una realidad mística donde han de enraizarse, la única que les permitirá dar plenamente el fruto de su propio don profético. Las ramas que no están unidas al tronco no dan el fruto del tronco. No pueden formar más que un matorral al lado del árbol y fragmentar un poco más la Iglesia, que ha sido hecha para ser una.











Criterios Generales de Discernimiento

Por Pedro Gil C.P.

Los criterios de discernimiento pueden enmarcarse en dos tipos: Objetivos o externos y sugestivos o internos.

1. Criterios objetivos

a) Fidelidad a la doctrina de la fe

El Espíritu Santo resuena en la Palabra de Dios, cuya interpretación auténtica ha sido confiada a la Iglesia. La Palabra de Dios es la Verdad absoluta y válida "lo mismo hoy como ayer y por toda la eternidad" (He 13, 8). Por lo tanto, toda inspiración que aparte de cualquier punto de la fe, no viene del Espíritu Santo:

"Ningún inspirado puede decir: Maldito sea Jesús. Y tampoco nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino guiado por el Espíritu Santo" (1 Co 12, 3).

"Pero aunque viniéramos nosotros o viniera algún ángel del cielo para anunciaros el Evangelio de otra manera que lo hemos anunciado, ¡sea maldito!" (Ga 1, 8).

b) Fidelidad al estado de vida

El Espíritu Santo nunca se contradice. El estado de vida: matrimonio, vida sacerdotal o religiosa, etc. es una llamada de parte de Dios, es una vocación personal. Por lo mismo, ninguna inspiración del Espíritu Santo puede ir contra nuestros deberes de estado. "Lo que para un cristiano constituye una decisión correcta, para otro será incorrecta, porque tienen vocaciones diferentes o porque tienen papeles diferentes dentro de la misma vocación. Un ejemplo: una madre muy atareada que piensa debe pasar muchas horas en el templo o entregada al apostolado, dejando su casa abandonada. El Espíritu Santo no puede ser fuente de tal inspiración. En cambio, sí podría inspirar a un monje cartujo el que prolongue su oración fuera de los actos comunes" (Adward Carter, SJ. en Alabaré nº 17).

Pero aquí conviene hacer una aclaración importante. Puede suceder, y en la práctica sucede con frecuencia, que al tratar de llevar a cabo la llamada o inspiración de Dios, se produzcan tensiones y aun divisiones dentro de la comunidad familiar, religiosa, laboral, etc. Jesús nos previno sobre esto: "No piensen que vine a traer la paz, sino la espada. Porque vine a poner al hijo en contra de su padre; la hija, en contra de su madre; y la nuera en contra de la suegra. El hombre encontrará enemigos en su propia familia. No es digno de mi el que ama a su hijo o a su hija más que a mi" (Mt 10, 34-37).

Y no es que Jesús quiera dividir, pues ha venido a sembrar amor y el gran mandamiento que nos ha legado es: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado. Así reconocerán que todos sois mis discípulos: si os amáis unos a otros" (ln 13, 34-35). Las tensiones y divisiones vienen porque, al tratar de vivir la llamada del Espíritu Santo, se producen en nosotros unos gustos, interés y criterios que chocan con los del mundo y, quizás, con los que nos rodean.

Cuando esto suceda, siempre que tratemos de cumplir, según Dios, con nuestros deberes de estando, no nos hemos de perturbar. La conducta a seguir ha de ser: procurar "vencer el mal a fuerza de bien" (Rm 12, 21) y orar mucho al Señor para que transforme los corazones.

e) Obediencia a la legítima autoridad

Uno de los criterios más seguros para discernir las auténticas inspiraciones del Espíritu Sanito es la prontitud para obedecer. El Espíritu Santo no nos guía para hacernos independientes en relación con estas autoridades humanas. Al contrario, nos hace más obedientes a ellas, y nos da una felicidad mediante nuestra obediencia y nuestra prontitud para obedecer a las autoridades como "servidores de Dios para nuestro bien" (Rm 13, 4).

La persona que desatiende la autoridad legítima, razonando que el Espíritu Santo la está dirigiendo, generalmente termina siendo un egoísta monstruoso o la víctima de una ilusión absurda.

Es cierto que nadie tiene autoridad para ordenarnos hacer algo contrario a la voluntad de Dios, y que algunas ocasiones Dios llama a la persona hacia una empresa que incluye estar firme en contra la oposición hasta de aquellos que ocupan lugares importantes. Pero el principio de obediencia a la autoridad legítima no es suprimido por el Espíritu Santo.

"Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a la Iglesia... el juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen autoridad en la Iglesia, a los cuales compete, ante todo, no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (1 Tes 5, 12. 19-20)" (LG nº 12).

Desde luego que la autoridad se puede equivocar; pero aun en este caso hay que obedecer. Si la experiencia viene del Espíritu Santo, Él se manifestará y hará que los oponentes la acepten, esto se ve a todo lo largo de la vida de la Iglesia.

2. Criterios subjetivos

Aunque los criterios objetivos, que se acaban de señalar, son muy importantes para detectar si las inspiraciones vienen o no del Espíritu Santo, por sí solos no bastan. Para dar un juicio más acertando se precisan, además, ciertos criterios subjetivos o interiores. Estos criterios los señala San Pablo cuando escribe:

"El fruto del Espíritu es caridad, alegría y paz; generosidad, comprensión de lo demás, hondad y confianza; mansedumbre y dominio de sí mismo. Si tenemos la vida del Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu. No busquemos la gloria vana; que no haya entre vosotros provocaciones ni rivalidades" (Ga 5, 22-23. 25-26).

a) El Amor

El primero y principal criterio de autenticidad de que las inspiraciones y dones vienen de Dios es si ellos llevan al amor. El Espíritu Santo es "el Amor de Dios derramado en nuestros corazones" (Rm 5, 5); por lo que sus inspiraciones nos inflaman en su amor: amor a Dios y amor al hermano. Y como se juega mucho con la palabra amor hasta vaciarla de sentido y convertirla en un modo de manipular al otro a nuestro favor (piénsese en la frase "haz el amor"), San Pablo nos describe las características del verdadero amor:

"El amor es paciente, servicial y sin envidia. No quiere aparentar ni se hace el importante. No actúa con bajeza, ni busca su propio interés. El amor no se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona. Nunca se alegra de algo injusto y siempre le agrada la verdad. El amor disculpa todo; todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta" (1 Co 13, 4- 7; Cf. Rm 12, 9-21).

b) La Humildad

La humildad es una de las virtudes más difíciles, ya que la soberbia en sus múltiples formas está inoculada en lo más profundo del ser humano, desde su origen (Cf. Gn 3, 5)

Por este motivo, la humildad es otro de los criterios válidos para conocer la genuina inspiración del Espíritu Santo. Propio de su acción es fomentar la humildad: "Si tenemos la vida del Espíritu... no busquemos la gloria vana" (Ga 5, 25-26; Cf. Mt 6, 1-8; Lc 22, 26-27; Jn 13, 4-5).

Jesús, después de las grandes manifestaciones de su poder, mandaba que éstas no fueran publicadas (Mt 8, 4; Mc 8, 30; Lc 5, 14). Y cuando la muchedumbre trata de aclamarle rey, Él se oculta (Jn 6, 15). De la misma manera reacciona María al ver descubierta por su prima Isabel la obra realizada por Dios en ella (Lc 1, 46-55).

Si, pues, en nuestro impulso experimentamos algún deseo de aparecer, de ser tenidos en algo, debemos preguntarnos si tal impulso es del Espíritu Santo o es nuestro. Lo mismo hemos de hacer cuando sentimos impulso de tratar con personas famosas o de realizar cosas extraordinarias. No cabe duda que Dios llama a determinadas personas para realizar grandes cosas en su nombre; pero la reacción a esta llamada es siempre timidez ante la conciencia de la propia incapacidad (Ex 4, 10; Is 7, 5; Jr 1, 6).

A veces Dios permite las desilusiones y los fracasos en las obras que hemos emprendido por su gloria. Si a pesar de todo ello permanecemos firmes, sin que nuestro orgullo nos haga explotar, aunque es natural que se rebele, quiere decir que en nuestra actuación seguimos el impulso del Espíritu Santo.

e) La Paz

En toda la Escritura la paz aparece como el signo de la presencia de Dios. Al anunciar el nacimiento de Jesús a los pastores, los ángeles cantan: "Gloria a Dios en lo más alto y en la tierra gracia y paz a los hombres" (Lc 2, 14). El saludo propio de los anunciadores del Reino de Dios ha de ser: "Paz para esta casa" (Lc 10, 6). Cuando Jesús se despide de sus discípulos, antes de ir a su Pasión, les dice: "Os dejo la paz, os doy mi paz, la paz que yo os doy no es como la que da el mundo. Que no haya entre vosotros ni angustia ni miedo" (Jn 14,27). Y al manifestarse, después de la resurrección, su saludo es éste: "La paz esté con vosotros" (Jn 20, 21. 27).

La paz que producen las inspiraciones del Espíritu Santo es una profunda seguridad de que estamos en el Señor y que el Señor está con nosotros. Es una seguridad de que nuestras relaciones con Dios están en orden, y el orden produce la paz. Esto lo vemos en la vida ordinaria. ¡Cuánto más en el plano sobrenatural! Por eso afirma San Pablo: "Dios no es Dios de desorden sino de paz" (1 Co 14, 33).

Desde luego que quien busca hacer la voluntad de Dios en ocasiones encuentra oposición y, por lo mismo, tensiones y violencias en su contorno; pero esas tensiones se parecen a las olas del mar, que están en la superficie, mientras que en el fondo reina la calma.

La razón de esta calma en medio de las tensiones es la seguridad de "que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman, a los que él ha llamado según su voluntad" (Rm 8, 28).

d) La Alegría

Finalmente, otro de los criterios de discernimiento del Espíritu de Dios es la alegría.

La alegría es la emoción propia de aquel que está en posesión de algo bueno; de algo que le llena. Ahora bien, nada hay tan bueno como Dios; en él se encierra todo cuanto hay de bueno: es la Bondad en plenitud. Por algo dijo Jesús al joven rico: "Solamente uno es bueno, y ese es Dios" (Lc 18, 19). Y cuando viene a nosotros, Dios se nos da tal como es.

Por esta razón, las inspiraciones del Espíritu Santo, que son una venida de Dios a nosotros, dan lugar a una alegría, la más profunda y pura que uno puede tener en este mundo. Una vida cristiana auténtica lleva siempre consigo la alegría: "Alegraos en el Señor en todo momento. Os lo repito: alegraos" (Fp 4, 4). Esta alegría debe reinar aun en medio de los sufrimientos: "Ellos se salieron del Sanedrín muy gozosos por haber sido considerados dignos de sufrir por el nombre de Jesús" (Hch 5, 41). "Me siento muy animado y reboso de alegría en todas mis pruebas" (2 Co 7, 5).

Una espiritualidad sin alegría es motivo de sospecha. Es conocido el dicho de Santa Teresa: ?"Un santo triste es un triste santo". Desde luego que aun en la vida más santa pueden darse momentos de sufrimiento y angustia, en los que aparentemente desaparece la alegría; pero es sólo momentáneamente y aparentemente, pues en el fondo del ser permanece la paz inalterable de la que se ha hablado en el punto anterior.

3. Todos los criterios juntos

"No obstante, todas estas señales -tanto las objetivas como las subjetivas- deben ocurrir en conjunto para confirmar cualquier obra genuina de Dios; sin embargo, debido a las circunstancias, puede suceder que una u otra sea más palpable en cierto caso. Asimismo, estas señales, son importante verificación la una de la otra. Una falsa alegría puede ser descubierta porque no deja la paz; a la paz falsa le faltará la humildad y el amor; y así por el estilo" (Edward O’Connor, C.S. C.).

En la duda

Los criterios de discernimiento, que se acaban de dar, no son recetas de laboratorio o cálculos electrónicos, que debidamente realizados, da resultados ciertos y seguros. Los criterios de discernimiento nunca pueden ser una norma de certeza absoluta, aunque sí guía que dan cierta seguridad de que las inspiraciones vienen de Dios o del espíritu malo.

"Hay una complacencia que puede pasar por la paz, y alegrías falsas y clases equívocas de amor que pueden ser confundidas con aquellas que vienen de Dios. Aun cuando el amor es el más grande de los dones de Dios, también es el más fácil para falsificar. Además de esas formas de amor ilícito, que obviamente no son de Dios, también existen muchos afectos que pueden pasar por amor de Dios, pero que realmente son ilusiones" (Edward O'Connor).

Pero esta falta de seguridad absoluta en el origen de nuestras inspiraciones y, por lo mismo, en el acierto de las decisiones a tomar, no deben inquietarnos, si es que tratamos de buscar en todo la voluntad de Dios. Toda decisión humana corre un riesgo de inseguridad. Y el Señor tomará a su cargo el que realicemos su voluntad, aunque no estemos seguros de que la estamos realizando.

Para los casos que, después de todo esfuerzo de discernimiento, persista la duda, la norma más segura a seguir será inclinarnos por aquello que contradice más a nuestro natural modo de ser, según lo expresado en el canto:

"Maestro, ayúdame a nunca buscar ser consolado, sino consolar;
ser comprendido, sino comprender;
ser amado como yo amar."

La razón es que el demonio ordinariamente trabaja aprovechándose de nuestras debilidades.

En la medida en que vayamos creciendo en la vida del Espíritu, se irá desarrollando en nosotros una como intuición hacia la acción de Dios en el hombre, que nos facilitará cada vez más y más el verdadero discernimiento de espíritus.

4. Inspiraciones del Espíritu Malo

Con lo dicho anteriormente parece que sobra este punto, "Pues los deseos de la carne están contra los del Espíritu y los deseos del Espíritu están contra la carne. Los dos se oponen uno a otro" (Ga 5, 17).

Pero para que mejor se vea por donde nos conduce la vida según el Espíritu señalemos la acción del Espíritu Malo, según la expone San Pablo:

"Es fácil ver lo que viene de la carne: relaciones sexuales prohibidas, impurezas y desvergüenzas; culto a los ídolos y supersticiones; odios y violencias; .furores. ambiciones, divisiones, sectarismo, desavenencias y envidias; borracheras. orgías y cosas semejantes" (Ga 5, 19-21; Cf. Rm 1, 21-32).

(Extraído del libro "Discernimiento de espíritus")











El canto del Espíritu

Por Diego Jaramillo

Hay unas palabras de Pablo a los Corintios que entreabren las puertas a una oración, elevada al Señor, no con la mente que analiza los conceptos y capta el sentido de cuanto decimos, sino con el espíritu, de donde brotan el anhelo, el afecto y la emoción ante el Dios que nos crea y nos salva.

Las palabras del apóstol son estas:

"Oraré con el espíritu, pero oraré también con la mente. Cantaré salmos con el espíritu, pero también los cantaré con la mente" (l Co 14, 15).

Cantar con el espíritu es dejar que nuestra voz module melodías espontáneas, que musicalice los sonidos que brotan de nosotros, no por la fuerza del pensamiento, sino por el deseo del corazón que desea alabar a Dios.

No importa decir de dónde provienen las palabras de oración en lenguas. ¿De nosotros? ¿Del Espíritu Santo? El mismo Papa Pablo VI se lo pregunta al escribir: "sólo con el Espíritu y acaso por el Espíritu mismo en nosotros y por nosotros pronunciadas inefablemente". Las citas de Pablo a los Romanos y a los Gálatas apoyarían ambas interpretaciones (Rm 8, 15; Ga 4, 6). Lo cierto es que el Espíritu llena al creyente y por la fuerza de su presión le hace estallar en alabanzas como brota el agua en los surtidores por la acción de las presiones internas.

El júbilo o regocijo

En las antiguas costumbres cristianas había un modo de cantar llamado "júbilo" o "regocijo". Liturgistas modernos dicen que se usa todavía y que se hace prolongando en el aleluya la última sílaba, de manera que se simboliza el gozo eterno del cielo, y que en las celebraciones de los coptos este canto se prolonga hasta por un cuarto de hora.

Entre nosotros, los católicos, el regocijo ha quedado reducido a algunas aclamaciones y ellas bastante empobrecidas, porque aunque son gritos de júbilo o de súplica la manera de entonarlas en muchas asambleas las convierte apenas en un eco apagado.

Cuando en algunas liturgias se canta: Amén, Aleluya, Señor ten piedad, Gloria a ti, Te alabamos Señor, no parece que haya conciencia de lo que se debiera estar gritando.

Max Thurian dice al respecto:

"Estas aclamaciones sencillas deben ser el estallido de la espontaneidad del Espíritu que habla en la Iglesia. Están normalizadas, claro está, por la liturgia, pero conviene que expresen la adhesión y el júbilo de la Iglesia al modo de un primitivo hablar en lenguas. Quizá no se abarque todo el significado de la palabra, pero este término debe ser el apoyo de una fe o de una alegría racionalmente inexpresable, pero que estalla”.

La oración jubilosa es frecuentemente descrita por varios escritores de la antigüedad. Pero es San Agustín quien más extensamente la comenta, de manera especial en sus narraciones sobre los salmos. Suyos son estos apartes:

"Cantadle cántico nuevo. ?Desnudaos de la vejez, pues conocisteis el cántico nuevo. Nuevo homhre, Nuevo Testamento, nuevo cántico.

No pertenece a los hombres viejos el cántico nuevo; éste sólo lo aprenden los hombres nuevos que han sido renovados de la vejez por la gracia, y que pertenecen ya al Nuevo Testamento.

El júbilo es cierto cántico o sonido con el cual se significa que da a luz el corazón lo que no puede decir o expresar.

¿ Y a quién conviene esta alegría sino al Dios inefable? Es inefable aquel a quien no puedes dar a conocer, y si no puedes darle a conocer y no debes callar, qué resta sino que te regocijes, para que se alegre el corazón sin pala?bras y no tenga límites de sílabas la amplitud del gozo".

Este júbilo cristiano hundía sus raíces en los cantos sagrados de Israel. El júbilo era la aclamación que Israel hacía para alabar a Yahvé, e invitar que todos los pueblos batiesen palmas en su honor. El "regocijo" era el grito de guerra con que el pueblo escogido invocaba el nombre del Señor y le imploraba protección en la batallas. Así fue el canto de Moisés, cuando el pueblo superó la barrera del Mar Rojo y alcanzó el camino de la liberación.

A esa aclamación jubilosa del Antiguo Testamento sucede, en la Nueva Alianza, el gozo por la presencia del Señor, la fruición de experimentar la acción divina en la propia vida, y contemplada de modo especial actuando en la vida de Jesús, a quien el Padre saca de entre los muertos y le constituye como Señor del Universo.

Cuando el cristiano medita en la resurrección de Jesucristo, se siente llevado por el Espíritu a reconocer el Señorío de Jesús, y a expresar su admiración en palabras, en cantos, en risas, en sílabas entrecortadas, en silencios, en lágrimas, según Dios da a cada uno. Lo básico no es lo que se dice, sino el amor y la adoración que brotan del corazón.

El regocijo desemboca en la acción de gracias. Podemos recordar un suceso acaecido en Hipona en el siglo V. Fue una manifestación del poder de Dios que suscitó una exclamación de júbilo. Si acá lo citamos es por el parecido grande que guarda con lo que actualmente sucede en los grupos carismáticos: Dos hermanos enfermos, un hombre y una mujer, habían acudido a Hipona para pedir oraciones por su salud. El hombre obtuvo la sanación y dio el correspondiente testimonio. San Agustín comentaba entonces cómo Dios puede sanar por intercesión de sus santos, cuando un tumulto interrumpió sus palabras. Gritos gozosos resonaban por el templo. "Gracias a Dios, alabanzas a Cristo". Ello se debía a que mientras el obispo predicaba, también la mujer había sido sanada. El narrador anota:

"Al verla el pueblo continuó, derramando lágrimas, sus manifestaciones de gozo, mas sin percibirse palabras, sino un estrépito confuso”.

¿Cómo sería esa manifestación de gozo y lágrimas (gáudio et flétu, dice el latín), sin palabras (núllis interpósitis sermónibus) sino sólo con un gran sonido (sed sólo strépito interpósito), que por un rato dejó oír su clamor (aliquándiu clamórem protráxit)?

He querido citar el texto original porque me parece que tiene mayor fuerza que la traducción de las Obras Completas.

Cuando el silencio se restableció, continúa el narrador, San Agustín concluyó su sermón diciendo:

"Dispusímonos a orar, y fuimos oídos. Sea nuestro gozo la acción de gracias”.

Una oración gozosa

El nombre de júbilo, de regocijo alude a una oración dichosa. El gozo es característico de la oración de alabanza, es nota peculiar de la oración en el Espíritu. Esa felicidad es tal que quien la siente se despreocupa de sus vecinos y comienza a alabar al Señor, frecuentemente en alta voz.

Similares oraciones de alabanza gozosa se describen en el evangelio de San Lucas. Allí, Isabel, llena del Espíritu, bendice con gran voz al Señor, mientras Juan Bautista salta de alegría en las entrañas maternas (l, 41-44), allí un paralítico, un leproso, un ciego que recuperan la salud glorifican a Dios con entusiasmo (5, 25; 17, 15; 18, 43), allí la multitud se regocija por las maravillas que Cristo realiza y alaba a Dios con gritos jubilosos(l3, 17; 19,38), allí los discípulos testimonian, gozan, alaban y bendicen (10, 17; 24, 52-53).

Esa alegría es tal que con frecuencia aparece la acusación de embriaguez o de locura para quienes por la fuerza del Espíritu se entregan a la alabanza:

"Están llenos de mosto", decían en la mañana de Pentecostés (Hch 2, 13). "¿No dirán que estáis locos?" Pregunta Pablo a los Corintios (l Co 14, 23). "No os embriaguéis con vino, llenaos más bien de Espíritu Santo", aconseja el apóstol a los de Efeso (Ef 5, 18). "Están ebrios por haber bebido vino espiritual", comenta San Cirilo. "El que se alegra en el Señor y le canta alabanzas con gran exultación, ¿no es semejante a un ebrio?", se pregunta San Agustín. "Anda el alma como uno que ha bebido mucho, más no tanto que esté enajenado", escribe Santa Teresa. "Cuando oyereis hablar a alguna persona y no entendiereis, tened paciencia... que por ventura hablará alguno lo que Dios quiso, y diréis vos que está borracho", aconseja San Juan de Ávila, y Santo Tomás de Villanueva habla de "ese vino misterioso"; San Ambrosio nos invita a que, "alegres, bebamos la sobria profusión del Espíritu", y un autor moderno titula su obra así: "Iglesia borracha o Iglesia inspirada".

Una manera muy usada para expresar la alegría es la danza. También la danza sagrada ha servido para expresar el gozo ante Dios, y no únicamente en las culturas primitivas sino en las páginas bíblicas y en los más refinados rituales.

Cuando Moisés da rienda suelta a su regocijo al pasar el Mar Rojo, todas las mujeres tomaron tímpanos y danzaban en coro (Ex 15, 20), también el pueblo israelita bailó ante el becerro de oro (Ex 32, 19). Ante el arca danzaba y giraba David, porque, como diría a su esposa: "En presencia de Yahvéh danzo yo" (2 Sam 6, 14-21) Y el salmo 149 invita a todo el pueblo con estas palabras:

"Cantad a Yahvéh un cantar nuevo; su alabanza en la asamblea de sus amigos! Regocíjese Israel en su Hacedor, los hijos de Dios exulten en su rey; alaben su nombre con la danza. Con tamboril y cítara salmodien para él" (Sal 149.1-3).

Pero quizá el texto bíblico más bello al respecto es el que trae Sofonías (3, 17) donde es el mismo Dios quien se goza y baila de amor por su pueblo:

"¡Yahvéh tu Dios está en medio de ti un poderoso salvador!. Él exulta de gozo por ti, te renueva por su amor, danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta”.

También hoy es notoria la alegría en los grupos de oración, y sin llegar propiamente a la danza, sí se ve como la asamblea marca el ritmo de los cantos con las palmas de las manos y hasta con un ligero balanceo del cuerpo.

A subrayar esta expresión de felicidad puede ayudar grandemente el ministerio de música, que marca el ritmo o imprime entusiasmo marcial en algunos cantos.



Extraído del libro "Cantemos al Señor"